Relatos

Calabazas. Capítulo II

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Ese borracho malnacido la tenía hasta el mismísimo coño. Que no sabía dónde estaba el dinero, decía. ¡Ja! Y una mierda. Como si ella fuera tonta. Como si no supiera que se lo gastaba todo en vino antes de llegar a casa el día de paga. Maldito miserable, sinvergüenza impresentable. Y todavía se atrevía a gritarle a ella, ¡a ella!, cuando a finales de mes tenían que subsistir comiendo sopas de ajo porque no había para más. Le traía más a cuenta ser viuda y cobrar la pensión de la mina que seguir aguantando a aquel imbécil. Total, ¿quién lo iba a echar de menos? Su padre faltaba desde hacía veinte años, su madre se había ido hacía ya dos y en el pueblo nadie lo soportaba. Normal, siempre a la gresca con todo el mundo. ¡Hasta con Isidro, que era un bendito! Isidro, que había puesto la valla entre las dos parcelas porque se lo había pedido ella en secreto, harta de tener que ir a buscar a su marido, borracho y desorientado, monte abajo, a la finca del vecino. Y todavía el muy idiota se empeñaba en encararse a él y reclamarle dinero. E Isidro, el muy bobo, aguantando ahí sus gritos por guardarle a ella el secreto. Con estúpido parásito se había casado.

Uno de los gatos pasó por encima de la mesa y sacó a Isolina de sus pensamientos, en los que se había ensimismado mientras miraba el paquete de azúcar sobre la mesa. El azúcar era una de esas cosas que Isolina procuraba no desperdiciar en su casa; no era barato y el borracho de Miguelón traía a casa solo medio sueldo, pero el muy zopenco no quería tomar el café sin azúcar, así que todos los meses compraba a granel una bolsa mediana, lo justo para los cafés de él y cocinar alguna que otra cosa. Pero al volver a casa del economato había tenido un pequeño accidente con la compra, y ahora la mujer no sabía qué hacer. La bolsa de azúcar estaba empapada. Isolina había creído que se echaría a perder, pero no. Allí, en la mesa, al sol junto a la ventana, el azúcar iba secándose poco a poco, aparentemente intacto. Isolina estuvo un buen rato mirando el azúcar, preguntándose si se podría utilizar aún. Decidió dejar el paquete de azúcar en el poyete de la ventana para que le diera el aire, a ver qué pasaba, y no le dio más vueltas.

Fue solo dos días después, cuando se acabó el azúcar que había quedado del mes anterior. Isolina recogió la primera calabaza del huerto y, como era su costumbre, la llevó a la cocina para hacer un pastel que les duraría las meriendas de una semana entera. Echó mano del paquete de azúcar que había dejado en el alféizar. Parecía estar en perfecto estado, pero de ninguna manera iba a arriesgarse a utilizar ese azúcar en su queridísimo pastel. Aunque para el café de Miguel… Bueno, pensó, en el peor de los casos, Miguelón enfermaría. Con suerte, lo encamaba un par de días y no tendría que aguantarlo. Le dio más lástima por el pastel: tuvo que hacerlo sin azúcar y, cuando lo probó, se dio cuenta de que no era lo mismo. Aunque se le ocurrió que, a lo mejor, podía arreglarlo un poco mojando la base de bizcocho en anís, así que fue al hueco detrás del armario, donde su marido creía que conseguía esconderle las botellas a su mujer, y se llevó una botella de Chinchón. Resultó ser un gran acierto.

Miguelón llegó esa tarde a casa cuando ya le había dado tiempo a coger una buena borrachera, aunque todavía no la había posado del todo cuando se repantingó en el sillón y exigió su café. Isolina puso en la mesa la bandeja con dos tazas de café, el azucarero, una jarrita con leche caliente y un pastel de calabaza. El primero de la temporada. El hombre se echó tres, cuatro, cinco cucharadas de azúcar en el café, mientras su mujer solo agregaba al suyo un poquito de leche. Cuando Miguel probó el pastel protestó un poco. Que sabía “raro”, decía. Su mujer se limitó a explicarle que, en lugar de usar azúcar, lo había endulzado con anís.

Ambos comieron con calma y, conforme avanzaba la merienda, Miguelón empezó a recolocarse, incómodo, en su sillón.

—Miguel, ¿estás bien? —preguntó Isolina. El hombre, recolocándose una y otra vez en el asiento, se limitó a resoplar—. Estás sudando, Miguel. ¿Qué te pasa?

—¿Callarás? —bufó.

Isolina bebió de su café mirando con desdén hacia la ventana. Miguelón se metió en la boca el último trozo de pastel y apuró el poso de su café. Se inclinó hacia atrás y se estiró cuanto pudo. Sacó un pañuelo de tela del bolsillo de su camisa y se secó el sudor de la frente. Resollaba, como si acabara de subir corriendo veinte pisos de escaleras, y su piel empezó a cobrar un enfermizo tono amarillento. Se llevó la mano al pecho, al estómago, al cuello y otra vez al pecho. Empezó a doblarse y miró a su mujer, ya temblando por completo, mientras su cuerpo se inclinaba hacia un lado, sin fuerza.

