Puede que haya quien no lo sepa (yo no lo sabía hasta hace más bien poco), pero hay grandes diferencias entre el Cantábrico y el Mediterráneo. Una buena amiga de Castellón, cuando se vino a vivir a Asturias, dejó sus cosas a unos seguros tres metros de la orilla y se fue a dar un paseo. Cuando volvió, sólo había olas donde una vez estuvo su toalla. La marea se lo había llevado todo.
Los días de playa aquí (especialmente en las playas salvajes, entre rocas y acantilados) hay que planificarlos un poco, aunque sea mirando si la marea está alta o baja, porque puede suceder que si llegas y la marea está alta te encuentres que, sencillamente, no hay playa a la que ir.
Xivares. Ese rinconcito, salvaje y verde, a la orilla del Cantábrico, a un tiro de piedra de Gijón y de mi casa. Ese en que, cuando baja la marea, entre las rocas se forman enormes piscinas naturales, de agua templada al sol, ideales para ir con niños. Con mis niños. Todos los veranos, días y tardes felices, en la calma de un rincón al que no llega la cobertura del móvil, y que se hace virgen con cada nueva marea.
Quiso la casualidad que, en un mes de julio en que yo estaba particularmente cargada de trabajo, un martes me sintiera muy mala madre porque mi niño llevaba cinco días pidiéndome ir a la playa y mi respuesta, día tras día, era “mañana”. Y cuando llegué a decirle ese quinto “mañana”, esperando que él se enfadara conmigo por no cumplir –otra vez- mi palabra, me encontré a un niño que agachaba triste la cabeza y me decía “Vale, mamá, no te preocupes. Iremos mañana”. Con las mismas, y con mi culpable corazón encogido, agarré la bolsa de la playa sin mirar demasiado bien lo que llevaba dentro y, sin saber cómo estaría la marea, cogí a los niños y dije “Nos vamos ya, aunque sea para estar una hora”.
Al subir al coche, mi hija me preguntó si estaría muy fría el agua. Leer artículo completo