La portezuela verde tenía la pintura desconchada. Antes de abrirla, el agente ya sabía que los goznes chirriarían ligeramente. Era una cosa curiosa, aquella puerta: siempre había estado igual, pidiendo un pequeño mantenimiento que nunca llegaba, pero, inexplicablemente, nunca iba a peor. La pintura no envejecía más. El óxido no seguía avanzando por las bisagras.
Metió la mano por dentro, deslizó el pestillo y empujó con suavidad. Al entrar en el jardín, mientras se dirigía a la puerta, instintivamente inclinó el cuerpo hacia la izquierda para ver el pequeño huerto. Sonrió: las calabazas ocupaban ya todo el lateral de la casa, con sus hojas y tallos serpenteando, devorando hasta el último centímetro de tierra. Esa mujer siempre había sido famosa en el barrio por aquellas descomunales calabazas. Su propia abuela vivía en la misma calle, apenas un par de casas más arriba, y cuando era pequeño él y otros niños de la zona jugaban allí por Halloween, cuando la casa de Isolina se llenaba de calabazas decoradas y siempre tenía caramelos y chocolatinas para repartir entre los críos, fueran o no disfrazados. Se le escapó algo parecido a una risa al recordar que, entre los niños, corría el rumor de que era una bruja. Ya se sabe: vieja, sola y siempre con algún gato merodeando. Algunos decían que seguro que sacrificaba animales allí, para que crecieran las calabazas.
Subió los tres escalones de hormigón y llegó al dintel de la puerta. Inspiró hondo y espiró con fuerza por la nariz. Aquello era de las cosas más difíciles que había tenido que hacer desde que era policía. Había insistido mucho en ser él quien fuera a hablar con ella. La pobre mujer había pasado mucho en la vida, y aquella época, ahora tan lejana, había sido muy dura; seguro que agradecía que le diera la noticia una cara conocida. De ahí, también, que el agente hubiera acudido a la casa vestido de paisano.
Levantó el puño y sus nudillos se estrellaron delicadamente contra la puerta de madera blanca tres veces. Esperó.
—¿Quién? —musitó una voz dulce y cándida desde el interior.
—Soy yo, Isolina.
Se oyó un cerrojo girando a golpe de llave, la puerta se abrió y un rostro iluminado por una sonrisa amplia, adornado con dos ojos negros y brillantes que asomaban bajo un cardado blanco, se dejó ver a la luz de la tarde.
—¡Luisín, hijo! ¡Qué alegría verte!
—Buenas tardes, Isolina —respondió, muy educadamente, el policía—. ¿Cómo está?
—¡Bien, hijo, bien! —La mujer se acercó, estiró hacia arriba dos brazos pálidos y gelatinosos para alcanzar la cara del hombre y, tirando de ella hacia abajo, le estalló dos besos, uno en cada mejilla. Luego abrió del todo la puerta e hizo un gesto para invitarlo a entrar—. ¡Pasa, anda, pasa! —Luis se limpió las suelas y entró, mientras ella se giraba y echaba de nuevo el cerrojo—. ¿Quieres un café?
—No, Isolina, muchas gracias —dijo él, siguiendo a la anciana hacia la sala de estar—. No la quiero molestar.
—No seas bobo, anda, Luisín. Si ya me dijo tu güela que ibas a venir. Lo tengo recién hecho. ¡Y tengo pastel de calabaza, también! ¡De les mis calabaces! ¡Del mi huerto! No me lo irás a rechazar, ¿no?
Quién le habría mandado a él decirle nada a su abuela. Parecía mentira, a estas alturas, que hubiera creído que se iba a aguantar callada. Se suponía que Isolina no tenía que saber nada hasta que él llegara. Esperaba que no le hubiera dicho nada más. El tema era demasiado delicado como para soltarlo alegremente en la cola de la panadería. Una cosa era saltarse un poco el protocolo, y otra… Luis se limitó a sonreír y hacer como si el comentario no hubiera tenido la más mínima importancia.
—Hombre, Isolina, si hay pastel de calabaza no puedo decir que no.
