Relatos

Calabazas. Capítulo III

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A Juanucu el instituto le venía un poco grande. Él estaba acostumbrado a ser el mayor de su pandilla en Lada, en su barrio del Ponticu, en la que había hasta nenos que tenían solo siete años. Pero él, que cumpliría catorce en diciembre, era de los más pequeños del instituto en La Felguera, el pueblo de al lado. Todo se le hacía enorme, allí.

A mediados de octubre llevaban ya un mes de clases y él seguía estando solo a la entrada, a la salida y durante los recreos. Que no es que tuviera nada de malo, estar solo, pero no era lo que él quería. Él quería estar con gente, hacer nuevos amigos, sentir un poco que pertenecía a aquel lugar. Su suerte pareció cambiar el día que, en clase de Cultura, la profesora decidió hablar sobre el Día de todos los santos, el Halloween americano y el Samaín celta, que se había celebrado en algunas zonas rurales de Asturias incluso ya bien entrado el siglo XX. La clase, distendida y divertida, fue derivando de alguna manera en los rituales paganos que todavía perviven entre personas creyentes en algún tipo de magia. Círculos de sal, velas de colores, maldiciones con sapos, sacrificio de gallos… Esas cosas.

En un punto, la profesora hizo la pregunta que, sin saberlo, cambiaría el rumbo del futuro de Juanucu:

—Es muy posible que en vuestro entorno haya por lo menos una persona que cree y practica este tipo de cosas, aunque no lo sepáis. ¿Qué decís? ¿Conocéis a alguien?

Y Juan levantó la mano.

—Bueno, en mi barrio hay una vecina… —Hizo una pausa, dudando de lo que iba a decir.

—¿Sí? —lo animó la profesora.

—A ver, es una señora muy maja.

—Esas son las peores —interrumpió, entre risas, un compañero.

—Que sí, de verdad que es muy maja, es de las personas más buenas de Lada, pero es que…

—Es que, ¿qué, Juan? —se impacientó la profesora.

—Bueno, lo típico: tiene como fama de ser una bruja.

—¿Y eso por qué? —Quiso saber la profesora.

—Porque… A ver, vive sola, tiene un montón de gatos… Y tiene un huerto de calabazas, y siempre crecen muchísimas y muy grandes.

Las carcajadas de toda la clase retumbaron en el aula y en el pecho de Juanucu. La profesora se limitó a sonreír.

—¿Y por eso es una bruja? ¿Porque se le da bien cultivar calabazas?

—No, a ver, lo que se dice es que sacrifica animales en el huerto, y que seguro que lo tiene lleno de cráneos de gato y cosas así.

Las risas de la clase se apagaron. La profesora entornó la cabeza en un gesto de aprobación, y le dio la palabra a otra compañera.

Al salir de clase, ese mediodía, dos chicos se acercaron a Juanucu con curiosidad.

—¿Y tú has visto los cráneos alguna vez? —preguntó uno de ellos.

—No —reconoció Juan—. No, no, qué va. No los ha visto nadie.

—Bah —resopló el otro chico—, seguro que es todo mentira. Menuda tontería.

Los dos amigos apretaron el paso, alejándose de Juan que, en un impulso desesperado por retener a los chicos, gritó:

—¡Pero sí que es verdad! —Los chicos pararon y se giraron para mirar a Juan—. A veces, por la noche, se oyen animales chillando en su casa. Y siempre hay gatos por allí que de repente desaparecen… —y añadió, en tono acusador—: Misteriosamente.

En su cabeza, Juan se convenció de que no le quedaba más remedio que aceptar el reto que le lanzaron aquellos dos chavales. De todas formas, era una tontería y así, quizás, podría por fin tener amigos en aquel lugar; un pequeño grupo para no tener que seguir estando solo.

Le sabía mal, eso sí, por Isolina, porque era una buenísima mujer y no se merecía aquel atropello. Ninguno: ni que hubiera hablado así de ella, ni que fuera a colarse en su casa, por la noche, en busca de cráneos de gato. Aunque confiaba en que hubiera alguno porque, bueno, no creía que Isolina se dedicara a sacrificar animales, pero había tenido muchos gatos y, en fin, en alguna parte los tenía que enterrar, ¿no?