—¡Miguel! —exhaló ella, dejando repentinamente su café en la mesita y acudiendo a sostener a su marido—. ¡Miguel, ¿qué te pasa?!

Jadeante, los labios del hombre empezaron a balbucear:

—Médico —gorgoteaba— Llama…

La mujer dejó a su marido en el sillón y corrió hacia el teléfono. Lo descolgó de la pared, empezó a marcar y se giró hacia su marido. Lo que vio la petrificó antes de marcar el último número: absolutamente pálido, encogido sobre mí mismo por el dolor, los labios se le dibujaban morados en la cara raída y encogida en una mueca desesperada, mientras estiraba un brazo y lanzaba a su mujer una mirada que clamaba súplicas de socorro.

Isolina tardó solo un parpadeo en tomar una decisión. Se dio la vuelta de nuevo y colgó el teléfono. Oyó a su marido gruñir y luego un fuerte golpe seco. Ladeó ligeramente la cabeza, y miró de reojo a su marido, tirado en el suelo, intentando arrastrarse hacia ella. Consiguió apenas avanzar unos centímetros antes de que la cabeza cayera desplomada. Isolina se giró del todo para mirarlo de frente. El orondo cuerpo estuvo aún un rato, tal vez un par de minutos, convulsionando como solo convulsiona quien está mirando a la muerte a la cara, dejando caer sus obscenas babas sobre la alfombra; buscando clemencia, acaso piedad, con la mirada, con aquellos ojos azules empañados de pura incredulidad ante la expresión de acero de su mujer, que lo vio morir. Que lo contempló, mientras moría. Que sonrió, viéndolo apagarse ahogado de dolor y miedo.

A la mujer le llevó más de una hora arrastrar el cuerpo hasta afuera y empujarlo en el medio hoyo, a todas luces insuficiente, que había hecho en el huerto. A lo mejor no lo había pensado bien; había actuado por impulso dejando morir a su marido y, de alguna manera, sabía que ella era la causante. ¿Y si investigaban y lo descubrían? Si, no había sido premeditado… pero lo había hecho, y ahora tenía que resolver aquello. Eran más de las siete de la tarde, y no tendría luz mucho tiempo más. Echó un ojo alrededor, estudiando su propiedad, barajando opciones. Pensó rápido, y de verdad que sentía algo parecido a la pena, pero la adrenalina le recorría el cuerpo como nunca lo había sentido antes en su anodina vida de esposa de aquel hombrecillo insignificante, y actuó. No podía hacer otra cosa.

Dejó a su marido allí, en el huerto junto al muro, a medio tapar con una manta. Después cogió la pala, bordeó la casa, apoyó la pala junto al pozo que estaba unos metros más allá, en el muro opuesto al huerto, y corrió hacia la finca de su vecino.

—¡Isidro! —gritó al llegar a la valla— ¡Isidro! ¡Isidro, socorro!

Enseguida vio prenderse la luz de fuera de la casa, y a su vecino asomando tras la puerta, alarmado.

—¿Qué pasó, Isolina? —gritó en respuesta, claramente preocupado. Isidro le tenía un gran cariño a su vecina, una de las mujeres más buenas del pueblo.

—¡Ay, Isidro! ¡Miguelón! —clamó—. ¡Miguelón, Isidro, que cayó al pozo!

Isolina corrió, visiblemente desesperada, guiando a su vecino hasta el pozo, seco desde hacía al menos cinco años. Ambos se asomaron al borde. Quince metros por debajo de ellos, la piedra era lentamente sustituida por una absoluta oscuridad. Isidro llamó:

—¡Miguel! ¡Miguel!

—Ay, Isidro, que ya no contesta.

—¿Antes hablaba?

—Sí, sí. Yo estaba trabajando allí en el huerto —sollozó— y lo oí llamar cuando cayó. Vine corriendo y lo oí pedir ayuda y fui a buscarte.

—¡Miguel! —llamó de nuevo Isidro—. ¡Miguel! —gritó, asomándose a la oscuridad— ¡Mig…!

Y la oscuridad del pozo lo atrajo hacia sí. Isolina se quedó de pie, con la pala en la mano, tras golpear a su vecino en la cabeza y hacerlo caer. Por segunda vez esa tarde, oyó el sonido de un cuerpo al chocar contra su final. Respiró hondo, y sonrió.

—¿Isidro? —preguntó gentilmente, desde el borde del pozo—. ¿Isidro? —repitió, con una voz musical.

La piedra le devolvió silencio.

Pobre Isidro… Si tan solo hubiera tenido el pelo de otro color, o hubiera estado más delgado… Pero tuvo la mala suerte de ser razonablemente parecido al marido de Isolina. Qué gran error.

