Etiquetado como feminismo
Relatos

Sobre encierros

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– Aproveché a preguntarle por Amparito, que hace tanto que no la veo. ¡Ay, Amparito! ¿Sabes que tu tío le salvó la vida?
 
– Mamá, no sé quién es Amparito.
 
– Pues tu tío le salvó la vida, porque ella se colgó. Se suicidó. Bueno, no se suicidó porque no se mató, porque apareció tu tío, en gloria esté. Ella se colgó ahí en la cuadra aquella que tenían en lo alto la cuesta, y en esto que pasó tu tío y la vio, ya morada y con la lengua fuera, pero todavía respiraba. Y fue para allá y la levantó por las piernas y empezó a gritar, hasta que llegaron a ayudarlo y entre todos la bajaron. Si no es por ellos, ahí mismo se hubiera matao.

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Artículos

La -dichosa- baja por paternidad intransferible

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Creo -estoy bastante convencida de hecho- que me voy a meter en un jardín.

El Gobierno acaba de presentar sus presupuestos, en los que incluye -entre otras muchas cosas interesantes- la equiparación del permiso por paternidad al de maternidad, pasando a ser de dieciséis semanas (bueno, de ocho ahora, de dieciséis para 2021), con carácter obligatorio e intransferible.

Llevo ya semanas leyendo innumerables artículos y viendo algunas acciones, especialmente de personas/grupos feministas, oponiéndose a esto, aludiendo a que es más necesario ampliar la baja maternal, esgrimiendo argumentos como que el cuerpo que está biológicamente preparado para atender al bebé es el de la madre y que el bebé tiene derecho a ese cuidado. Estoy total y absolutamente de acuerdo con todo. PERO…

Lo reconozco: a mí también me escamó que sacaran este permiso. Fue como «¡Joder, tío! ¡Que llevamos mil años pidiendo que se amplíe el permiso de maternidad y vais vosotros y ampliáis el de paternidad, me cago en todo!». Entiendo la visceralidad, pero es que no tengo nada claro que la NO mejora del permiso de paternidad fuera a significar la mejora de la situación de la maternidad.

Es cierto: el permiso de maternidad es una risa, es mucho más que insuficiente. Es cierto que nuestros bebés tienen derecho a ser cuidados por sus madres durante mucho, muchísimo más de dieciséis semanas, y que ampliar el permiso de maternidad debería ser una prioridad. PERO no creo que echar abajo el nuevo permiso de paternidad sea la manera de conseguirlo. Creo que es un avance, y un avance positivo. ¿Que no es el avance que esperábamos? Es verdad. Pero es algo.

Llamadme incoherente si queréis que lo entenderé, pero hay algo que me rechina en oponerse a este nuevo permiso. Y me explico: Leer artículo completo

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Carta a Ricardo González, el juez que pidió la absolución de #LaManada

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¿Pero tú que porno ves, Ricardo?

Me considero una persona razonable. En serio.

Puedo entender, aunque no lo comparta, que lo del móvil, visto y juzgado así, aislado, quede en un simple hurto.

Puedo entender, aunque no lo comparta, que se haya desestimado el delito contra la intimidad, por aquello de que existen unas formas legales que, cuando no se cumplen, hacen que por arte de magia los delitos desaparezcan. Puede que haya que cambiar las formas.

Puedo entender incluso, aunque por supuesto no lo comparta, que, con las leyes en la mano, al no ver –ustedes- la necesaria agresividad, desestimen en consecuencia la agresión, quedando esto en un simple abuso. Puede que haya que cambiar las leyes. Puede que con urgencia.

Pero sobre todo entiendo que tengas que ponerte, Ricardo, una toga bien amplia para meter esos enormes huevazos de caballo de Espartero que has de tener para pedir la absolución de estos cinco. Muy bien por decir lo que piensas, mañana te mando flores. El problema no es que lo digas: es que lo pienses. Que veas excitación sexual en una mujer de dieciocho años que está siendo víctima de una violación grupal.

Porque te recuerdo que hasta ahí sí ha llegado la sala: ha habido violación. Y en la víctima tú ves excitación. Y reconoces que no ves consentimiento, pero es que dices no ver tampoco negación, y eso te basta para defender que lo que ha hecho la manada bien hecho está. No lo ves tú, que eres juez, y espera esta idiota sociedad que lo vean ellos cinco, que son gilipollas.