Los dos chicos esperaron escondidos tras una tapia frente a la entrada principal de la mujer mientras Juanucu se colaba en el jardín, saltando la portilla verde.  Si conseguía encontrar huesos, del animal que fuera, volvería triunfal. Y, si no, al menos lo habría intentado valientemente.

Eran más de las diez de la noche, y dentro de la casa no había luz. Juan se deslizó en silencio hacia el lateral de la casa, se puso de rodillas, y empezó a tantear con las manos el suelo del huerto, apartando tierra ahí donde palpaba algo interesante, excavando con algo más de ahínco, en completo silencio, cuando le parecía tocar alguna cosa un poco más sólida.

Desde donde estaban los dos chicos, la figura de Juanucu se veía pálida, como un fantasma anaranjado bajo las luces de sodio, moviéndose por el huerto de puntillas, casi flotando sobre las calabazas. Llevaba allí un buen rato cuando empezó a hacerles señas, en aparente gesto de triunfo. Los chicos aguzaron la vista y lo vieron apartar la tierra con afán, al tiempo que una luz, al otro lado de la casa, se encendía y la puerta se abría, revelando a una mujer que, en bata y zapatillas, salía al exterior con gesto de preocupación.

Los chicos ni siquiera intentaron advertir a Juanucu; se fueron en silencio y tan deprisa como pudieron. En el fondo, aquel paleto y su vecina les daban completamente igual.

Juan terminó de desenterrar el cráneo que había encontrado y se encontró mirando dos cuencas vacías que parecían devolverle la mirada desde el mismo infierno, atrapándolo al punto de que no oyó acercarse unos pasos suaves, haciéndolo saltar de puro terror cuando la voz habló:

—¿Juan? Juan, ¿eres tú? —preguntó, amable, Isolina—. Pero ¿qué haces aquí, hijo? ¡Si mira qué hora es!

Juanucu miró a su vecina como si estuviera mirando al mismísimo demonio a la cara, sin saber qué decir.

—Es que… Es que… —acertó, únicamente, a balbucear.

—No me lo digas —sonrió ella—. Quieres una calabaza, ¿a que sí?

Juan emitió un suspiro aliviado y asintió, sonriendo.

—Es que ya sabe usted que me gusta mucho el pastel, Isolina…

—Anda, bobo, anda… Ven —lo invitó la mujer, haciéndole un gesto cariñoso para invitarlo a entrar en su casa—. Justo esta tarde he hecho uno. Iba a ser para merendar mañana, pero qué más da, vamos a probar un trocín, a ver qué tal quedó.

Juan se incorporó y siguió a Isolina al interior de la casa.

—Un trocín —dijo ella partiendo el pastel mientras Juanucu se sentaba en una silla de la cocina— y mientras te lo comes llamo a tu madre para decirle que vas enseguida, ¿sí?

Juan asintió y cogió el pastel que la mujer posaba sobre la mesa.

—Venga, come —dijo ella—. Te voy a hacer también un Colacao para que empujes, ¿vale?

Isolina puso sobre la mesa un vaso lleno de leche, añadió cacao en polvo y una cucharada de azúcar.

—No quiero azúcar, Isolina, gracias.

—No seas tonto, que con azúcar está más rico —dijo, añadiendo otra cucharada.

—Es que no me gusta, de verdad… —insistió Juan.

—Que sí, hombre, ya verás qué bueno. —Y añadió una cucharada más. Luego revolvió bien con la cucharilla, le dio el vaso al chico y se fue al salón.

Juan la oyó descolgar el teléfono y empezar a hablar con su madre.

—Sí, Minerva —decía—, no te preocupes. Le he dado un trocín de pastel. Enseguida te lo mando para allá.

Le dio otro mordisco al pastel y bebió un sorbo de Colacao, pero estaba terriblemente dulce y lo apartó. Isolina volvió a la cocina y se sentó junto a él.

—¿Está rico? —preguntó.

—Riquísimo, Isolina.

La mujer miró el vaso, todavía lleno.

—Y el Colacao ¿no te lo tomas?

—Es que está muy dulce, Isolina, lo siento… —dijo Juan, dando otro buen bocado al pastel, deseando terminarlo para poder irse—. Está muy dulce.