—¿Ves, como lo sabía yo? —se regodeó ella, satisfecha—. Si es que a ti y a los tus amigos siempre os ha encantado el mi pastel. Sobre todo a aquel que era tan rubio… ¿Cómo se llamaba?
—¿Juanucu? —preguntó él en respuesta, un tanto nostálgico.
Juanucu era uno de los niños de la pandilla, uno de los mayores. Había fallecido muy joven, en su primer año de instituto, no mucho después de empezar las clases. Lo habían encontrado inconsciente una noche, en una carretera. Murió al poco de llegar al hospital. Había sido un golpe durísimo para todos.
—Esi, Juan. Ay, qué penina tan grande… —dijo ella—. A esi le encantaban les mis calabaces… Por cierto, ¿has visto qué guapas están ya?
—Sí, sí, las vi al entrar. ¡Están enormes!
—¿Verdad que sí? Ya es época de cosecha. Están riquísimas —apostilló Isolina—. Ya verás qué bueno el pastel.
El agente se sentó en el sofá y la funda de plástico floreada gimió bajo su peso, mientras la anciana se perdía, dando pasitos silenciosos en zapatillas, pasillo adelante, en dirección a la cocina. Dejó el móvil y las llaves sobre la mesa, y oyó a Isolina trastear y poner en marcha la cafetera: era obvio que le había mentido cuando dijo que el café estaba recién hecho, pero no la culpaba por ello; las señoras son así, su abuela también era dada a contar esas mentirijillas en pos de tener compañía.
Luis echó un vistazo alrededor y vio, sobre el aparador, una foto enmarcada de su primera comunión. Junto a la suya estaban las de otros niños del barrio, todos vecinos. Isolina no había tenido familia propia. A menudo, le había contado su abuela, se había lamentado por ello. Tal vez por eso siempre había sido tan buena y cariñosa con todos los críos de por allí. Y todo el mundo la quería de vuelta. Era imposible no quererla, porque todos conocían la historia de aquella buena mujer.
Isolina siempre había vivido en Lada. Había nacido en la parroquia de San Miguel, cuando se casó su marido y ella se fueron a una casa en la Nisal y, cuando había pasado lo de su marido, había bajado a vivir al barrio del Ponticu, que le pillaba más cerca de la calle de las tiendas y las casitas, aunque todas tenían su parcela de terreno, no eran esas casonas de enormes fincas ganaderas, sino que eran más pequeñas y estaban más pegadas entre sí. Hacían más barrio, más vecindad, le parecía a ella. Su patio lindaba con el de la vecina, y ese con el siguiente, y ese con el siguiente… Y vivir en compañía, aunque fuera muro mediante, era más amable que vivir sola en el monte.
Lo de su marido había sido terrible. Probablemente una de las cosas más escabrosas que jamás sucedió allí, al menos que se supiera. Luis ni siquiera había nacido por entonces. Aquello había ocurrido a finales de los años setenta —tendría Isolina cerca de cuarenta—, pero no había en todo Lada, tal vez en toda la cuenca del río Nalón, una sola alma que no hubiera escuchado la historia. El marido de Isolina, Miguelón, era, por lo visto, un grandísimo cabrón, avaro y liante, que no se llevaba bien con nadie. Tenía una pelea particular con Isidro, su vecino de finca en la Nisal. Una de esas disputas interminables sobre dónde acababa la propiedad de uno y empezaba la del otro. El marido de Isolina sostenía que su vecino le había “robado” dos metros de largo al poner la valla y que se los tenía que pagar, y el vecino lo negaba. Le había amenazado varias veces —y eran muchos los parroquianos del bar donde bebían los mineros que lo habían oído— con que el día menos pensado le arrancaría un diente de oro que tenía para cobrarse la tierra. Un día, estando los dos muy borrachos, se encontraron en la finca, la cosa se les había ido de las manos y Miguelón había matado a su vecino. Le había destrozado la cabeza a golpes con una pala, usó unos alicates para cumplir su promesa de arrancarle el diente de oro y había enterrado el cadáver en el huerto. Se había dado a la fuga en el momento. Había sido la propia Isolina quien dio el aviso a la Guardia Civil. Se dio cuenta de que pasaba algo al ver la tierra, donde tenía las calabazas, toda revuelta, y cuando había ido a mirar encontró el cuerpo de su vecino.
