Etiquetado como relatostraselcristal
Eventos

El día que presenté mi librín

presentacion

De verdad que no puedo ser más desastre, qué horror.

Hace más de TRES MESAZOS que presenté mi libro de relatos, La mujer de al lado, en la Librería La Buena Letra de Gijón, y ni dos míseras líneas le he dedicado al evento. Pero, como reza el famoso reloj británico: Es más tarde de lo que piensas, pero nunca es demasiado tarde. Además, si hago las cosas bien pierdo credibilidad.

El ratito fue maravilloso. Fui preguntándome si iría alguien y me encontré la librería llena. Qué estupenda sensación. Además, entre la gente estaba Javier, mi antiguo profesor de literatura. Elegí dos de mis relatos favoritos para leerlos en voz alta, Libre para ser princesa Querida señora de la hamaca de rayas, que quise dedicar a mi madre, aunque invité a todos los presentes a pensar en una mujer importante en sus vidas.

Justo cuando leía este último relato, mi bebé, que acababa de nacer, pidió teta y me cortó justo cuando iba a arrancarme yo a llorar, así que me dio tiempo a coger aire y al final no lloré como una magdalena puérpera. Todo estupendamente planeado y sincronizado.

También advertí: los relatos están escritos a razón de uno por semana. Recomiendo fervientemente leerlos al mismo ritmo, porque si los lees del tirón te comes el libro en dos horas y luego vas a pensar que son los quince euros peor gastados de tu vida. Yo lo digo.

Estas son algunas de las cosas que los presentes dijeron aquel día:

«Escucharte es un regalo.» – Una señora.

«Tienes un talentazo.» – La misma señora.

«No quedan sillas.» – El librero.

«Veo que vienes peinada y maquillada. ¿No tenías otros zapatos?» – Mi madre.

«Yo he venido porque creí que habría croquetas.» – Yo.

Vamos, yo no sé a qué esperáis para haceros con un ejemplar 

En papel ➡️ http://jessicagomezautora.com/producto/la-mujer-de-al-lado/
En Kindle ➡️ https://www.amazon.es/mujer-lado-Jessica-Gómez-Álvarez-ebook/dp/B07FYVXM1X/

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Estrellas de nieve

Estrelles de ñeve

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Estoy fascinada. No puedo dejar de mirar al otro lado del cristal. ¡Nieve! Por las aceras, entre los coches, sobre la playa nieve. Ante mis ojos, nieve. Frente al mar abierto, en el aire oscuro, nieve.

Que tendrá la nieve, que el chocolate es más chocolate cuando hay nieve. Que el café es más café, que el calor es más calor. Que la vida se recoge y nos cabe entera bajo una manta.

Nieve. Lamiendo la primavera. Nieve.

Mis hijos terminan la merienda y se levantan para ir a jugar, pero detengo a mi hija. Tiene azúcar en el pelo, y toda la cara llena de chocolate. La cara toda. Incluso sobre una ceja tiene chocolate.

– Ven, que te limpio.

– No, mamá, me limpio yo. – Me dice, mientras se pone de puntillas para alcanzar una servilleta.

Yo la miro. Ella se limpia.

– Pues ven, que te quito el azúcar del pelo.

– Mamá, ¿a que cuando me baño me llega el pelo hasta el culo? – Me dice, mientras le voy quitando el azúcar de cada pelo, como deshebrando azafrán.

Yo asiento. Ella se va.

Qué largo tiene ya el pelo. Hace nada sus rizos se revolvían tras sus orejas desnudas. Esos días, cuando aun de puntillas no alcanzaba al interruptor de la luz. Y ahora tengo ahí a una mujer chiquitita, que se limpia, que se peina, que decide y es feliz. Que va a jugar con su hermano, un hombre pequeñín que se quiere, se conoce, que respeta.

Qué rápido pasa todo.

Qué breve que es el tiempo. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Vivir en el NO

zapatos

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Hoy necesitaba mucho este rato de desconexión, de aparcar mi mundo de adulta ahí fuera y meterme aquí, donde entera yo me repliego en un café. Donde, si respiras hondo y te concentras en oler las voces, puedes llegar a olvidar todo lo demás.