—Pero no digas bobadas, Juan, anda —insistió ella—. ¿Cómo va a estar muy dulce? Tómatelo.

Juan hizo un esfuerzo y dio dos sorbos más del Colacao, y rápido otro mordisco del pastel para intentar disimular el espantoso sabor de aquel cacao demasiado azucarado.

—¿A que está muy bueno? —repitió Isolina.

Juan asintió, con la boca llena, empezando a notarse mareado, comiendo ansioso su último pedazo de pastel para poder irse a casa. Cuando terminó de masticar se levantó.

—Muchas gracias, Isolina. Me voy a casa ya.

—Termínate el Colacao —ordenó ella.

Juan dudó un momento. Cogió el vaso, dio otro par de sorbos y lo volvió a posar en la mesa.

—No quiero más, Isolina, gracias. Además, mi madre me está esperando…

Isolina sonrió con una mueca parecida a la malicia.

—Estás siendo muy maleducado, Juan. Tu madre se va a llevar un disgusto cuando le cuente cómo te estás portando. Encima de colarte en mi jardín, ¿me vas a rechazar esto?

—Isolina, que no quiero más, de verdad… —Juan se sentía mareado y empezaba a temblar, tenía la rara sensación de que iba a desmayarse. Tal vez fueran los nervios. Quería irse ya.

Isolina se puso en pie dando un golpe en la mesa.

—Que te lo tomes, Juan —dijo, gravemente—. ¡Tómatelo!

Juan empezó a rodear la mesa, en dirección a la puerta de la cocina. Isolina la rodeó en dirección contraria y se plantó frente a él, agarrándole la cara con brusquedad mientras con la otra mano cogía el vaso de la mesa.

—¡Que te lo tomes!

—¡Déjame! —chilló el chico, y echó a correr hacia la puerta.

Isolina dejó otra vez el vaso en la mesa y echó a andar detrás del chico, que avanzaba tambaleándose por el pasillo, como si estuviera borracho, dando tumbos contra las paredes. Juan llegó a la entrada, abrió la puerta y cayó rodando los tres escalones que tenía frente a él. Se incorporó a duras penas, sintiéndose enfermo, mareado, con la extraña sensación de estar viendo pasar el mundo como si fuera una película y él estuviera en el interior de una burbuja donde el tiempo transcurría de otra forma. Avanzó trabajosamente hacia la portezuela verde. Sus piernas se movían a cámara lenta, pesadas como bloques de cemento, como sacos de arena. Al llegar a la portilla echó mano del cierre y miró hacia atrás brevemente, lo justo para alcanzar a ver a Isolina, de pie, en la puerta de la casa. Se peleó con el pestillo hasta que consiguió correrlo, la puerta se abrió chirriando y el chico tiró de ella con dificultad. Cuando consiguió abrirla lo suficiente, se apoyó en el muro de piedra para salir del jardín y dio dos pasos hacia adelante. Levantó la cabeza para mirar a la tapia, tras la que esperaba ver a sus dos compañeros de clase para pedir ayuda. No los vio. Tornar sus ojos en un gesto de tristeza fue lo último que hizo antes de caer, redondo y sin sentido, en mitad de la carretera

Isolina sonrió con satisfacción. Estaba dispuesta para salir a recoger su trofeo, pero entonces las luces de un coche aparecieron por el final de la calle. Se metió dentro de casa, cerró la puerta y apagó todas las luces. Aquellas cosas la sacaban de sus casillas. No le gustaban las prisas y, desde luego, prefería no tener que improvisar. La improvisación, pensaba ella, era la primera llamada a la mala suerte. Como si tal cosa, dejó el pastel sobre la encimera de la cocina y guardó el azucarero en el armario. Después cogió el vaso de Colacao, que tenía algo menos de la mitad, lo dejó caer al suelo y, todavía a oscuras, moviéndose rápido, recogió los cristales y pasó la fregona, como si hubiera sido un simple accidente.

Salió en silencio por la puerta de atrás y, calzándose las madreñas que siempre tenía en el poyete junto a la puerta, se dirigió al huerto, donde el agujero que había hecho aquel indeseable podría delatar que había estado allí. Oía fuera, al otro lado de la casa, en la carretera, las voces de dos hombres.

