Etiquetado como relatos
Relatos

Calabazas. Capítulo III

PSX_20221023_195756

A Juanucu el instituto le venía un poco grande. Él estaba acostumbrado a ser el mayor de su pandilla en Lada, en su barrio del Ponticu, en la que había hasta nenos que tenían solo siete años. Pero él, que cumpliría catorce en diciembre, era de los más pequeños del instituto en La Felguera, el pueblo de al lado. Todo se le hacía enorme, allí.

A mediados de octubre llevaban ya un mes de clases y él seguía estando solo a la entrada, a la salida y durante los recreos. Que no es que tuviera nada de malo, estar solo, pero no era lo que él quería. Él quería estar con gente, hacer nuevos amigos, sentir un poco que pertenecía a aquel lugar. Su suerte pareció cambiar el día que, en clase de Cultura, la profesora decidió hablar sobre el Día de todos los santos, el Halloween americano y el Samaín celta, que se había celebrado en algunas zonas rurales de Asturias incluso ya bien entrado el siglo XX. La clase, distendida y divertida, fue derivando de alguna manera en los rituales paganos que todavía perviven entre personas creyentes en algún tipo de magia. Círculos de sal, velas de colores, maldiciones con sapos, sacrificio de gallos… Esas cosas.

En un punto, la profesora hizo la pregunta que, sin saberlo, cambiaría el rumbo del futuro de Juanucu:

—Es muy posible que en vuestro entorno haya por lo menos una persona que cree y practica este tipo de cosas, aunque no lo sepáis. ¿Qué decís? ¿Conocéis a alguien?

Y Juan levantó la mano. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

El paso que separa un mundo hostil de un mundo amable

pexels-ekrulila-2128023
Iba a entrar con mi hija en la panadería y un chico, que parecía tener mucho menos de lo mínimo, en la puerta pedía 10 céntimos que le faltaban para poder comprar un café y un donut. Le dije que lo sentía, que no llevaba efectivo (nunca lo llevo), pero que yo le invitaba a desayunar. Pagué con mi tarjeta nuestro pan y el euro cincuenta de su desayuno. Y cuando mi hija me preguntó por qué lo había hecho le dije: «Porque puedo».
Os voy a contar una historia. Ocurrió hace veinte años.
¿Sabéis cuando dicen que, con el tiempo, solo te arrepientes de las cosas que no has hecho? Pues debe ser verdad.
Era una tarde de viernes. Hacía poco tiempo que me había venido a vivir a Gijón y aún conservaba mi trabajo de los fines de semana, de camarera, en el pueblo.
En la antigua estación acababan de poner las máquinas expendedoras de billetes. Aún había una ventanilla operativa, pero solo para trenes de largo recorrido: los de cercanías había que comprarlos en la máquina.
Recuerdo cuando entré en la estación, a todo correr porque iba a perder el tren (y solo había uno cada hora) y la vi, al fondo, con cara de no entender aquel maldito trasto y el gesto arrugado en una mezcla de impotencia y desamparo. Ese gesto en el que te parece reconocer el fugaz pensamiento de que el mundo es un lugar que ya no piensa en ti y al que no le importa que tú no puedas comprenderlo a él. Un lugar hostil.
Según yo me acercaba a la máquina vi cómo iba a pedir ayuda a la única chica de la ventanilla, y mientras sacaba mi billete vi de refilón cómo la chica de la ventanilla le explicaba que no podía ayudarla y que tenía que sacar el billete en la máquina. Aquella mujer y su expresión triste volvieron a la máquina. Yo quería ayudarla a sacar su billete. Pero mi tren se iba. Y yo tenía que ir a trabajar. Y me fui.
Me quedé atenta mirando por la ventanilla. El tren, finalmente, echó a andar. Y a ella no la vi subir.
Recuerdo de manera absolutamente nítida, como si ahora mismo la tuviera delante, su chaqueta roja, su bolso pequeño, su falda recta, sus zapatos planos. Su pelo corto, sus pendientes de falsas perlas. Tendría unos setenta años. Y ¿sabéis una cosa? Solo era un trabajo. Solo era otra tarde. Veinte años después, aquel bar no me importa. Pero me pesa como una enorme piedra en la nuca haber dejado allí a aquella mujer, en aquel mundo hostil. El que se negaba a facilitarle un billete para el tren.
A veces podemos dar ese paso. Yo lo doy siempre que puedo desde la mujer de la estación. Lo que marca la diferencia entre un mundo amable y uno hostil no es el billete, ni el café: es la gente. Es que haya alguien, quien sea, aunque solo sea una persona, dispuesta a ayudarte con tu billete o tu café.
Feliz tarde de jueves, gente. Procurad ser amables 🙂
Transparencia 200x200
Foto de Ekrulila en Pexels
¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Eventos

El día que presenté mi librín

presentacion

De verdad que no puedo ser más desastre, qué horror.