En serio, Ricardo, ¿pero tú qué porno ves?

Y, por favor, ahórrate el discurso cobarde, que lo conocemos. Que dirás que tenéis las manos atadas. Que tenéis que equilibrar la balanza de esa ciega Justicia que, en una mano, sostiene una ley que se sujeta y pierde en lo que, al fin, son solo palabras y, en otra mano, el sentido común de cualquiera que tenga conciencia y dos dedos de frente. Ese que hoy nosotros, el pueblo, hacemos estallar en redes y calles.

Ese sentido común colectivo que a ti tanto parece molestarte, Ricardo. Dices que ha habido un juicio paralelo, un juicio social. ¿Y qué problema tienes, exactamente? ¿Es la Justicia tu propiedad? ¿Tu privilegio? ¿Acaso nos consideras una horda furiosa e ignorante con picas y teas? Casi pareciera que te incordia que la plebe opine, que el vulgo intervenga en los problemas que le afectan, reclamando soluciones a unos poderes que él mismo sustenta.

La Justicia, así, con mayúscula y báscula de precisión, no es tu privilegio: es tu responsabilidad. Y si no entiendes eso, no mereces llamarte juez. Porque es tu poder quien ha de ponerse al servicio de la Justicia, y no al revés.

A ti corresponde el ejercicio del poder judicial, pero el sentido de la justicia nos pertenece a todos y, si lo haces mal, te lo haremos saber.

Y esta vez tus huevos y tú, Ricardo, lo habéis hecho como el culo.

Firmado, una furiosa vulgar.

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Artículos, Relatos

#NOTALLMEN

Embalse

Mi hijo empieza mañana una actividad deportiva con el cole.

Me he dado cuenta en el último momento de que le faltaba material, así que esta mañana, después de dejarlos a él y a su hermana en el colegio, he ido al Decathlon a buscárselo.

Cuando he llegado el parking estaba prácticamente vacío. Solo había un puñado de coches, no más de cinco, creo, desperdigados aquí y allá.

Aparqué en un pasillo frente a la entrada, a unos veinte metros de la puerta. Sin bajarme del coche, miré hacia dentro y se veía oscuro. Pensé que quizás aún no habían abierto, y esperé un poco a ver si veía movimiento.

En esto estaba, esperando, cuando una furgoneta negra llegó y aparcó junto a mí, dos plazas a mi derecha. Conducía un hombre de unos cuarenta, pelo rapado, barba de un par de días, con ropa de faena y una braga que le tapaba hasta la barbilla.

Mi primer impulso, lo primero que hizo mi cuerpo de manera automática, fue estirar el brazo y presionar el botón de bloqueo de puertas. Y lo siguiente que hice, de forma instintiva, fue volver a mirar hacia la puerta de entrada a ver si veía gente. Cuando me quise dar cuenta estaba comprobando si había cámaras de seguridad. Y, de repente, me encontré pensando: «Si grito aquí, no me oirá nadie».

El pobre currito se bajó de la furgo y entró al local, a lo suyo, ajeno por completo a mi existencia y mi paranoia. Yo me di cuenta de que tenía los pies sobre los pedales y la mano derecha en la palanca de cambios.

En mi comunidad autónoma han desaparecido tres mujeres, de más o menos mi edad, en dos semanas: entre el 13 de febrero y el viernes pasado. Hoy leí en el periódico que el día 16 una mujer denunció que estaba parada en un semáforo de mi ciudad, por la noche, y un hombre intentó subirse a su coche. A las tres de la tarde la Guardia Civil comunicaba que había aparecido, en un embalse, el cuerpo sin vida de una de las desaparecidas.

Pero luego tienes que oír, una y otra vez, la gilipollez de que no todos son así, me cago en mi puta calavera, mientras yo vivo aterrada porque un pirado de mierda puede meterse en mi coche y dejar a mis hijos sin su madre.

«No todos somos así».

¡YA LO SABEMOS, JODER!

No necesitamos que vengáis, una y otra vez, a explicarnos que «Not all men».

