No había papel higiénico. Ni papel, ni váter, ni bragas. Mi madre me contó alguna vez que las mujeres, cuando subían de Miñagón a Boal a vender al mercao, iban en falda y si les apretaba la gana se apartaban un poco del camino, abrían las piernas y así meaban: de pie, piernas abiertas, discreta y naturalmente. Y esta estampa de mujeres meando de pie tranquilamente bajo la falda, pertenece a alguna Asturias de sólo un puñadín de décadas atrás.
Y yo, que nací en los modernísimos y gloriosos ochenta en una familia de hosteleros, fui niña y adolescente en un lugar en el que a Cristina la del café le arrancaron -le arrancaron- los ojos “porque era una calientapollas”; en el que a una niña de doce años -doce años- en s casa la llamaban Bárbara y en la calle la dos cincuenta, porque un gilipollas dijo un día que se la había chupado por doscientas cincuenta pesetas; en el que se oía que si las mujeres querían igualdad “primero tenían que aprender a mear de pie”. Y detrás había risas. Y miraba a las mujeres y las veía sonreír la gracia con ese cinismo de “te mandaría a la mierda, pero no quiero ser antipática”, de “mejor me callo que si no voy a parecer una histérica”. Porque podemos ser muchas cosas, pero antipáticas no. Histéricas, tampoco.
Y, así, va una construyéndose como mujer, mirando alrededor y sintiendo que algunas cosas no están bien, pero aprendes a envolver la rabia en sonrisas, a no meterte en calles oscuras y a no acercarte demasiado a los chicos porque, desde luego, si empiezas algo después no tienes derecho a cambiar de opinión. ¿Para qué vas a darte besos al parque, si no quieres que te violen?
Aprendes a pasar por la vida con esa careta que -te venden- es garantía de que todo irá bien. Sé educada. No te quejes. Sonríe. Porque, si te quitas la máscara, cualquier cosa mala que te pase será culpa tuya. Por mostrarte. Por dejarte ver. Por ser mujer.
Hasta que un día se te inflan los estrógenos y decides que te quieres, que eres grande, que tienes derecho a hacer lo que quieras y ser respetada a pesar de ello. Y ese día te cambian el cartel: ya no eres maja, ni guapa, ni simpática, no. Ese día el mundo te tiene preparado el cartel de FEMINISTA. Que tú no tienes muy claro lo que es porque hay tantas definiciones como gilipollas en el planeta, pero decides que sí: que si un cartel ha de irte bien, será ese. Y te declaras feminista. Y a partir de ahí el discurso a tu alrededor parece que cambia… Pero no: ese discurso siempre ha sido el mismo, sólo que no te habías dado cuenta hasta ahora de lo dañino que es.
Eres una exagerada. Mira que enfadarte por un piropo. Pobrecitos hombres, que sus intenciones son buenas. Vaya histéricas. Rencorosas. Amargadas. El feminismo ya es innecesario. ¡Pero si ya podéis votar! El feminismo es una moda. Tenéis más privilegios que los hombres. El feminismo es una manipulación. A ver si echáis un buen polvo. El feminismo, el feminismo, el feminismo… Pues mira, TÍO, lo siento: NO puedes hablar de feminismo. Simplemente, no puedes.
Dice un proverbio que para hablar de mi vida primero has de caminar una milla con mis zapatos. Pues, si tú quieres hablar de feminismo, primero camina esa milla con mis tetas. Y te garantizo una cosa: no importa que mis tetas sean grandes o pequeñas, altas o caídas, redondas o triangulares. En el mismo momento en el que te las pongas -con todo lo que llevan consigo- no te gustarán.
No puedes hablar de feminismo. Simplemente, no puedes.
Porque tú no sabes lo que es poner los músculos en tensión cuando notas que hay un hombre tras de ti.
Porque tú no sabes lo que es cambiar de acera para no cruzarte con un tipo que te está gritando piropos ya de lejos.
Porque no sabes lo que es dar un rodeo camino del trabajo, con tal de evitar la obra desde la que te llueven esputos un día tras otro. Ayer se propasaron tanto que todo el mundo alrededor se giró para mirarte a ti, y tú sentiste vergüenza. Tú, que sólo caminabas hacia el trabajo.
Porque no sabes lo que es que te insulten porque no dejas que te inviten a una copa. Frígido. Malfollado.
Porque no sabes lo que es tomarte un café fingiendo que no te das cuenta de que los dos idiotas del fondo de la barra están hablando de ti.
Porque no sabes lo que es andar solo por la noche y simular que hablas por el móvil para intentar -sabe dios por qué- ahuyentar al chico que crees que te sigue desde hace tres calles.
Porque no sabes lo que es meter la mano en el bolsillo y localizar con disimulo la llave del portal para tenerla preparada, por si de repente tienes que jugarte la integridad en una contrarreloj.
Porque no sabes lo que es meterte desesperado en un portal que ves abierto, cerrar la puerta y subir corriendo las escaleras para que parezca que vives allí. Y desde luego que no sabes lo que es asomarte, en la oscuridad, y tener que esperar un rato largo con el miedo comprimiéndote el estómago, porque ves que el chico que venía siguiéndote merodea el portal.
Y, sobre todo, porque no sabes lo que es que todo esto que te puede hacer un hombre, no lo hace él: lo provocas tú, maldito histérico.
Porque no sabes una mierda de lo que es tener que parapetarte detrás de un par de tetas en este territorio hostil, hecho por y para las armas de los hombres.
Así que no, no puedes hablar de feminismo. No hasta que hayas pasado por todo lo que pasamos todas y cada una de nosotras. No hasta que hayas caminado esa puta milla con nuestras tetas.
Y no, amigo mío, por mucho que lo desees no podrás rendirte: tendrás que dar hasta el último paso. Sobrevive. Y luego sí. Luego hablaremos de feminismo.
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En la foto destacada: Alex, un desconocido en la cafetería. Gracias por dejarme hacerte la foto.