Soy la mujer que está tumbada en la hierba. La que ha venido con un niño y una niña.
Sé que estaréis pensando que debo estar mojándome, después de la lluvia de estos días. Y tenéis razón. Es solo que no me importa demasiado: tocar hierba mojada es uno de mis placeres favoritos de la primavera. Bueno, la hierba mojada… Y las mariposas. Me recuerdan a mi abuela. Y ahora, por extensión, también a mi padre.
Justo delante tengo dos, naranjas y brillantes, huyendo juntas y en espiral del vuelo de la falda de mi hija, que intenta verlas más de cerca.
– Mamá, ¿el Gran Gigante Bonachón podía oír a las mariposas también?
– Pues… Creo que sí.
– ¿Y qué se dicen las mariposas?
– Uy, ¡no tengo ni idea! ¿Qué crees tú que se dicen?
– Yo creo que se dicen que se quieren.
– ¿Sí? ¿Y por qué crees eso?
– ¡Pues porque están enamoradas! Y los enamorados se dicen que se quieren.
Y se va contenta, con sus colores, su amor y sus verdades absolutas, persiguiendo mariposas enamoradas. Y yo me quedo pensando… Cariño, ¿qué cosas nos decimos tú y yo? Creo que hace mucho que no te escribo que te quiero.
Antes nos los escribíamos mucho, ¿te acuerdas? Temblaba el teléfono por sorpresa con una música especial y, al encenderlo, se descubría un te quiero nuevo, parecido al anterior, pero que siempre era otro. Y nos dejábamos notas por la casa e incluso, a veces, nos escribíamos cartas. Pero hace tiempo que ya no.
A lo mejor es que ya nos lo hemos aprendido bien. Que nos queremos, digo. Y ya no necesitamos tanto repasarnos la lección, ni nos hace falta escribir cien veces que te querré toda la vida para que no se nos olvide.
No, ya no te lo escribo…
A veces te lo digo, como las mariposas. Aunque, ¿cuándo fue la última vez? Leer artículo completo