Hace más de TRES MESAZOS que presenté mi libro de relatos, La mujer de al lado, en la Librería La Buena Letra de Gijón, y ni dos míseras líneas le he dedicado al evento. Pero, como reza el famoso reloj británico: Es más tarde de lo que piensas, pero nunca es demasiado tarde. Además, si hago las cosas bien pierdo credibilidad.

El ratito fue maravilloso. Fui preguntándome si iría alguien y me encontré la librería llena. Qué estupenda sensación. Además, entre la gente estaba Javier, mi antiguo profesor de literatura. Elegí dos de mis relatos favoritos para leerlos en voz alta, Libre para ser princesa Querida señora de la hamaca de rayas, que quise dedicar a mi madre, aunque invité a todos los presentes a pensar en una mujer importante en sus vidas.

Justo cuando leía este último relato, mi bebé, que acababa de nacer, pidió teta y me cortó justo cuando iba a arrancarme yo a llorar, así que me dio tiempo a coger aire y al final no lloré como una magdalena puérpera. Todo estupendamente planeado y sincronizado.

También advertí: los relatos están escritos a razón de uno por semana. Recomiendo fervientemente leerlos al mismo ritmo, porque si los lees del tirón te comes el libro en dos horas y luego vas a pensar que son los quince euros peor gastados de tu vida. Yo lo digo.

Estas son algunas de las cosas que los presentes dijeron aquel día:

«Escucharte es un regalo.» – Una señora.

«Tienes un talentazo.» – La misma señora.

«No quedan sillas.» – El librero.

«Veo que vienes peinada y maquillada. ¿No tenías otros zapatos?» – Mi madre.

«Yo he venido porque creí que habría croquetas.» – Yo.

Vamos, yo no sé a qué esperáis para haceros con un ejemplar 

En papel ➡️ http://jessicagomezautora.com/producto/la-mujer-de-al-lado/
En Kindle ➡️ https://www.amazon.es/mujer-lado-Jessica-Gómez-Álvarez-ebook/dp/B07FYVXM1X/

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

La moneda de las decisiones

moneda al aire

Soy la mujer tumbada sobre la hierba. La que ha venido con un niño y una niña. Cómo se notan los días de sol, aquí. Cómo se aprecia que cada vez la hierba se llena más con los colores de las flores y la gente, que corre a disfrutar de Lorenzo antes de que se vuelva a esconder.

Nunca dejará de fascinarme, creo, la facilidad que se tiene en la infancia para hacer amigos. Y seguramente nunca deje de entristecerme, tampoco, cómo perdemos esa capacidad según crecemos. Qué pena lo que la vergüenza consigue hacer de nosotros, los adultos.

Mi hija, que se ha traído su unicornia de peluche, ha divisado a un pequeño grupo que juega con unas muñecas junto a un árbol, me ha lanzado despreocupada su mochila y un mágico arcoíris de purpurina se la ha llevado volando hacia allá. No me extrañaría que en ese árbol crecieran gominolas.

Mi hijo, más observador y tranquilo, y más silencioso hoy que de costumbre, otea el panorama junto a su parasaurolophus: un grupo grande ha organizado un partido de fútbol, algunos niños se persiguen disparando al aire, otros juegan al escondite. Finalmente, posa su mochila en la hierba y se sienta a mi lado

– ¿No juegas? – le pregunto.

– No sé a qué jugar.

– ¿A ti a qué te apetece jugar?

– A excavar –me contesta, encogiéndose de hombros.

– Pues excava.

– Pero es que también me apetece jugar al escondite –añade, preocupado, mientras acomoda entre nosotros a Garritas, su dinosaurio.

– Te entiendo – le digo -. A veces es difícil decidirse. También puedes no jugar a nada –añado, sonriendo-. No es obligatorio.

– ¡No! – dice, alterado – ¡Yo quiero jugar, es que no sé a qué!

Le miro un poco entristecida. Supongo que tomar decisiones puede ser difícil a cualquier edad. Pero, como siempre que tengo una elección difícil ante mí, pienso en mi moneda de las decisiones.

– Cuando yo no sé qué hacer tengo un truco. ¿Quieres que te lo enseñe? Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Paredes y peldaños

paredes y peldaños

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Diría que es una lata que el frío y esta lluvia incesante nos inviten a buscar un escondite en el que resguardarnos, pero después de la sequía de este otoño sería de idiotas maldecir esta bendita lluvia. Que llueva, por favor. Que no deje de llover.