Pobre Isolina. El pueblo entero se había volcado en ayudarla. Aquel malnacido se había fugado sin pensar en qué sería de su mujer, si no entraba un sueldo en casa. La había dejado sin nada. Durante semanas, solo podía llorar. La consolaba, decía, pensar que al menos el vecino no había dejado familia que lo llorase. Qué grandísima pena… Como un año después, la mujer se había ido a vivir allí, a su casa del Ponticu, y vivía sola desde entonces. Siempre decía que con el cariño de sus vecinas le era suficiente. Si no hubiera sido por ellas, probablemente, se habría visto en la calle.
Isolina volvió al salón con una gran bandeja de plástico, una de publicidad de un refresco de naranja. La posó sobre la mesa, retiró el móvil y las llaves de Luis y las dejó sobre el aparador, junto a la foto de la primera comunión. En la bandeja había dos tazas de café solo, una jarrita con leche caliente, un pequeño azucarero y un precioso pastel de calabaza, del que la mujer partió un gran pedazo para su invitado. Se sentó en el sillón frente al sofá e invitó a Luis a servirse. El policía se sirvió dos cucharaditas de azúcar mientras la anciana añadía al suyo solo una gotita de leche.
—Ya verás qué rico el pastel —dijo ella, dando un sorbito a su café.
—¿Usted no come, Isolina?
La anciana sonrió.
—Sí, un pedacito pequeño —respondió, partiendo un trozo y dándole un mordisco—. A mí después de hacerlo no me apetece mucho —explicó—, me quedo como empachada de tanto cocinar.
Luis se acercó el pastel a la nariz y olfateó con gusto. Olía fuerte y dulzón. Le dio un bocado y lo dejó otra vez en el plato.
—Está delicioso, Isolina —dijo, probando también el café—.
—El secreto es el anís. Le pongo un buen chorro de anís después de hornearlo, ¿sabes? Para que quede jugoso.
—Se nota, se nota —respondió el agente, tosiendo ligeramente—. Bueno, no sé si sabe por qué estoy aquí.
—Cuéntame, Luisín. ¿Qué pasa?
—Bueno, me imagino que habrá oído que hace poco compraron su casa, bueno, la que había sido su casa, en la Nisal. Unos que vienen de Madrid, una pareja joven.
—Sí… —murmuró la mujer, con voz apesadumbrada—. Sí, algo oí.
—Bueno, Isolina, me cuesta mucho contarle esto. La cuestión es que… estaban haciendo obras y… han encontrado algo. —Luis carraspeó.
—¿Algo? —dijo ella, dando otro sorbito a su café—. ¿Qué han encontrado? —preguntó, sin entender.
—Isolina, verá, han… Han encontrado un cadáver.
La cara de la mujer palideció y mutó en una mueca indescifrable. Luis se dio cuenta enseguida de que aquella noticia, además de remover recuerdos dolorosos, debía suponer un quiebro absoluto en los esquemas de la anciana.
—¿Un cadáver? —preguntó ella, al fin, con voz temblorosa y expresión de horror—. ¿Cómo que han encontrado un cadáver?
—Sí, han encontrado un cuerpo. Hace un par de días fueron los de la científica y la cuestión es, Isolina, que… El cuerpo que han encontrado tiene un diente de oro. Creemos que es el de Isidro Tuñón, vuestro vecino.
—Pero… Pero eso no puede ser —acertó a decir ella, soltando de golpe y entre temblores de mano su taza de café en la bandeja.
—Esa es la cuestión, Isolina. Si el cuerpo que acaban de desenterrar es el de vuestro vecino, entonces… —El agente se inclinó hacia delante y miró a la mujer a los ojos—. ¿De quién era el cadáver que usted encontró en las calabazas?
El próximo lunes, capítulo 2/4. Foto: Joshua Slate