Relatos

Calabazas. Capítulo IV.

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Una gata tricolor con un grueso collar antipulgas se coló por la gatera de la puerta trasera de Isolina y llevó su pequeña nariz directa hacia la salita, atraída, seguramente, por el olor del pastel. Pasó frotando su costado por el sillón de la anciana, luego fue a restregarse en las piernas del policía y después volvió hacia la mujer y, de un salto que más parecía un vuelo ligero, se subió al regazo de Isolina, que la levantó en brazos.

—No, no —decía ella—. Tú no puedes comer pastel, que te pones malita. —Y la llevó hasta el aparador, donde la posó con suavidad.

Luis, aunque no alcanzaba a verlo porque la mujer le daba la espalda, sonrió al oír cómo se abría y se cerraba la pequeña cajita donde sabía que Isolina guardaba las chucherías para los gatos.

—¿Cuántos tienes ahora, Isolina?

—¿El qué, gatos? —respondió ella—. Yo no tengo ningún gato, solo les pongo los collares, que no quiero que me traigan pulgas a casa. Pero ellos vienen y van cuando quieren. Lo que pasa es que aquí están a gusto. —Sonrió dulcemente—. Además, siempre es bueno poder contar, al menos, con la visita de un gato.

El agente dio el último mordisco a su pastel y removió su café. Se lo acercó a los labios y comprobó con gusto que ya no quemaba. Dio un sorbito que le produjo una mueca de amargor, y añadió dos cucharaditas más de azúcar. Volvió a remover y, esta vez sí, bebió un buen sorbo, complacido.

—Hala, venga —le decía Isolina a la gata tricolor mientras la llevaba a la cocina y la sacaba de la casa otra vez por la gatera—. Ahora a dar un paseín.

—Isolina… —empezó a decir Luis cuando ella volvió a la sala.

Isolina se sentó cansadamente de nuevo en el sillón. Su cara, que se había iluminado brevemente con la visita de la gata, volvía a oscurecerse tras una expresión de tristeza.

—Ay, Luisín… —suspiró.

Luis miró a la mujer con compasión. La conversación que debía tener con ella, lo sabía, iba a ser dolorosa para la anciana. El policía se terminó el café de un trago, tomó aire y, haciendo acopio de profesionalidad, se lanzó sin más.

—Isolina, escuche, ya sé que hace mucho tiempo y, de verdad, siento tener que volver a sacar todo esto, pero ¿usted recuerda que su marido tuviera problemas con alguien más, aparte de su vecino?

—¿Miguelón? —preguntó ella, sorprendida—. Hombre, Luisín, y tanto que sí. Miguelón se llevaba mal con todo el mundo.

—Sí, algo de eso he oído, pero yo me refiero a algo más… —Luis se notaba nervioso— Concreto. Como lo que le pasaba con Isidro, por la tierra.

Isolina se recostó hacia atrás en la butaca y miró al techo, como queriendo hacer memoria, negando ligeramente con la cabeza.

—Era muy mala gente, Luisín. Muy malo —dijo al fin, con el gesto torcido—. Siempre borracho, gastándose medio sueldo en beber, a la gresca con los compañeros de la mina en el bar.

Los nervios de Luis iban en aumento. Empezó a incomodarse en el sofá, a moverse errático, buscando postura.

—Isolina, mire… No me voy a andar con rodeos —dijo al fin, con gravedad—. Creo que usted sabía perfectamente que en su finca había dos cuerpos, y también creo que sabe perfectamente de quién es el cadáver que la Guardia Civil sacó de su huerto hace cuarenta años.

La mujer miró al chavalín que tenía enfrente, ese al que había visto crecer, el nieto de su amiga. Ladeó la cabeza y sonrió.

—Ah, ¿sí? —Luis afirmó con la cabeza, gentilmente, e Isolina frunció los labios—. Es que ¿sabes qué pasa, Luisín? Hace cuarenta años a mí no me dio por pensar que alguien fuera a remover ahí, en el pozo, alguna vez.

A Luis se le aceleró el pulso. La anciana acababa de confesar.

