Y, ahora que tengo vuestra atención, voy a desarrollar esta idea.
No me refiero a los niños, no. Tener hijos, compartir tu vida con unas pequeñas (grandes) personitas que te llenan de orgullo y alegría, es maravilloso.
Tampoco me refiero al ejercer como madre. Ya sabéis: hacer desayunos, ir a tal o cual sitio, ver pelis, jugar… Eso está bien.
Me refiero a ti. A la persona en que te conviertes cuando te conviertes en madre. Ser esa persona: eso es una mierda.
Porque resulta que lo que pasa cuando te conviertes en madre, y esto no te lo cuenta nadie, es que haces tuyas las necesidades de toda tu familia.
Y no es un «Claro, es que hay que dar de comer al bebé y blablá». Nonono. Es algo más intenso. Es como un parásito echando raíces en tu pecho y diciéndote que tú no puedes comer si existe la más mínima posibilidad de que alguien de tu familia quiera comerse ese trozo de pan que te quieres llevar a la boca.
Tienes un bebé, que es cien por cien dependiente de ti, y crees que será diferente cuando crezca y «ya no te necesite tanto». Joder, qué gran mentira. Crecerá y tendrá muchas más necesidades. Y tú seguirás anteponiendo todas las suyas a todas las tuyas.
Las suyas: las de todos. Las de todos los hijos que tengas y las de todos los miembros de tu familia que vivan bajo tu mismo techo (y, a veces, las de los que están bajo otro techo también). Porque no te conviertes en madre de tus hijos: te conviertes en madre del mundo, en madre de todos. Y si existe una forma de evitar que esto suceda yo no la conozco.
Así que un día te levantas, y vas a lavarte los dientes con tu cepillo de dientes eléctrico, y descubres que no tiene batería porque tú lo enchufaste anoche pero alguien llegó detrás y lo desenchufó para poner a cargar el suyo.
En los últimos cepillos de dientes de los niños, que tuviste que ir a tres sitios diferentes para encontrar los que ellos querían. Pero aquí a nadie le preocupa si tú puedes lavarte los dientes o no.
En sus visitas a la dentista para hacerse empastes en sus dientes de leche mientras tú llevas año y medio sobreviviendo a tu muela rota con paracetamoles.
En las dos rosquillas que habías guardado en el armario para desayunar hoy y ya no están porque alguien se las llevó ayer al parque para dárselas de comer a las palomas.
En que abrazas la no-depilación, no como gesto de protesta antipatriarcal, sino como opción de no-queda-otra porque el tiempo que tardas en depilarte es el mismo que tardas en leerle a tu hijo dos capítulos de Harry Potter, y él tiene muchas ganas de que le leas.
En el libro que dejaste en el estante de la librería, porque alguien te pidió el último de su saga juvenil favorita y solo podías llevarte uno. Y el tuyo se quedó allí, y el otro lleva tres meses en casa sin que nadie le preste atención.
En las cinco películas que querías ver y que han entrado y salido de la cartelera del cine mientras tú veías otras que ganaban en la votación familiar.
En toda la ropa interior que no renuevas desde hace mil años, porque por alguna razón comprar bragas para ti nunca está en tu lista de prioridades.
En la cantidad de arrugas, canas y huellas del tiempo en general que se van apoderando de ti mientras tú cuidas de otros.
Y de pronto te preguntas:
«¿Y quién me cuida a mí?»
Y explotas de puro vacío. Porque sientes que siempre estás para dar, pero nunca recibes. Y te has quedado sin nada.
Y colapsas. Y te enfadas. Y te echas a llorar.
Y eso, ESO, es una mierda.
Estar ahí, en ese papel: ESO es una mierda.
Y luego pasas el día, triste, con dolor de cabeza, sintiendo que nadie te entiende y ahogada de soledad. Y lloras a ratos cuando nadie te ve. Y al final te duermes y llega el día siguiente, igual que el anterior y que el otro de más allá.
Y te sientes muy ridícula.
Porque mira el pollo que has montado…
Por un cepillo de dientes.