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Relatos

El paso que separa un mundo hostil de un mundo amable

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Iba a entrar con mi hija en la panadería y un chico, que parecía tener mucho menos de lo mínimo, en la puerta pedía 10 céntimos que le faltaban para poder comprar un café y un donut. Le dije que lo sentía, que no llevaba efectivo (nunca lo llevo), pero que yo le invitaba a desayunar. Pagué con mi tarjeta nuestro pan y el euro cincuenta de su desayuno. Y cuando mi hija me preguntó por qué lo había hecho le dije: «Porque puedo».
Os voy a contar una historia. Ocurrió hace veinte años.
¿Sabéis cuando dicen que, con el tiempo, solo te arrepientes de las cosas que no has hecho? Pues debe ser verdad.
Era una tarde de viernes. Hacía poco tiempo que me había venido a vivir a Gijón y aún conservaba mi trabajo de los fines de semana, de camarera, en el pueblo.
En la antigua estación acababan de poner las máquinas expendedoras de billetes. Aún había una ventanilla operativa, pero solo para trenes de largo recorrido: los de cercanías había que comprarlos en la máquina.
Recuerdo cuando entré en la estación, a todo correr porque iba a perder el tren (y solo había uno cada hora) y la vi, al fondo, con cara de no entender aquel maldito trasto y el gesto arrugado en una mezcla de impotencia y desamparo. Ese gesto en el que te parece reconocer el fugaz pensamiento de que el mundo es un lugar que ya no piensa en ti y al que no le importa que tú no puedas comprenderlo a él. Un lugar hostil.
Según yo me acercaba a la máquina vi cómo iba a pedir ayuda a la única chica de la ventanilla, y mientras sacaba mi billete vi de refilón cómo la chica de la ventanilla le explicaba que no podía ayudarla y que tenía que sacar el billete en la máquina. Aquella mujer y su expresión triste volvieron a la máquina. Yo quería ayudarla a sacar su billete. Pero mi tren se iba. Y yo tenía que ir a trabajar. Y me fui.
Me quedé atenta mirando por la ventanilla. El tren, finalmente, echó a andar. Y a ella no la vi subir.
Recuerdo de manera absolutamente nítida, como si ahora mismo la tuviera delante, su chaqueta roja, su bolso pequeño, su falda recta, sus zapatos planos. Su pelo corto, sus pendientes de falsas perlas. Tendría unos setenta años. Y ¿sabéis una cosa? Solo era un trabajo. Solo era otra tarde. Veinte años después, aquel bar no me importa. Pero me pesa como una enorme piedra en la nuca haber dejado allí a aquella mujer, en aquel mundo hostil. El que se negaba a facilitarle un billete para el tren.
A veces podemos dar ese paso. Yo lo doy siempre que puedo desde la mujer de la estación. Lo que marca la diferencia entre un mundo amable y uno hostil no es el billete, ni el café: es la gente. Es que haya alguien, quien sea, aunque solo sea una persona, dispuesta a ayudarte con tu billete o tu café.
Feliz tarde de jueves, gente. Procurad ser amables 🙂
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Foto de Ekrulila en Pexels
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Yo NO SOY defensora del parto en casa

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No sé muy bien por dónde empezar, así que voy a empezar por algo que me sucedió hace poco:

En una conversación con alguien, esa persona me dijo (con cariño): “Además tú, que eres defensora del parto en casa”.

Este me parece un buen punto de partida: yo NO SOY defensora del parto en casa. ¿Sabéis de qué soy yo defensora? De asumir que las mujeres son  –y sé que esto es una idea revolucionaria- seres inteligentes, capaces de tomar sus propias decisiones y, además, decidir bien. Qué locura, ¿eh?

Yo no soy defensora del parto en casa, como no soy detractora del parto hospitalario. Yo soy defensora de que cada mujer es perfectamente capaz de elegir libremente, y de que esta sociedad debería favorecer las decisiones libres, sin presuponer incapacidad o enajenación, y sin intentar, constantemente, interceder en esa decisión, y mucho menos desde el miedo. Resumiendo: yo lo que defiendo es que cada mujer pueda elegir. Si es que estoy loca.

Cuando una mujer decide que quiere parir en el hospital (en realidad, tanto si lo decide como si lo hace por inercia de grupo) no pasa nada. “Ok, baby, todo correcto. Vas por el buen camino”. Pero cuando una mujer decide, no, se plantea parir en casa, se encuentra con la combinación que desde el inicio de los tiempos se opone a cualquier cosa que cuestione lo establecido: desconocimiento + prejuicios. Mortal.