—¿Lo ve, Isolina? —dijo, embriagado por una sensación de triunfo, una especie de subidón de adrenalina—.  Yo no le he mencionado el pozo. —Isolina dirigió una mirada serena al hombre; aquello no la pillaba por sorpresa. Luis sudaba, su respiración se volvió entrecortada—. Isolina, esto es lo que creo: creo que su marido mató a dos personas antes de fugarse, y que usted lo sabía y lo ocultó.

La expresión de la mujer se volvió entrañable, como si entre sus arrugas asomara la nostalgia, la esperanza acumulada de una vida entera. Luis se sintió de pronto fatigado. Le dolía el pecho.

—No tiene que preocuparse, Isolina —dijo, jadeando—. Yo me voy a ocupar de que no la declaren cómplice. Pero dígame la verdad —resolló—: ¿De quién era el otro cuerpo?

Isolina guardó silencio unos segundos.

—¿De verdad crees eso, Luisín? —preguntó.

Luis quiso contestar que sí, pero le faltaba el aire, de manera que asintió. Ese fue el momento en que se dio cuenta de que algo iba terriblemente mal. Giró la cabeza para mirar alrededor y un mareo le sobrevino, haciéndolo entornarse hacia un lado.

—Qué pena, Luisín —dijo Isolina, sacudiendo ligeramente la cabeza con condescendencia—. Yo pensaba que tú eras más listo, ¿eh? Con lo bien que habla siempre tu abuela de ti…

Luis frunció el entrecejo, sin comprender. Su respiración, que hasta hacía un momento era algo que le suponía una dificultad, se había convertido en un trabajo de plena consciencia y esfuerzo: literalmente y de repente, Luis se encontraba luchando por respirar. Intentó enfocar la vista y miró primero hacia la bandeja, en la mesa, y luego levantó los ojos hacia la anciana, que lo miraba sonriendo.

—¿Qué te pasa, Luisín? —preguntó con un sarcasmo melodioso—. ¿Estás bien?

Luis, intentando encontrar luz entre las nieblas que de pronto le ocupaban el pensamiento, no podía creer lo que estaba pasando. No podía ser lo que parecía. Con lo que le supuso un titánico empeño, Luis se levantó del sofá y se dirigió a la puerta. Luchó con el cerrojo, pero estaba cerrado con llave. Giró la cabeza para mirar a la anciana, que lo miraba, con espeluznante tranquilidad, sin moverse del sillón. Luis arrastró su cuerpo por la pared hasta una ventana, a la que dio, sin fuerzas, dos inútiles codazos. Oyó las risas de la mujer tras de sí, y volvió a girarse. Quiso dirigirse entonces al aparador, donde tenía su teléfono móvil, pero en cuanto avanzó un pie se desplomó en el suelo, resollando.

Isolina seguía sin moverse.

Luis empezó a reptar, ahogado, hacia el aparador.

—Luisín, hijo, pero ¿qué haces? —dijo ella, dulcemente—. Tu móvil ya no está ahí, Luis.

Luis fingió no escuchar lo que le decía y siguió arrastrándose, con la esperanza de alcanzar su teléfono y pedir ayuda. Sabía que podrían rastrear su móvil y encontrarlo. Aquello no tenía sentido.

—Luisín —insistió ella—, no te canses, hombre. Tu móvil se ha ido enganchado al collar de la gata, a que lo pierda por ahí. ¿Te crees que soy tonta? ¿Que iba a dejar que te rastrearan hasta aquí? No, no… Cuando te busquen, verán que te fuiste de mi casa igual que viniste. ¡Y esa gata patea bien! ¡Que no te extrañe que vayan a buscarte a Mieres! —apuntilló, riéndose.

El policía dejó de moverse y miró hacia la mujer, con espanto. ¿Qué acababa de decir? Pero, ¿qué era todo aquello? ¡¿Qué coño estaba pasando?!