—¡Guaje! —Oyó decir a uno de ellos—. ¡Guaje, despierta!

Isolina dio un par de patadas para tirar algo de tierra sobre el agujero, agarró una calabaza grande cercana con cuidado de no soltarla de su tallo y la posó encima. Luego, en completo silencio, volvió a la puerta trasera, dejó las madreñas de vuelta en el poyete, entró en casa, se metió en la cama y esperó.

Solo unos minutos después, un hombre llamó a su puerta. Lo reconoció: era Tino, el carnicero.

—Hola, Isolina —le dijo—. Perdona, te he sacado de la cama, ¿verdad?

—Sí, sí… —dijo ella, soñolienta—. No pasa nada, Tino, no te preocupes. ¿Qué pasó?

—Isolina, hay un guaje ahí tirado.

La mujer se asomó, asustada, por un lado del carnicero.

—¿Quién es? ¿Qué pasó? —preguntó, preocupada.

—No sé, Isolina. Llegamos Carlos y yo y lo encontramos ahí. No despierta.

—Pero… —indagó ella, angustiada—. Pero está…

—No, no, está vivo. Respira —aclaró él—. Perdona, Isolina, ¿te da más si entro a llamar a la ambulancia?

—¡No, hijo, no! ¡Claro que no! —sollozó la mujer—. Pasa, pasa. El teléfono está ahí, en la salita.

—Gracias, Isolina —Tino entró—. El chaval no sé quién es. Me suena del barrio, pero no caigo.

Mientras el hombre entraba a llamar a una ambulancia, Isolina salió de casa y se acercó adonde estaba Carlos, el hermano de Tino, que esperaba junto al cuerpo del chico. Cuando acertó a verle la cara, Isolina se llevó las manos a la boca en un gesto de disgusto.

—¡Ay! —gritó—. ¡Ay, si ye Juan! ¡El mayor de Minerva, la de la barriada de San Pedro! ¡Ay, Juanucu! ¡Juanucu, fíu! —lloró la mujer, inclinándose sobre el chaval—. ¡Juan, despierta!

La ambulancia tardó más de media hora en llegar desde el Hospital de Riaño hasta aquella callejuela perdida en la telaraña incomprensible que era el barrio del Ponticu. La propia Isolina llamó a la madre de Juanucu para contarle que se llevaban a su hijo al hospital, inconsciente. La mujer estaba desolada: su hijo había salido de casa un rato antes de la cena, feliz porque había quedado con dos amigos, y no había vuelto a saber de él.

Los médicos no pudieron hacer nada por salvarle la vida. Ni siquiera consiguieron estabilizarlo. Murió poco después de llegar al hospital.

Hubo gente que afirmó que había sido una reacción alérgica, porque Juanucu era alérgico a la penicilina y seguro que aquella pandilla de matasanos se la habían puesto nada más llegar. La versión oficial fue que Juan estaba volviendo a casa cuando le falló el corazón. Claro, un chico tan joven… Era impensable que le fallara el corazón, así, sin más, aunque los médicos decían que a veces pasaba. De ahí, seguramente, los rumores que echaban la culpa al hospital.

Pero a Juan lo incineraron dos días después. No hubo denuncias, ni investigaciones, ni más autopsias. Cada quien creyó lo que quiso sobre la muerte de Juan.

Una semana antes de Halloween, Isolina terminó de cosechar las últimas calabazas del huerto. Entre ellas una de buen tamaño que casi parecía estar puesta a propósito escondiendo algo. La movió a un lado, apartó algo de tierra con el dorso de la mano y se quedó mirando dos cuencas vacías que le devolvían la mirada desde el infierno en el que seguro que estaba aquel triste vendedor de aspiradoras que había intentado timarla hacía un par de años.

Despacio, como quien trasplanta un geranio, cogió su pequeña paleta de jardín, cavó más hondo y enterró mejor la calavera. Sí, estaba casi, casi segura de que era el vendedor de aspiradoras. Aunque no habría apostado nada porque, en fin… A Isolina le gustaba pensar que era una mujer llena de sorpresas. Y tenía muchos secretos escondidos en sus calabazas.

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Cada lunes, un nuevo capítulo.

Calabazas. Capítulo I.
Calabazas. Capítulo II.

Imagen: Iris Justo

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