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Relatos

Calabazas. Capítulo IV.

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Una gata tricolor con un grueso collar antipulgas se coló por la gatera de la puerta trasera de Isolina y llevó su pequeña nariz directa hacia la salita, atraída, seguramente, por el olor del pastel. Pasó frotando su costado por el sillón de la anciana, luego fue a restregarse en las piernas del policía y después volvió hacia la mujer y, de un salto que más parecía un vuelo ligero, se subió al regazo de Isolina, que la levantó en brazos.

—No, no —decía ella—. Tú no puedes comer pastel, que te pones malita. —Y la llevó hasta el aparador, donde la posó con suavidad.

Luis, aunque no alcanzaba a verlo porque la mujer le daba la espalda, sonrió al oír cómo se abría y se cerraba la pequeña cajita donde sabía que Isolina guardaba las chucherías para los gatos.

—¿Cuántos tienes ahora, Isolina?

—¿El qué, gatos? —respondió ella—. Yo no tengo ningún gato, solo les pongo los collares, que no quiero que me traigan pulgas a casa. Pero ellos vienen y van cuando quieren. Lo que pasa es que aquí están a gusto. —Sonrió dulcemente—. Además, siempre es bueno poder contar, al menos, con la visita de un gato.

El agente dio el último mordisco a su pastel y removió su café. Se lo acercó a los labios y comprobó con gusto que ya no quemaba. Dio un sorbito que le produjo una mueca de amargor, y añadió dos cucharaditas más de azúcar. Volvió a remover y, esta vez sí, bebió un buen sorbo, complacido.

—Hala, venga —le decía Isolina a la gata tricolor mientras la llevaba a la cocina y la sacaba de la casa otra vez por la gatera—. Ahora a dar un paseín.

—Isolina… —empezó a decir Luis cuando ella volvió a la sala.

Isolina se sentó cansadamente de nuevo en el sillón. Su cara, que se había iluminado brevemente con la visita de la gata, volvía a oscurecerse tras una expresión de tristeza.

—Ay, Luisín… —suspiró.

Luis miró a la mujer con compasión. La conversación que debía tener con ella, lo sabía, iba a ser dolorosa para la anciana. El policía se terminó el café de un trago, tomó aire y, haciendo acopio de profesionalidad, se lanzó sin más. Leer artículo completo

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Relatos

Calabazas. Capítulo III

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A Juanucu el instituto le venía un poco grande. Él estaba acostumbrado a ser el mayor de su pandilla en Lada, en su barrio del Ponticu, en la que había hasta nenos que tenían solo siete años. Pero él, que cumpliría catorce en diciembre, era de los más pequeños del instituto en La Felguera, el pueblo de al lado. Todo se le hacía enorme, allí.

A mediados de octubre llevaban ya un mes de clases y él seguía estando solo a la entrada, a la salida y durante los recreos. Que no es que tuviera nada de malo, estar solo, pero no era lo que él quería. Él quería estar con gente, hacer nuevos amigos, sentir un poco que pertenecía a aquel lugar. Su suerte pareció cambiar el día que, en clase de Cultura, la profesora decidió hablar sobre el Día de todos los santos, el Halloween americano y el Samaín celta, que se había celebrado en algunas zonas rurales de Asturias incluso ya bien entrado el siglo XX. La clase, distendida y divertida, fue derivando de alguna manera en los rituales paganos que todavía perviven entre personas creyentes en algún tipo de magia. Círculos de sal, velas de colores, maldiciones con sapos, sacrificio de gallos… Esas cosas.

En un punto, la profesora hizo la pregunta que, sin saberlo, cambiaría el rumbo del futuro de Juanucu:

—Es muy posible que en vuestro entorno haya por lo menos una persona que cree y practica este tipo de cosas, aunque no lo sepáis. ¿Qué decís? ¿Conocéis a alguien?

Y Juan levantó la mano. Leer artículo completo

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Relatos

Calabazas. Capítulo II

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Ese borracho malnacido la tenía hasta el mismísimo coño. Que no sabía dónde estaba el dinero, decía. ¡Ja! Y una mierda. Como si ella fuera tonta. Como si no supiera que se lo gastaba todo en vino antes de llegar a casa el día de paga. Maldito miserable, sinvergüenza impresentable. Y todavía se atrevía a gritarle a ella, ¡a ella!, cuando a finales de mes tenían que subsistir comiendo sopas de ajo porque no había para más. Le traía más a cuenta ser viuda y cobrar la pensión de la mina que seguir aguantando a aquel imbécil. Total, ¿quién lo iba a echar de menos? Su padre faltaba desde hacía veinte años, su madre se había ido hacía ya dos y en el pueblo nadie lo soportaba. Normal, siempre a la gresca con todo el mundo. ¡Hasta con Isidro, que era un bendito! Isidro, que había puesto la valla entre las dos parcelas porque se lo había pedido ella en secreto, harta de tener que ir a buscar a su marido, borracho y desorientado, monte abajo, a la finca del vecino. Y todavía el muy idiota se empeñaba en encararse a él y reclamarle dinero. E Isidro, el muy bobo, aguantando ahí sus gritos por guardarle a ella el secreto. Con estúpido parásito se había casado.

Uno de los gatos pasó por encima de la mesa y sacó a Isolina de sus pensamientos, en los que se había ensimismado mientras miraba el paquete de azúcar sobre la mesa. Leer artículo completo

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Relatos

Calabazas. Capítulo I

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La portezuela verde tenía la pintura desconchada. Antes de abrirla, el agente ya sabía que los goznes chirriarían ligeramente. Era una cosa curiosa, aquella puerta: siempre había estado igual, pidiendo un pequeño mantenimiento que nunca llegaba, pero, inexplicablemente, nunca iba a peor. La pintura no envejecía más. El óxido no seguía avanzando por las bisagras.

Metió la mano por dentro, deslizó el pestillo y empujó con suavidad. Al entrar en el jardín, mientras se dirigía a la puerta, instintivamente inclinó el cuerpo hacia la izquierda para ver el pequeño huerto. Sonrió: las calabazas ocupaban ya todo el lateral de la casa, con sus hojas y tallos serpenteando, devorando hasta el último centímetro de tierra. Esa mujer siempre había sido famosa en el barrio por aquellas descomunales calabazas. Su propia abuela vivía en la misma calle, apenas un par de casas más arriba, y cuando era pequeño él y otros niños de la zona jugaban allí por Halloween, cuando la casa de Isolina se llenaba de calabazas decoradas y siempre tenía caramelos y chocolatinas para repartir entre los críos, fueran o no disfrazados. Se le escapó algo parecido a una risa al recordar que, entre los niños, corría el rumor de que era una bruja. Ya se sabe: vieja, sola y siempre con algún gato merodeando. Algunos decían que seguro que sacrificaba animales allí, para que crecieran las calabazas.

Subió los tres escalones de hormigón y llegó al dintel de la puerta. Inspiró hondo y espiró con fuerza por la nariz. Aquello era de las cosas más difíciles que había tenido que hacer desde que era policía. Había insistido mucho en ser él quien fuera a hablar con ella. La pobre mujer había pasado mucho en la vida, y aquella época, ahora tan lejana, había sido muy dura; seguro que agradecía que le diera la noticia una cara conocida. De ahí, también, que el agente hubiera acudido a la casa vestido de paisano.

Levantó el puño y sus nudillos se estrellaron delicadamente contra la puerta de madera blanca tres veces. Esperó. Leer artículo completo

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