Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña.
Hoy traigo el pecho hinchado de orgullo. Mi hija está emocionada, porque se acaba de hacer los agujeros en las orejas. Está en la zona de juego, enseñándole sus orejas a todo el mundo, que ahora lucen dos minúsculas bolitas rosas. Ha sido su decisión. Suya, y de nadie más.
Me preguntaron mucho, cuando nació, cómo es que no le iba a poner los pendientes. ¿Cómo se sabría, entonces, que era una niña? Y me preguntaba yo… “¿Y qué necesidad hay de saber que es una niña?”. Tampoco llegué nunca a comprender, lo confieso, por qué estas cuestiones me las hacían a mí, y no a su padre. Es decir, por qué no cuestionaban a su padre: solo a mí.
No le quisimos perforar las orejas. Nunca entendí que yo pudiera decidir por ella. Ya sé que es algo “inocente”, que es una cuestión “cultural”, pero es una tradición que me enciende algo por dentro. Es la primera decisión que tomamos por ellas, y lo hacemos solo porque son mujeres. Esta primera marca, puramente cultural, sin darles opción a negarse, es tal vez la primera impronta que dejamos en ellas de que otros pueden decidir sobre sus cuerpos.
Yo no pude. Y ya no entro al tema del dolor, que se dice siempre que “de bebés no les duele”, aunque parece demostrado que sí. Es que no puedo. No puedo agredir la integridad de otra persona. Menos aún de uno de mis hijos.
Como padres cometemos muchos errores. No aspiramos a ser perfectos, pero nos exigimos ser coherentes. Y yo tenía claro que quería que mi hija aprendiera, lo antes posible, que solo ella es su propia dueña. Que nadie, nunca, salvo ella misma puede decidir sobre su cuerpo. De hecho, es algo que también le he enseñado siempre a mi hijo. Pero, claro, con él no me vi en la tesitura de tener que decidir sobre unos pendientes, porque él nació varón.
La primera vez que mi hija me preguntó, hará un año, por qué ella no llevaba pendientes le expliqué que, sencillamente, no me había parecido bien decidir yo sobre su cuerpo. “¿Quién decide sobre tu cuerpo, Aine?” “¡Yo!”, me decía, con la lección ya bien aprendida. Y le dije que si algún día quería ponérselos, no tenía más que decirlo. De inmediato dijo que los quería, pero al cabo de unos días cambió de opinión. Hará un mes recuperó su idea, y ha sido inamovible.
-¿Me dolerá, mamá?
-Sí, pero será un ratito. Luego pasará.
-¿Y estarás conmigo y me darás la mano?
-Por supuesto, cariño. Mamá va a estar siempre que tú la necesites.
Ha sido un día de fiesta: hemos faltado al colegio, hemos ido a desayunar solas, como las dos amigas que somos, y luego hemos conducido treinta kilómetros para ir al estudio de piercings donde yo sabía que unas manos amorosas mimarían sus orejas. Como le prometí, le di la mano. Y ella me miraba, seria y concentrada, y a veces sonreía nerviosa. Ha sido tan emocionante, ella ha estado tan ilusionada, y ahora está tan contenta enseñándole sus pendientes a todo el mundo y diciendo que “es una mujer”… Se siente mayor y fuerte. Sabe que ella decide.
Y yo estoy hinchada de orgullo, porque hace un par de días, en este mismo lugar donde ella presume de pendientes, un niño intentó forzarla a jugar a algo a lo que ella no quería prestarse, y con seguridad y fiereza le espetó:
-¡Es mi cuerpo, y sobre mi cuerpo decido yo!
Esa es la impronta que yo quería.
Si es cierto que nuestra voz acaba por convertirse en su voz interior, esa es la voz que quiero que la acompañe siempre, la que quiero que resuene en su cabeza: ahora, que es una niña; y cuando sea una adolescente y un idiota quiera meterla en un portal; y cuando sea adulta y tenga que pelear. Que no tenga nunca la más mínima duda de que su cuerpo es solo suyo y que, sobre su cuerpo, solo ella puede decidir.