Así que eso hago: voy ralentizando, con plena consciencia, mi respiración. Más despacio, más profundo. Aspiro el café. Más despacio, más profundo. Escucho las voces. Más despacio, más profundo. Pierdo la vista. Más despacio, más profundo. He llegado. Me quedo aquí, en este remanso de paz, en el que solo respiro, escucho y veo.

Huele bien. A café recién molido, a crema caliente, a lluvia en los paraguas… Y a niños. Huelen a tierra, azúcar y pinturas de colores. Si la alegría tuviera un olor, sería el de los niños. Se escuchan risas. Se escucha algún desencuentro y juraría que un abrazo. Uno de esos largos, que dejan babas. Creo que he escuchado las babas, también. Y de pronto escucho un grito, fuerte, furioso: Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Mamá que brilla, brilla

mama que brilla brilla 90ppp

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Aunque hoy de buena gana habría venido sola… Es así: a veces es difícil. A veces no estoy como quiero estar, y tengo que conformarme con estar como estoy a veces. A veces no soy quien quiero ser, y tengo que conformarme con ser quien soy a veces.

Y hoy vengo así, como enfadada. Algo me supera aunque no sé qué. Creo –estoy casi segura, en realidad- que no es por lo que hacen: es porque no hacen lo que yo espero. Y pierdo la paciencia y aparece esa otra yo: la que quiere venir a pasar la tarde a un lugar amigo de los niños, sin niños.

Al menos, mientras ellos juegan, yo puedo quedarme aquí, sola, proyectando mi rabia sobre la espuma, que se ha quedado todo el azúcar y ahora el café sabe amargo. Puto capuccino de mierda.

Miro alrededor y reparo en una mujer joven, embarazada, sentada sola al otro lado del local y que, de vez en cuando, mira a la zona de niños y sonríe. No parece buscar a nadie, parece estar simplemente disfrutando del aire infantil. Apostaría a que está imaginando a su propio bebé, jugando ahí. Tiene ese aire… Ese brillo de la madre a punto de traer vida. Ese halo mágico que la envuelve y que seguro haría crecer las flores después de pasar Atila. Esa luz.

Recuerdo que yo era así, antes de que naciera mi primer hijo. Recuerdo que tenía esa luz que me elevaba por encima de este gris suelo mundano, esa luz que me teñía el horizonte de colores. ¡Ay! Si pudiera hablar con aquella yo que brillaba… Si pudiera hablar contigo, mamá solitaria que brilla… Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Medusa malvada. Pobre Medusa

Medusa

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña.

Mi hija hoy, al fin, ha recordado traer tizas de colores para pintar en ese trozo de pizarra que decora la esquina de la zona kid friendly.

Mi hijo ha venido a sentarse a mi lado, un poco ofendido por una disputa con otro niño. Es curioso cómo a veces nos obligamos a describir de nuevo nuestro mundo para responder a sus preguntas…

Él no suele interesarse por juegos violentos. No le gusta jugar a la guerra, y el único niño que hay hoy en la zona parecía empeñado en jugar a la guerra con él, hasta que mi hijo se ha rendido –literalmente- y ha decidido venir a merendar a mi lado. “Jugar a la guerra”, qué expresión tan dolientemente propia de quienes no son conscientes de a qué están jugando.

-Además quería que yo fuera el malo, mamá, y yo no quiero ser el malo.

-Lo entiendo – le dije, intentando que el orgullo tras mi sonrisa no fuera demasiado evidente, hasta que me espetó:

-Mamá, en una guerra, ¿cómo se sabe quiénes son los buenos y quiénes son los malos?

Y se me ha caído la sonrisa. He pensado un momento, que aunque sospecho no fue largo sin duda habría deseado que fuera más corto, y al final respondí:

-¿Te cuento un secreto, Hugo? En las guerras no hay buenos y malos: todos creen que son los buenos. Lo que pasa es que la historia siempre la cuentan los que ganan. Y siempre dicen que los malos eran los otros.