Pero a ver si se os mete en la cabeza, de una puta vez, que el problema no es que «todos los hombres seáis unos violadores»… El problema es que TODAS LAS MUJERES tenemos que vivir con miedo.

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El cuñado de mi coño. Capítulo I: ventajas de ser mujer en el mundo laboral

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Esta historia no tiene nada de extraordinario. Si acaso, lo que tiene de extraordinario es que podría ser la de cualquiera. La de cualquiera de nosotras, vaya.

Durante varios años trabajé en hostelería. Creo que se me daba bien, la verdad. La agilidad mental sumada a la atención a los detalles hacía que la cosa fluyera de manera natural y divertida. Además, la sonrisa y el desparpajo eran inherentes a mis yoes pre-veinte y veintipocos.

El primer trabajo «formal» que tuve como camarera lo tuve a los diecinueve. Entré en sustitución de un camarero que se iba. Él cobraba, por el mismo trabajo que yo desempeñé después, unos trescientos euros más que yo. A mí el jefe me preguntó si aceptaría un contrato de aprendiz, y cobré 800€ durante el año que estuve trabajando allí. Pero es que aquel chico, solo un par de años mayor que yo, tenía más experiencia. Aunque yo llevara detrás de una barra y sirviendo comidas desde los trece para sufragarme la E.S.O. y el Bachillerato.

Acepté aquel trabajo, porque necesitaba mucho trabajar y la cosa no estaba fácil. Solo me salían cosas para ir a poner copas los fines de semana. De entre todos los lugares donde fui a buscar trabajo me acuerdo mucho de uno en particular: una cafetería de renombre en la que la propietaria (una mujer mayor) me dijo: «En el anuncio pusimos camarero». No contesté, no entendía. «Quiero un hombre. Las mujeres sois muy problemáticas. No digo que tú lo seas, a ver, que no tengo nada en contra tuya, pero que si reglas, que si embarazos… Lo siento, solo contrato hombres». Recuerdo que aluciné, pero pensé que… Bueno, a ver, era su negocio. Por supuesto que tenía derecho a contratar a quien quisiera, ¿no? Solo faltaba.

En realidad, acepté el trabajo de 800€ porque quise, porque en otro trabajo de camarera al que opté pagaban considerablemente más y me dijeron que el puesto era mío, si lo quería. El mínimo eran 1200 euros, siempre que mi talla de sujetador fuera una noventa y cinco o más. De ahí para arriba, según lo que tú «trabajases». Si estás dispuesta a enseñar las tetas en el almacén, 1500. Si dejas que se masturben mirándote, 1800. Si la chupas, 2500 mínimo.

– Ah, pues muy bien. No es lo que busco, pero gracias, ¿eh?

– Piénsatelo bien, que nuestras chicas viven muy bien y tú con esas tetas puedes ganar lo que te dé la gana. Leer artículo completo

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Relatos

Su voz interior: «Sobre mi cuerpo decido yo»

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Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña.

Hoy traigo el pecho hinchado de orgullo. Mi hija está emocionada, porque se acaba de hacer los agujeros en las orejas. Está en la zona de juego, enseñándole sus orejas a todo el mundo, que ahora lucen dos minúsculas bolitas rosas. Ha sido su decisión. Suya, y de nadie más.

Me preguntaron mucho, cuando nació, cómo es que no le iba a poner los pendientes. ¿Cómo se sabría, entonces, que era una niña? Y me preguntaba yo… “¿Y qué necesidad hay de saber que es una niña?”. Tampoco llegué nunca a comprender, lo confieso, por qué estas cuestiones me las hacían a mí, y no a su padre. Es decir, por qué no cuestionaban a su padre: solo a mí.

No le quisimos perforar las orejas. Nunca entendí que yo pudiera decidir por ella. Ya sé que es algo “inocente”, que es una cuestión “cultural”, pero es una tradición que me enciende algo por dentro. Es la primera decisión que tomamos por ellas, y lo hacemos solo porque son mujeres. Esta primera marca, puramente cultural, sin darles opción a negarse, es tal vez la primera impronta que dejamos en ellas de que otros pueden decidir sobre sus cuerpos.