Como puedo presumir (y de hecho lo hago) de tener uno de los espacios de internet, hoy día, en el que más respeto, diversidad y diálogo se puede encontrar entre las lectoras habituales (y lectores también: ¡Hola, 5%!), pues voy a aprovechar este espacio para compartir un poco de información veraz para aquellas personas que, de verdad, tengan un poco de interés en saber más sobre este tema.

Así que me lanzo: voy a contestar a los prejuicios y preguntas con los que YO me he encontrado al decidir, con dos de mis tres hijos, parir en casa. Vaya por delante que no pretendo, ni muchísimo menos, convencer a nadie de nada, pero creo (y veo) que existe MUCHA desinformación acerca del parto en casa, así que voy a exponer la información de que dispongo a través de la investigación y mi propia experiencia, por si a alguien le puede interesar.

Empiezo: Leer artículo completo

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Relatos

Medusa malvada. Pobre Medusa

Medusa

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña.

Mi hija hoy, al fin, ha recordado traer tizas de colores para pintar en ese trozo de pizarra que decora la esquina de la zona kid friendly.

Mi hijo ha venido a sentarse a mi lado, un poco ofendido por una disputa con otro niño. Es curioso cómo a veces nos obligamos a describir de nuevo nuestro mundo para responder a sus preguntas…

Él no suele interesarse por juegos violentos. No le gusta jugar a la guerra, y el único niño que hay hoy en la zona parecía empeñado en jugar a la guerra con él, hasta que mi hijo se ha rendido –literalmente- y ha decidido venir a merendar a mi lado. “Jugar a la guerra”, qué expresión tan dolientemente propia de quienes no son conscientes de a qué están jugando.

-Además quería que yo fuera el malo, mamá, y yo no quiero ser el malo.

-Lo entiendo – le dije, intentando que el orgullo tras mi sonrisa no fuera demasiado evidente, hasta que me espetó:

-Mamá, en una guerra, ¿cómo se sabe quiénes son los buenos y quiénes son los malos?

Y se me ha caído la sonrisa. He pensado un momento, que aunque sospecho no fue largo sin duda habría deseado que fuera más corto, y al final respondí:

-¿Te cuento un secreto, Hugo? En las guerras no hay buenos y malos: todos creen que son los buenos. Lo que pasa es que la historia siempre la cuentan los que ganan. Y siempre dicen que los malos eran los otros.

Ha perdido los ojos a través del cristal, con esa mirada que he aprendido a reconocer y que delata que está buscando una metáfora en la que explicar lo que yo acabo de contarle. Así que he decidido acompañarle en el viaje:

-¿Recuerdas la peli que vimos el otro día? ¿La de Perseo?

-Sí.

-Y recuerdas a Medusa, ¿verdad? Leer artículo completo

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Sobre el odio

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Ayer por la tarde, unos amigos vinieron a vernos a nuestro lugar de vacaciones. Salieron de su casa a las cuatro y media de la tarde. Justo veinte minutos después, a las cinco menos diez, ellos estaban en plena carretera, yo preparaba fruta para la merienda y mis hijos preguntaban nerviosos cuánto tiempo faltaba para que llegaran. En ese mismo instante, una furgoneta asaltaba la Rambla de Barcelona, llevándose en su locura la vida de trece personas y sembrando un centenar de heridos en la calle.

Llegaron a las cinco. Nos dimos besos, abrazos y risas. Un baño en la piscina. Nos fuimos a merendar. Los niños jugaban, Paloma y yo hablábamos de mil cosas, todas a la vez. Mi hombre, en casa, a trescientos kilómetros de nosotros, me llamó por teléfono sobre las seis:

-¿Te has enterado?

-¿De qué?

-Ha habido un atentado…

Nos quedamos paradas. Es terrible. ¿Cuántos muertos, dice? Trece. En twitter ponen que dos. Ve a saber. No, no, son trece. Qué horror.

Qué horror.

Estuvimos un rato en silencio. Seguimos merendando. Recuperamos la conversación. Nos lo comimos todo: la fruta, el embutido, la tarta de manzana. Volvimos a la piscina a darnos otro baño. Luego nos tomamos algo en la terraza del bar. Seguimos hablando. Más risas. A las diez nos despedimos, igual que cinco horas antes, con besos y abrazos.

Y así, el mundo, siguió girando. Porque siempre lo ha hecho. A pesar del dolor, de la injusticia, del miedo, el muy condenado sigue girando, y la vida avanza con su giro.

No se paró cuando murió la abuela de mis hijos, ni mi abuela, ni mi hermano. No se parará cuando nos vayamos nosotros, tampoco. Nunca lo hace. No importa cuántas familias desgarradas habiten el planeta, no importa cuánto duela, no importa nada: nunca lo hará.