Ha perdido los ojos a través del cristal, con esa mirada que he aprendido a reconocer y que delata que está buscando una metáfora en la que explicar lo que yo acabo de contarle. Así que he decidido acompañarle en el viaje:

-¿Recuerdas la peli que vimos el otro día? ¿La de Perseo?

-Sí.

-Y recuerdas a Medusa, ¿verdad? Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Su voz interior: «Sobre mi cuerpo decido yo»

Aine pendiente 700x450 azul 90ppp

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña.

Hoy traigo el pecho hinchado de orgullo. Mi hija está emocionada, porque se acaba de hacer los agujeros en las orejas. Está en la zona de juego, enseñándole sus orejas a todo el mundo, que ahora lucen dos minúsculas bolitas rosas. Ha sido su decisión. Suya, y de nadie más.

Me preguntaron mucho, cuando nació, cómo es que no le iba a poner los pendientes. ¿Cómo se sabría, entonces, que era una niña? Y me preguntaba yo… “¿Y qué necesidad hay de saber que es una niña?”. Tampoco llegué nunca a comprender, lo confieso, por qué estas cuestiones me las hacían a mí, y no a su padre. Es decir, por qué no cuestionaban a su padre: solo a mí.

No le quisimos perforar las orejas. Nunca entendí que yo pudiera decidir por ella. Ya sé que es algo “inocente”, que es una cuestión “cultural”, pero es una tradición que me enciende algo por dentro. Es la primera decisión que tomamos por ellas, y lo hacemos solo porque son mujeres. Esta primera marca, puramente cultural, sin darles opción a negarse, es tal vez la primera impronta que dejamos en ellas de que otros pueden decidir sobre sus cuerpos.

Yo no pude. Y ya no entro al tema del dolor, que se dice siempre que “de bebés no les duele”, aunque parece demostrado que sí. Es que no puedo. No puedo agredir la integridad de otra persona. Menos aún de uno de mis hijos.

Como padres cometemos muchos errores. No aspiramos a ser perfectos, pero nos exigimos ser coherentes. Y yo tenía claro que quería que mi hija aprendiera, lo antes posible, que solo ella es su propia dueña. Que nadie, nunca, salvo ella misma puede decidir sobre su cuerpo. De hecho, es algo que también le he enseñado siempre a mi hijo. Pero, claro, con él no me vi en la tesitura de tener que decidir sobre unos pendientes, porque él nació varón. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Desde el miedo

KONICA MINOLTA DIGITAL CAMERA
KONICA MINOLTA DIGITAL CAMERA

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. La mujer que me acompaña es mi madre. A la playa nunca consigo arrastrarla, pero a ella, descendiente de un largo linaje de mujeres cafeteras, le cuesta decir que no a un café.

Vengo a este lugar a menudo, y siempre, siempre, sin faltar ni una sola vez, me ponen el mismo detalle con el café: un chupito de zumo de naranja y un trocito de bizcocho. El zumo me produce acidez (cosas del embarazo) y el bizcocho no me gusta, así que, cada vez que me voy, recogen el platito tal como me lo han dejado en la mesa. A veces un poco accidentado, porque algún tropezón ocasional derrama el zumo… Pero, aun así, cada vez que vengo ahí está: el platito.

Por eso el comentario de mi madre me ha resultado tan… Revelador. “Hija, esto hay que comerlo, que si no otro día no te ponen nada”. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Paredes y peldaños

paredes y peldaños

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Diría que es una lata que el frío y esta lluvia incesante nos inviten a buscar un escondite en el que resguardarnos, pero después de la sequía de este otoño sería de idiotas maldecir esta bendita lluvia. Que llueva, por favor. Que no deje de llover.

Además, estos sitios kid friendly modernos son una chulada. Parece que están hechos a propósito para postear fotos en Instagram, con tantos pasteles de colores y tantos colores pastel. Pero lo importante es que ellos también tienen un espacio pensado para ellos: con libros, con juguetes y sin absurdas normas de comportamiento adulto. Yo me conformo con estar aquí, con mis hijos jugando a mi izquierda, un enero lluvioso tras el cristal a mi derecha, una enorme taza de buen café entre las manos y el bullicio de una docena de chácharas flotando en el aire. ¡Qué digo me conformo! Por dios, qué felicidad.