Yo no pude. Y ya no entro al tema del dolor, que se dice siempre que “de bebés no les duele”, aunque parece demostrado que sí. Es que no puedo. No puedo agredir la integridad de otra persona. Menos aún de uno de mis hijos.

Como padres cometemos muchos errores. No aspiramos a ser perfectos, pero nos exigimos ser coherentes. Y yo tenía claro que quería que mi hija aprendiera, lo antes posible, que solo ella es su propia dueña. Que nadie, nunca, salvo ella misma puede decidir sobre su cuerpo. De hecho, es algo que también le he enseñado siempre a mi hijo. Pero, claro, con él no me vi en la tesitura de tener que decidir sobre unos pendientes, porque él nació varón. Leer artículo completo

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¡Uga, uga!

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Pues es que si no le doy un garrotazo en la cabeza ya me dirás cómo me la llevo.

Pues es que si no la arrastro de los pelos ya me dirás cómo la meto en la caverna.

Pues es que si no la obligo a ver si no cómo la monto.

Pues es que si no quiere que la tomen por puta que no se vista de colores. Leer artículo completo

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¿A cuántas mujeres violadas conoces?

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Déjame que te haga una pregunta: ¿A cuántas mujeres violadas conoces?

Piensa la respuesta antes de seguir leyendo.

¿Lo tienes? Bien. Ahora déjame que te cuente algo…

Hace poco, en un interesante grupo de debate al que pertenezco (de mayoría femenina, aunque esto no es especialmente relevante para lo que os quiero contar) una integrante lanzó esta pregunta: “¿A cuántas mujeres conocéis que hayan sido abusadas sexualmente?”

Era una pregunta abierta, dirigida a todo el grupo. Muchos de los hombres (hombres fantásticos y feministas declarados, por cierto)  fueron respondiendo. “Yo no conozco a ninguna”… “A una vecina mía del pueblo le pasó que“… “Yo tengo una prima a la que violaron”…  “Una amiga me contó en el instituto que una vez”… Sólo uno conocía a una mujer que había puesto denuncia. Una mujer a la que violaron por el libro: de noche, en un callejón oscuro… Ya sabéis.

Luego, empezamos a hablar las mujeres. Leer artículo completo

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Una -puta- milla con mis tetas. (O por qué tú, hombre, no puedes hablar de feminismo)

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No había papel higiénico. Ni papel, ni váter, ni bragas. Mi madre me contó alguna vez que las mujeres, cuando subían de Miñagón a Boal a vender al mercao, iban en falda y si les apretaba la gana se apartaban un poco del camino, abrían las piernas y así meaban: de pie, piernas abiertas, discreta y naturalmente. Y esta estampa de mujeres meando de pie tranquilamente bajo la falda, pertenece a alguna Asturias de sólo un puñadín de décadas atrás.

Y yo, que nací en los modernísimos y gloriosos ochenta en una familia de hosteleros, fui niña y adolescente en un lugar en el que a Cristina la del café le arrancaron -le arrancaron- los ojos “porque era una calientapollas”; en el que a una niña de doce años -doce años- en s casa la llamaban Bárbara y en la calle la dos cincuenta, porque un gilipollas dijo un día que se la había chupado por doscientas cincuenta pesetas; en el que se oía que si las mujeres querían igualdad “primero tenían que aprender a mear de pie”. Y detrás había risas. Y miraba a las mujeres y las veía sonreír la gracia con ese cinismo de “te mandaría a la mierda, pero no quiero ser antipática”, de “mejor me callo que si no voy a parecer una histérica”. Porque podemos ser muchas cosas, pero antipáticas no. Histéricas, tampoco.

Y, así, va una construyéndose como mujer, mirando alrededor y sintiendo que algunas cosas no están bien, pero aprendes a envolver la rabia en sonrisas, a no meterte en calles oscuras y a no acercarte demasiado a los chicos porque, desde luego, si empiezas algo después no tienes derecho a cambiar de opinión. ¿Para qué vas a darte besos al parque, si no quieres que te violen?

Aprendes a pasar por la vida con esa careta que -te venden- es garantía de que todo irá bien. Sé educada. No te quejes. Sonríe. Porque, si te quitas la máscara, cualquier cosa mala que te pase será culpa tuya. Por mostrarte. Por dejarte ver. Por ser mujer. Leer artículo completo

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