Ahora que tengo un ratín, quiero compartir algo. Puede que lo lea alguien que en su trabajo se relacione con niños, aunque sea de manera ocasional -puede que, sobre todo, si es de manera ocasional- y le sirva para reflexionar acerca de su manera de relacionarse con ellos. En realidad, tengo la esperanza de que así sea.
Os voy a contar lo que me ha pasado hoy:
Mi hija mediana tiene una percepción y una sensibilidad excepcionales, lo cual es una gran cualidad, aunque en ocasiones dificulta algunas situaciones. Por ejemplo, es muy aprensiva y temerosa del dolor en el propio cuerpo.
Esta mañana fuimos al centro de salud, porque tenían que sacarle sangre para unos análisis importantes. Nos dieron la cita la semana pasada, y estuve desde entonces preparándola, ayudándola a mentalizarse de lo que iba a pasar hoy cuando llegáramos al ambulatorio.
– No quiero, mamá, tengo miedo.
– Lo sé, es normal tener miedo.
– Pero, ¿me va a doler?
– No lo sé. A algunas personas les duele, a otras no. Lo que puedo prometerte es que durará poco.
Muchas veces tuvimos, a lo largo de estos días, esta conversación y muchas otras. Le expliqué, una y mil veces, por qué era importante hacerse estos análisis. Que habría que madrugar un poco más que de costumbre, que cuando llegáramos probablemente habría mucha gente esperando… Le detallé cómo le pondrían una goma en el brazo, le localizarían la vena y le pincharían con una aguja conectada a un tubito por el que saldría la sangre y a un pequeño bote donde se recogería. Incluso vimos un vídeo en YouTube. Conocer todo el proceso la ayudaba a tranquilizarse.
– ¿Pero me voy a quedar sin sangre?
– No. Tú en el cuerpo tienes cuatro botellas de sangre, y te van a quitar solo un tapón pequeñito.
Son curiosos los miedos que me ha trasladado durante todos estos días. Damos por sentado que ellos saben ciertas cosas, porque para nuestra mente adulta son tan evidentes… Que olvidamos que ellos no son adultos. Qué importante es hablar con ellos, dejar que se expresen y acompañarles, en lugar de ignorar las cosas, como si no existieran. Como si algo pudiera dejar de suceder por no hablar de ello.
– ¿Sabes? Abuelita se hace análisis muy a menudo.
– ¿Y la gente que se ha hecho muchos análisis cómo es que todavía tiene sangre?
– Porque el cuerpo fabrica sangre nueva constantemente.
– ¡Ah, sí! ¡Ya me acuerdo!
Juntas, cuando ya teníamos claro lo que iba a pasar, trazamos un plan para que todo resultara lo más tranquilo posible, aunque le doliera. Como cuando se perforó las orejas. Se sentaría en mi regazo, decidió que prefería no mirar así que me miraría a mí: nos miraríamos la una a la otra y yo le contaría un cuento inventado para ella sobre una niña a la que le encantan las tortitas. Y, antes de que se terminara el cuento, ya habría pasado todo. Solo había que mantener la calma, y escuchar el cuento.
Pero, ¡ay!, todo se complicó.
Con la Luna de Nieve aún en el cielo y dos grados de temperatura, llegamos a las ocho en punto de la mañana al centro de salud que, como habíamos predicho, estaba lleno de gente. Esperamos durante casi una hora a que nos llamaran. Creo que deliberadamente nos dejaron para el final, por tratarse de una niña pequeña. Yo lo agradecí, porque imaginé que así todo estaría más tranquilo y tendrían menos prisa. No importó la espera: tuvimos paciencia, reímos, nos hicimos cosquillas, jugamos…
– ¿Me cuentas ya el cuento de la niña de las tortitas, mamá?
– ¡No puedo! Es el cuento que te contaré mientras te sacan sangre, y tiene que ser una sorpresa.