Un estruendo, de repente, ha sonado por encima de la gente. Dos chicas han llegado y se han sentado justo detrás de mí, tirando sus mochilas al suelo y sus libros en plancha sobre la mesa. Parecen, no sé, enfadadas. Especialmente una de ellas que al sentarse, derrotada, ha estrellado su silla contra la mía.

-Paso –ha escupido, con más bilis que voz-. Ya está, ¿pa’ qué? ¿Pa’ volver a esforzarme lo que me esforcé y que se ría otra vez de mí, delante de todos? Paso –ha vuelto a escupir-. ¿No dice que no valgo? Pues se acabó. Lo dejo.

He tardado un rato en darme cuenta de que estaba hablando de un profesor. Uno que, por lo visto, se había reído de su trabajo ante toda la clase, cuando ella realmente había invertido mucho tiempo y esfuerzo en él. Me pregunto cuántos profesores serán realmente conscientes de lo importantísima que es su labor, y de cuánto pueden llegar a cambiar la vida de alguien.

No he podido evitar recordar. Yo tuve un profesor, uno de esos que rebosan vocación docente por cada poro de su piel. Se llamaba Javier. Javier López. Una vez me escribió una vez una nota a pie de un escrito mío, que con tinta roja decía: “Escribes bien. No lo abandones”. Y mucho de quien soy hoy se lo debo, aunque parezca mentira, a aquella roja anotación.

Y no he podido evitar seguir echando la vista atrás. He recordado a Garnacho, que me dijo que le había presentado el examen de historia mejor escrito que había leído, aunque tuviera que suspenderme. A la hermana Mercedes, que en séptimo me echó de clase de religión por contarle a mi compañero de pupitre la teoría del Big Bang. A Roberto, que fue el primero que nunca me puso un sobresaliente. A María Rosa, que me acusó de haber copiado porque era “imposible que una niña de diez años hubiera escrito aquel poema”. También a Marisa, en párvulos, que me dio un abrazo fuerte porque le gustó cómo había pintado de amarillo un cenicero de papel maché… Qué curiosas son las cosas que nos marcan…

Y luego, por alguna razón, la memoria me ha llevado fuera del colegio en un giro amargo, y he recordado al novio de una que, borracho durante una cena, me llamó a mis dieciséis años parásito inútil por pensar que podría vivir del arte. Al novio de otra, cuando vinieron a ver mi primer apartamento, vio un cuadro a medio pintar en un caballete, y se rio de mí. “¿Ahora te da por pintar?” Acababa de estrenar aquel caballete y de volver a coger los pinceles, después de tres años. Nunca terminé aquel cuadro. Tardé años en volver a coger un pincel. Al novio de otra, que decía ser un gran escritor (aunque solo escribía para sí mismo porque nadie quería leerlo), que decía que aquello que yo hacía no era literatura. Que era pienso para el vulgo.

Y habría dejado de escribir, como dejé de pintar, si no hubiera sido porque Javier, mi profesor, me dijo que no lo abandonara. “Pues escribiré para mí, pero escribiré –pensaba-. Aunque nunca nadie llegue a leerme”. Y, al final, no sé si encontré el camino o si el camino lo hice al andar, pero aquí estoy: caminando.

He tardado años en comprender que cuando alguien te dice que “no puedes”, solo está proyectando en ti sus propios fracasos. Es su manera de decir “si yo no puedo, tú tampoco”. ¿Por qué no hacemos esto? ¿Por qué dejamos que nos llenen de sombras personas que, al cabo, no son nadie en nuestra vida?

Ojalá pudiera contárselo a la chica que tengo detrás de mí. Ojalá pudiera contárselo a su profesor. Y ojalá, ojalá, pudiera darle las gracias a Javier. Porque cuando no te falta gente que te diga que no puedes, que te haga sentir pequeña, que levante ante ti una pared que te separe de quien quieres ser, la diferencia la puede marcar alguien que te tire una caja a los pies, una de esas de fruta, de madera raída, que te haga de peldaño para coger impulso y saltar.

Transparencia 200x200

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+