Los detalles eran importantes, y procuró ser minuciosa. Fue mucho trabajo. Lo primero que hizo, y mentiría si dijera que no sintió cierto regocijo al hacerlo, fue utilizar unos alicates para arrancarle al cuerpo de su marido un diente ahí donde su vecino tenía la pieza de oro, y con las mismas lo llevó al pozo y lo lanzó al fondo. Después, acarreó tierra desde el huerto hasta el pozo que, aunque profundo, era bastante estrecho. Paleó tierra hasta que, calculó, el cuerpo de Isidro debía estar bien cubierto. Y luego paleó un poco más, por si acaso. Si alguien miraba algún día hacia allí, solo vería tierra en un pozo seco, húmeda y enfangada por la lluvia de octubre.

Fue a casa de su vecino que, por supuesto, había dejado la puerta abierta. Isolina pateó y destrozó la hierba frente a la entrada y luego abrió y cerró la puerta con fuerza, a golpes, hasta que reventó la cerradura. Después fue al armario de Isidro, cogió ropa y fue, con determinación y no con poco esfuerzo, a vestir con ella el cadáver de Miguelón. Ella misma esperaba sentir asco, una pequeña aversión al menos, pero no fue así: no sintió nada cuando cogió la pala y destrozó la cabeza de su marido a golpes, hasta dejarlo irreconocible, convirtiendo su cara en una masa repugnante de carne y huesos. Revolvió la tierra hasta dejarlo medianamente oculto.

Luego llevó la ropa que le había quitado al cadáver al cubo junto a la pila y la mezcló con el resto de la ropa de Miguel. Nadie repararía en la tierra entre aquel montón de ropa llena de carbón de la mina. Solo era ropa sucia. La ropa negra de un minero.

Entró en su casa y resopló con fastidio. Uno de los gatos estaba lamiendo el suelo donde Miguelón había dejado caer sus sucias babas. Cogió un poco de agua y jabón y un cepillo de cerdas duras y frotó la alfombra de pelo corto hasta que estuvo segura de que no quedaban restos de los últimos esputos de su marido. Limpió el salón. Se lavó las manos en profundidad. Se dio un baño. Recogió la bandeja de la merienda. Dobló cuidadosamente su delantal en el respaldo de una silla de la cocina. Puso garbanzos a remojar y un buen trozo de tocino a desalar para la comida de su marido del día siguiente. Colocó sus zapatillas amorosamente junto a la cama. Sonrió mirando al techo de su dormitorio, tumbada en la cama, saboreando cómo la adrenalina poco a poco abandonaba su cuerpo. Durmió, plácidamente, la noche entera.

A la mañana siguiente, Isolina se levantó, se vistió con total normalidad, exactamente igual que cada día. Puso los garbanzos a cocer, se tomó un café y, caminando animada hasta el salón, llamó a la Guardia Civil.

Fue terrible. Isolina no podía dejar de llorar. Ella se había acostado temprano y él no había llegado aún. No era raro que volviera tarde; pensó que se habría quedado bebiendo en el bar, aunque al levantarse le había parecido que su marido no había vuelto en toda la noche. Entonces empezó a hacer el día pues, normal, como todos, y cuando había salido para ir a comprar había visto la tierra del huerto toda revuelta, se había acercado a mirar y… Bueno, terrible.

¡Pobre Isidro!

Todo el mundo sabía que Miguelón se la tenía jurada. Isolina no había oído nada en toda la noche. La Guardia Civil echó un vistazo a la casa de Isolina y a la de Isidro, e hicieron una reconstrucción rápida y totalmente certera de los hechos: Miguelón había estado bebiendo; el dueño del bar dijo que todavía estaba borracho cuando se fue. Dedujeron que había ido directo a por su vecino, porque había claros signos de pelea en la casa de Isidro. Era evidente, por el estado del cuerpo, que Miguelón había matado a palazos a aquel pobre hombre. En su huida, había dejado incluso la pala junto al cadáver, después de medio enterrarlo en el huerto, donde la tierra era más blanda y le costaría menos cavar. Era obvio también que Miguel había esperado a que su mujer estuviera dormida para llevar hasta allí el cadáver, sabiendo que Isolina, la buena mujer, lo delataría de inmediato. El muy cabrón hasta le había arrancado el diente de oro a Isidro antes de darse a la fuga. Si por lo menos se hubiera muerto, pensaron los agentes, a Isolina le habría quedado una paga de viuda. Pero el muy mamón se había ido, y la había dejado sin nada. Estaba desconsolada. No dejaba de llorar.

—Pobre Isidro… —lloraba ella—. Ay, Isidrín… Con lo bueno que era… Qué tristeza tan grande, Dios mío, qué tristeza. Pobre Isidro…

Los vecinos y, sobre todo, las vecinas se volcaron en ayudar a Isolina. Con dinero, con comida, con favores.

Miguelón estuvo muchos años en busca y captura por asesinato. Nunca apareció.

Un año después de que Miguel matara a Isidro, Isolina abandonó su casa para irse a vivir al barrio del Ponticu, más cerca de la gente. Lo último que hizo Isolina antes de irse de su finca fue echar un último vistazo a su huerto.

«Hay que ver —pensó— qué bonitas están este año las calabazas».

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Calabazas, capítulo 1.
Cada lunes, un nuevo capítulo.
Foto: Kelsie Cabeceiras.
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