—No te sientas mal, Luisín. No es culpa tuya. ¿Sabes qué pasa? —explicó ella, dando otro mordisquito de pastel y sacudiéndose las migas del delantal—. Que, cuando yo era una mujer joven, el mundo creía que las mujeres éramos idiotas, y ahora que soy una mujer mayor, el mundo cree que la gente mayor es idiota. Siempre tratándome con condescendencia, como si fuera una niña tonta. A mí nunca se me presentó la oportunidad de pelear contra esas ideas, pero ¿sabes qué? Que sí se me presentó la ocasión de aprovecharme de ellas.

Isolina se levantó, caminó despacio, con sus pasitos cortos, en sus silenciosas zapatillas, junto al cuerpo de Luis, que seguía respirando trabajosamente, pálido y sudoroso. Se agachó junto a él y, sin que el hombre tuviera fuerzas para intentar defenderse lo más mínimo, la mujer empezó a rebuscar en los bolsillos del policía.

—Mira, sí tenías razón en una cosa: sé de quién era el cuerpo que había entre las calabazas. —Extrajo de un bolsillo del agente una pequeña bolsita de plástico. Tenía un diente dentro. Isolina se inclinó amorosa hacia Luis y le dijo—: Era el de mi marido. Lo maté yo.

La cara de Luis, ya amarillenta, entreabrió los labios cetrinos en una mueca de sorpresa y horror. Le costaba pensar casi tanto como respirar, pero en ese momento vio con la claridad del agua que no saldría de allí con vida.

—Tu abuela estuvo aquí ayer por la tarde —dijo Isolina, poniéndose otra vez en pie al tiempo que sacaba el diente de su bolsa de plástico y lo guardaba entre las chucherías de gato, en el aparador—. Tendrías que visitarla más, Luisín. Hoy no la has visto, ¿a que no? —preguntó—. Es una mujer con una vida muy interesante, deberías preocuparte más por ella. Y es una buena persona, y una buena amiga. Me contó que habían encontrado entre los restos del pozo un diente suelto, y que tú enseguida te diste cuenta de que ese diente no era de Isidro. Que creías que era del otro y que yo sabría quién era, y que lo cogiste a escondidas para protegerme —Isolina miró desde su posición, henchida de pronto de dignidad, al policía, que en ese momento miraba al techo, al vacío, al infinito—. Protegerme… —farfulló—. ¿Ves como todos me tratáis como si fuera tonta? —Y añadió, enfadada—: ¿Te he pedido yo que me protejas, imbécil?

Una lágrima asomó bajo las pestañas del hombre y resbaló hasta su oreja. Intentó mover un brazo, que cayó a plomo de nuevo al suelo. Se ladeó lastimeramente, solo para conseguir rodar de nuevo sobre sí mismo y volver a la misma posición. No había nada que hacer.

—Te quedan… —Isolina miró un feo reloj de aves que tenía en la pared, al otro lado de la sala—. Calculo que dos o tres minutos, Luisín. No más. —Se acercó una silla de madera que tenía junto al aparador y se sentó, mirando a los ojos que, dolorosamente despacio, se estaban despidiendo de la vida en su sala de estar. Su voz recuperó un tono cándido y amable—. No te creas que disfruto haciéndote esto a ti, Luisín. No, a ti, no. Ni a Juan, tampoco.

La cara de Luis ya no podía mostrar nada de lo que sucedía en su interior, pero sintió cómo su corazón se rompía, se rasgaba, recordando a su amigo; imaginándolo allí, tan confuso, tan atemorizado como él se sentía.

—Lo de mi marido, pues mira —dijo Isolina, alegre—, pues fue por casualidad, pero sí que lo disfruté, sí. Puto borracho… ¿Te cuento cómo fue? ¡Ja, ja, ja! —rio—. Mira, te vas a reír, pero ¿sabes por qué tantas mujeres, antes, tomábamos Bitter Kas en el aperitivo? Porque nos daban unas pastillas para adelgazar y estar contentas, que no se podían mezclar con alcohol, porque te provocaban un ataque al corazón. Se llamaban centraminas. —Isolina se puso, de repente, muy seria—. ¿Sabes lo que eran las centraminas, Luisín? —Esperó, cortésmente, sabiendo que solo obtendría silencio—. Sulfato de anfetamina. —Hizo otra pausa y, tan rápido como se había puesto seria, volvió a reír—. ¿A que no esperabas que una señora mayor supiera eso, Luisín? ¿Ves? —suspiró—. Que lleváis toda la vida pensando que una es buena y que es idiota. Es vuestro error, Luisín. El vuestro, no el mío.

