Relatos

Manos

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Recuerdo que, cuando era pequeña, me quedaba largos ratos mirando sus manos.

Las miraba fijamente, con esa poca vergüenza que solo se tiene dos veces en la vida: la primera, cuando tienes pocos años; la segunda, cuando tienes muchos.

Era imposible no mirarlas.

Lentas. Torpes. Temblorosas.

Las uñas, descascarilladas, astilladas, rotas seguramente de frotar el estropajo de alambre contra el culo de mil sartenes, no eran rosas y blancas sino deslustradas en una escala de amarillos.

Pretendían ser largas y bonitas. Lo eran, de hecho, aunque eso solo lo entendí después.

Tenían tantos, tantos pliegues, tantas arrugas, aquellas manos. Eran casi unos guantes. Sí, eso eran: guantes, de papel mojado. ¿Quién querría ponerse unos guantes de papel mojado?

Pero lo que más me hipnotizaba, lo que captaba mi atención por encima de todo lo demás, era lo que se veía bajo la piel. Venas que azules parecían moverse entre los tendones, como insectos indeseables, parásitos irremediables, inevitables. Cenizas lombrices infectas, contoneándose, amenazando con romperse y traspasar la piel.

El conjunto había de ser horrible y, sin embargo, era fascinante.

Eran manos de vieja.

Era imposible no mirarlas. Tan diferentes a las mías.

Las mías. Tempranas, fuertes, ágiles, rollizas, morenas, curiosas y valientes.

Me juré que mis manos nunca serían como las de ella. Me quise prometer que sería así.

Y aquí estoy.

Escribiendo despacio.

A veces temblando.

Con mis propios guantes de papel mojado.

Que son preciosos.

Aunque puede que, eso, solo lo entienda después.

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Imagen: cottonbro en pexels.

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