Sé que no me oyes. Hace una hora, puede. Dentro de una hora… No. Ahora mismo, imposible.
Las diez y treinta y cuatro. Tienes frío, lo recuerdo. Debes estar a punto de volver del baño, con las bragas en la mano. Antes de que yo termine de escribir esta carta, ella (sí, ella) ya habrá nacido.
Acaba de temblarme todo.
Te recuerdo en este, en ese momento, pero, es curioso, a ti no te recuerdo demasiado bien. Empiezas a quedarme un poco lejos, creo. No tengo claro en qué momento de nuestra evolución vital estás.
Estás llena de amor hacia el mundo y la vida, pero todavía te faltan un par de golpes para pensar mejor a quién quieres y a quién no.
Todavía tienes prejuicios, eso lo sé. Aún reniegas del rosa, de la purpurina, de las princesas. Me parece que ya has aprendido lo importante que es no juzgar, porque ya sabes cuánto duele que te juzguen y lo difícil que es seguir hacia adelante con tanto en contra, pero todavía juzgas a las (y los) demás. No te preocupes, yo también lo hago. Pero no me castigo por ello. Es parte del proceso. Mi aspiración es hacerlo (y lo hago) mejor que tú y que la yo que nos espera una década más adelante en el tiempo lo haga mejor de lo que lo estoy haciendo yo.
Positiva y realista: esa somos nosotras.
Las diez y cuarenta y dos. Me giro y te veo, justo ahí, detrás de mí. En el rincón del sofá. Esther te sostiene, cogiéndote por la espalda. Sé que tú no te has dado cuenta de que ella está ahí, pero esa es la razón de que, de repente, ya no te pese el cuerpo.
Tranquila, todo está bien. Te lo prometo. Unos minutos más.
Lo vas a sospechar pronto. Yo estoy aquí y creo que todavía no lo he descuierto por completo. No imaginas su sensibilidad. Hace un momento volvimos a casa de celebrar su cumpleaños en familia. Y ¿sabes qué? Que ha llorado, conmigo, en la habitación. Porque no quiere crecer. Porque «si yo crezco, tú también, y no quiero que te mueras porque me quedaré sola». Pero no, ella no. Ella no va a estar sola nunca, porque es luz. Es magia, colores y música. Es imposible cruzarte con ella y no quererla. Siempre tendrá a alguien. Y siempre nos tendrá a nosotras. Y siempre tendrá estas cartas, ¿verdad que sí?
Te he oído preguntar si está bien. No he tenido que girarme para ver a María asentir con la cabeza, sonriendo.
Ella y tú. Las dos las tendréis. Aunque ahora no me podéis escuchar ninguna de las dos. Porque ahora mismo tú solo puedes escuchar las olas que te arrastran, una tras otra, hacia la orilla a la que el agua te empuja, y ella solo puede escuchar, todavía, tu propio corazón, tu sangre bombeando, tu respiración fuerte y agitada. Sus propias olas, en su propia barca, en su manta que la lleva. Que la llevará, hasta tus brazos.
Las diez y cuarenta y nueve.
Y…
Y…
Las diez y cincuenta. Ahí está.
Oigo a papá, que tiene a Hugo en brazos:
—Mira, cariño, es tu hermana.
Y te leo la mente. Queda entre tú y yo que lo llamaste bocazas para tus adentros, porque después de nueve meses de embarazo sin saberlo te ha quitado la ocasión de descubrirlo tú. Aunque, venga… Las dos sabíamos que era ella. Que sería nuestra ninfa salvaje. Nuestra reina de las hadas. Nuestra princesa sensible, que no quiere crecer.
Pero crece. Y tú también.
Y, ¿sabes qué?
Que tienes que convencerte de que eso es bueno, porque se lo tienes que enseñar a ella.
Tal vez así, de paso, lo aprendas tú también.
Tranquila, pronto dejará de llorar y se prenderá a tu pecho. Y dormirás como una leona, esta noche, y mañana tu vida será distinta. Será mejor, gracias a ella.
Huélela mucho. Huélela fuerte. Abrázalos, a ella y a Hugo, y no los sueltes.
Sé que no lo harás.
Y lo sé porque, mírame, acabo de recibirte aquí, nueve años más tarde, y yo aún no los solté.
Te dejo aquí, esta carta tibia, porque me tengo que ir. Nuestra hija lleva un rato esperándome para abrir su regalo de cumpleaños, y no quiero hacerla esperar más.
Felicidades, antigua yo.
Nos vemos aquí, dentro de un año.