»Pues resulta —continuó— que un día volviendo de la compra se me cayó el carro en las escaleras de la plaza y se armó un destrozo. Cuando llegué a casa y saqué las cosas, en el fondo estaba el azúcar empapado porque se había roto una botella de gaseosa, y mis dos botes de centraminas se habían abierto, pero ni rastro de las pastillas. Se debieron disolver y se mezclaron con el azúcar. Y no lo supe hasta que el imbécil de Miguelón se tomó el café. Y a lo mejor te preguntas de dónde las saco ahora, pero se vendieron en farmacias hasta finales de los noventa. ¿Te lo puedes creer? Potencialmente mortales y, por lo demás, prohibidas, pero cualquier cosa con tal de que las mujeres estuvieran delgadas y contentas. —La mujer hizo una mueca de asco—. Pues hasta los noventa. Y ¿sabías que no caducan? Yo dejé de tomarlas cuando fue lo de Miguel, pero las seguí comprando hasta que las quitaron. Tengo acopio de pastillas hasta que me muera. —Miró con ternura al chico y sonrió—. ¿Sabes cuando te dije que el pastel está muy rico por el anís? ¡Chinchón, Luisín! —dijo, exaltada, levantando un dedo adoctrinador—. ¡Tiene que ser Chinchón! Setenta y cuatro por ciento de alcohol. Con menos no funciona. De Centramina no suelo tener que poner mucho, con siete u ocho pastillitas bien machacadas llega de sobra, pero contigo he puesto mitad y mitad con el azúcar, ¿sabes? ¡Ja, ja! —rio—, ¡te he metido tanta anfetamina que no me habría hecho falta ni el alcohol, para matarte! Pero podrías haber salido de aquí andando, y no podía arriesgarme a que te fueras. No te enfades, es que me hacía falta el diente.

Luis gruñó de dolor y convulsionó con tanta fuerza que la cabeza se le despegó brevemente del suelo, para volver a caer con un golpe seco. Isolina, al escuchar el sonido, sonrió con satisfacción.

—Ahí está. —Levantó la vista y volvió a mirar el reloj de pared—. Nada, Luisín, nada. Un minutín más. Aguanta ahí —Isolina suspiró y se estiró las arrugas del delantal. Volvió a mirar el reloj—. ¿Sabes por qué lo hago? —dijo, paciente, para evitar aquel silencio que tanto la incomodaba—. Es que, verás, nunca me habían quedado las calabazas tan guapas como las del año siguiente a lo de Miguelón. Y pensé yo que igual era por eso de la carne en descomposición, ¿sabes? Y, oye, di en el clavo. Fue empezar a hacerlo aquí también, y empezar a ponerse hermosas las calabazas —Isolina miró una vez más el reloj. No podía faltar mucho ya. Volvió a dirigir la vista al chico, que comenzaba a tener estertores—. ¿Sabes cuál es el secreto? —preguntó con calidez—. Los cuerpos hay que ponerlos ahora, en octubre. Cuando es época de cosecha. Porque así para primavera, en la época de siembra, el cuerpo ya se ha podrido y la tierra ya lo absorbió bien. ¿No estás contento, Luisín? ¡Con lo que a ti te ha gustado siempre mi pastel! ¡Vas a acabar en uno! Ja, ja, ja, ja. —Luis volvió a convulsionar. Isolina se levantó con calma, colocó la silla de nuevo en su sitio y se acercó al policía. Se agachó a su lado, ladeó la cabeza y lo miró amorosamente. Luis le devolvió la mirada—. Venga, Luisín. Vamos ya. Es época de cosecha. —A Luis le resbaló otra lágrima bajo las pestañas. Antes de que su cuerpo tomara aire por última vez, aún alcanzó a oír—: Tu abuela te espera entre las calabazas.

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Imagen: Toni Cuenca
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