Y ellos lo saben.

Saben que no pueden parar el mundo, y por eso no lo pretenden. Lo que pretenden, lo que buscan, es sembrar odio. Y lo terrible, lo que verdaderamente da miedo, es que lo están consiguiendo. Los muy cabrones, lo están haciendo.

Nos están rompiendo por dentro. Nos dividen. Nos enfrentan. Y no, no hablo de «europeos contra musulmanes», hablo de personas contra personas. El único arma capaz de dominar al ser humano con más eficacia que el dinero es el miedo.

Y ellos lo saben.

Y lo utilizan. Leer artículo completo

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Tú también vas a morir

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No es una cuestión de que yo sea antitaurina. Yo me declaro antisufrimiento.

La vida es el único regalo que verdaderamente se nos da. A todos. Y, para mí, es sagrada. “No es un ensayo general”, que decía aquél. Así que la tenemos para vivirla en plenitud o, al menos, para intentar vivirla con la mayor plenitud que seamos capaces dentro del mundo particular que a cada uno le haya tocado vivir.

Yo soy antisufrimiento: el de los pollos que nacen y mueren sin conocer más que la jaula que los engorda, el de los animales a los que sus crías les son arrancadas nada más nacer, el del toro que cae en la arena escupiendo sangre. El del niño que enferma, el de la madre que llora, el del alma que rompe.

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Señores de H&M, les propongo una idea absurda:

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Señores de H&M, les propongo una idea absurda:

Imagínense su tienda dentro de, qué sé yo, veinte años. Imaginen a un cliente entrando por la puerta, mirando alrededor y sintiéndose libre de comprar cualquier cosa que le apetezca, que le guste, que le haga sentir bien, cómodo, especial. Identificado. Qué tontería, ¿verdad? Eso ya lo puede hacer ahora, cualquiera. Entrar y comprar lo que se le antoje.

De acuerdo, retrocedamos.

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Las buenas madres NO DAN TETA

Las buenas madres no dan teta

Compartí hace poco un post sobre “esos niños que NO NECESITAN teta”. Para resumir, sobre la lactancia materna, de esa que dura incluso cuando el niño ya tiene dientes, come otras cosas, camina, corre y es capaz de venir a pedírtela a gritos. De esa lactancia que va más allá del año, o de los dos, o de los cinco o los que sean, y que al grueso del mundo le parece algo grotesco y censurable. De esa lactancia que yo practico con mis dos hijos, mal llamada “prolongada”.

Y cuando comparto algo así soy plenamente consciente de que me traerá muchos dislikes, bastante polémica y algún enemigo. ¿Por qué lo comparto, entonces? Porque algunas cosas alguien tiene que decirlas en voz alta. Cuanto más alta mejor. Y hace tiempo que, además de no dejarme comer por lo políticamente correcto, intento obviar lo popularmente apropiado. Aunque lo pague con popularidad.

Se suele levantar un debate, con estas cosas, sobre cuál es la mejor opción, sobre qué pasa con esas madres que no quieren o no pueden dar pecho, con las que lo han dado poco, con las que estivilizan, las que llevan siempre en brazos, las que paren en casa o las que programan una cesárea, todas sintiéndonos buenas. Todas sintiéndonos malas.

Y no.

Lo siento, pero las buenas madres no dan teta. Las buenas madres no dan biberón, ni colechan, ni estivilizan, ni paren en casa, ni programan cesáreas, ni hacen lo que les mandan ni nadan contra corriente.

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Esos niños que NO NECESITAN teta

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El otro día leí a una chica en una publicación de Facebook –bueno, en realidad en el hilo de comentarios de una publicación sobre lactancia materna en niños “mayores”- decir que de acuerdo que la leche materna es muy buena, pero que «un niño de cinco años no necesita pecho para comer.»

Oye, cuánta razón. Me gustó tanto el comentario que llevo desde entonces queriendo responder, e incluso ampliarlo un poco. A ver qué tal me sale:
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Ni frío, ni calor. (La que habéis liao, antitaurinos)

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Cómo son las madres, que siempre tienen ahí guardada una pregunta cargadita de mala leche, por si se acaba el tema de conversación.

Pues mi madre ayer esperó al momento perfecto y me preguntó, como quien pregunta la hora, «¿Has visto la que han liado los antitaurinos?»

Y yo hice un repaso mental express por toda la información acumulada en mi cabeza de los últimos días… ¿Manifestaciones? No. ¿Asaltos a plazas? Tampoco. ¿Agresiones? No, nada. Y entonces cruzan por mi mente en -horripilante- desfile las cadenas de televisión que ve mi madre, y los periódicos que salen en esas cadenas como incuestionables… Ay.
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