Además, estos sitios kid friendly modernos son una chulada. Parece que están hechos a propósito para postear fotos en Instagram, con tantos pasteles de colores y tantos colores pastel. Pero lo importante es que ellos también tienen un espacio pensado para ellos: con libros, con juguetes y sin absurdas normas de comportamiento adulto. Yo me conformo con estar aquí, con mis hijos jugando a mi izquierda, un enero lluvioso tras el cristal a mi derecha, una enorme taza de buen café entre las manos y el bullicio de una docena de chácharas flotando en el aire. ¡Qué digo me conformo! Por dios, qué felicidad.

Un estruendo, de repente, ha sonado por encima de la gente. Dos chicas han llegado y se han sentado justo detrás de mí, tirando sus mochilas al suelo y sus libros en plancha sobre la mesa. Parecen, no sé, enfadadas. Especialmente una de ellas que al sentarse, derrotada, ha estrellado su silla contra la mía.

-Paso –ha escupido, con más bilis que voz-. Ya está, ¿pa’ qué? ¿Pa’ volver a esforzarme lo que me esforcé y que se ría otra vez de mí, delante de todos? Paso –ha vuelto a escupir-. ¿No dice que no valgo? Pues se acabó. Lo dejo.

He tardado un rato en darme cuenta de que estaba hablando de un profesor. Uno que, por lo visto, se había reído de su trabajo ante toda la clase, cuando ella realmente había invertido mucho tiempo y esfuerzo en él. Me pregunto cuántos profesores serán realmente conscientes de lo importantísima que es su labor, y de cuánto pueden llegar a cambiar la vida de alguien.

No he podido evitar recordar. Yo tuve un profesor, uno de esos que rebosan vocación docente por cada poro de su piel. Se llamaba Javier. Javier López. Una vez me escribió una vez una nota a pie de un escrito mío, que con tinta roja decía: “Escribes bien. No lo abandones”. Y mucho de quien soy hoy se lo debo, aunque parezca mentira, a aquella roja anotación.

Y no he podido evitar seguir echando la vista atrás. He recordado a Garnacho, que me dijo que le había presentado el examen de historia mejor escrito que había leído, aunque tuviera que suspenderme. A la hermana Mercedes, que en séptimo me echó de clase de religión por contarle a mi compañero de pupitre la teoría del Big Bang. A Roberto, que fue el primero que nunca me puso un sobresaliente. A María Rosa, que me acusó de haber copiado porque era “imposible que una niña de diez años hubiera escrito aquel poema”. También a Marisa, en párvulos, que me dio un abrazo fuerte porque le gustó cómo había pintado de amarillo un cenicero de papel maché… Qué curiosas son las cosas que nos marcan…

Y luego, por alguna razón, la memoria me ha llevado fuera del colegio en un giro amargo, y he recordado al novio de una que, borracho durante una cena, me llamó a mis dieciséis años parásito inútil por pensar que podría vivir del arte. Al novio de otra, cuando vinieron a ver mi primer apartamento, vio un cuadro a medio pintar en un caballete, y se rio de mí. “¿Ahora te da por pintar?” Acababa de estrenar aquel caballete y de volver a coger los pinceles, después de tres años. Nunca terminé aquel cuadro. Tardé años en volver a coger un pincel. Al novio de otra, que decía ser un gran escritor (aunque solo escribía para sí mismo porque nadie quería leerlo), que decía que aquello que yo hacía no era literatura. Que era pienso para el vulgo.

Y habría dejado de escribir, como dejé de pintar, si no hubiera sido porque Javier, mi profesor, me dijo que no lo abandonara. “Pues escribiré para mí, pero escribiré –pensaba-. Aunque nunca nadie llegue a leerme”. Y, al final, no sé si encontré el camino o si el camino lo hice al andar, pero aquí estoy: caminando.

He tardado años en comprender que cuando alguien te dice que “no puedes”, solo está proyectando en ti sus propios fracasos. Es su manera de decir “si yo no puedo, tú tampoco”. ¿Por qué no hacemos esto? ¿Por qué dejamos que nos llenen de sombras personas que, al cabo, no son nadie en nuestra vida?

Ojalá pudiera contárselo a la chica que tengo detrás de mí. Ojalá pudiera contárselo a su profesor. Y ojalá, ojalá, pudiera darle las gracias a Javier. Porque cuando no te falta gente que te diga que no puedes, que te haga sentir pequeña, que levante ante ti una pared que te separe de quien quieres ser, la diferencia la puede marcar alguien que te tire una caja a los pies, una de esas de fruta, de madera raída, que te haga de peldaño para coger impulso y saltar.

Transparencia 200x200

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+