Nos llamaron y entramos. Era el momento de poner el plan en marcha para que a mi niña de las tortitas todo aquello le resultara lo menos traumático posible. Mi hija se sentía valiente y animada. Pero todos nuestros planes no sirvieron para nada.
Me senté en la silla, y mi hija en mi regazo. La chica que le haría la extracción, al otro lado de la estrecha meseta, colocó un cojín y mi hija estiró los brazos encima.
– ¿Qué brazo quieres que te coja? – le preguntó.
Mi hija empezó entre risas y divertida a jugarse al Pito pito gorgorito qué brazo darle a la chica. Pero cuando acabó el pito pito empezó con En la casa de Pinocho (manías suyas, siempre hace los dos), y se ve que eso ya era demasiado para la enfermera, que agarrándola por una muñeca dijo «Venga, este». Ese fue el momento exacto en que a mi hija le cambió la cara.
La giré para que me mirara y le dije «No mires, te voy a contar tu cuento», pero en cuestión de apenas unos segundos allí se desató un ciclón: dos mujeres más aparecieron y la rodearon, diciéndole cosas en un tono de voz muy apresurado.
«¡Mira, mira, mira! ¡Te vamos a poner una mariposa!»
«¡Oy, qué valiente esta niña! ¡Le vamos a dar un premio!»
«¡A ver, quieta! ¡No te muevas o te va a doler más!»
Y mi hija dejó de oír mi voz. Dejó incluso de mirarme para mirar asustada a las mujeres que la rodeaban. Miró la aguja. Y lloró como si le arrancaran la vida. Toda una semana trabajando aquel momento, se perdió allí, ante mis ojos, en el vaivén de batas blancas volando junto a nosotras.
– Bueno, a ver qué hacemos con esta niña -dijo alguien cuando acabó todo-, porque ha llorado. Pero bueno, ha sido muy valiente. Que no se vaya sin un premio, ¿eh?
Esperamos un par de minutos allí sentadas, yo abrazándola mucho, ella llorando sin consuelo. Finalmente salimos de nuevo a la sala de espera, y allí la seguí abrazando un rato hasta que se sosegó.
– ¿Por qué me han mentido? Me dijeron que me iban a poner una mariposa, y eso no era una mariposa, era una aguja.
– Ya lo sé, cariño. Hay personas que creen que a los niños es mejor mentirles, no sé muy bien por qué.
No nos dieron ningún premio. Ni falta que hacía, tampoco. Aborrezco los «premios».
– Mamá, ¿me cuentas ahora el cuento de la niña de las tortitas?
– Claro que sí. Había una vez una niña muy lista, que tenía la cabeza llena de pájaros y de rizos de oro viejo, a la que le encantaban las tortitas con sirope de chocolate. Un día…
Y mi hija y yo volvimos a casa, e hicimos tortitas con caritas de sirope. Lo primero que le contó a su padre fue que le habían mentido.
– Me dijeron que me iban a poner una mariposa, papá, y no era una mariposa: era una aguja.
Me avergüenzo de mí misma. De no haberle dicho a la chica de la extracción «¡Eh! ¿Te importaría esperar a que ella termine de decir qué brazo quiere darte? Son solo unos segundos más». O, cuando empezó todo ese revuelo de repente, haberlas parado a las tres y decirles «¡Un momento! Esto no hace falta, por favor, calma. Dejadme hablar con mi hija, está todo controlado». Si a mí, adulta, me pilló por sorpresa y anuló mi capacidad de reacción, cómo no se sentiría mi hija…
Gentes del mundo que trabajáis con niños: ¿Qué relación tenéis con ellos? Puede que valiera la pena parar un minuto (solo uno, ¡no hace falta más!) a hablar con los padres y preguntar qué necesita para sentirse bien la pequeña persona que tenéis delante.
Mi hija aún está enfadada por lo de la mariposa.
Suerte que nos quedan las tortitas.
Y sus rizos de oro viejo.