Duelen los insultos, los desprecios, los golpes, las heridas. Duelen las risas crueles, las burlonas y las que fingen esconderse detrás de una mano mientras la otra libera un dedo que te señala, para que te miren todos y no quepa duda de que es de ti de quien se ríen. Otra vez.
Duele preguntarse un día tras otro por qué tú, y no otro. Por qué. Qué es lo que te hace TAN diferente. Cuál es tu gran, imperdonable defecto. Qué has hecho mal. Qué daño le has hecho a quién para que la tomen así contigo. Por qué no pueden, simplemente, ignorar tu existencia, si tú sólo quieres entrar y salir y, a ser posible, no dejar de respirar en el proceso.
Duele mirarte al espejo y darte asco. Pensar que eres una persona odiosa y que te mereces todo lo que te pasa. Enfadarte con tu imagen en el espejo mientras lloras y golpeas. Sentarte en el suelo y desear desaparecer, como sea, duele.
Pero, lo que duele, no es lo que te mata. Lo que mata es el silencio.