Yo tenía diecinueve años cuando me busqué mi primer piso. A mi novio, con quien llevaba saliendo un año, no le gustó la idea de que yo me fuera a vivir sola. No le preocupaba que me sintiera desprotegida, o que me pudiera pasar algo, o que tomara aquella decisión empujada por unas circunstancias que escapaban a mi control: le enfadaba que yo tuviera un picadero y vía libre para meter a cualquiera en mi casa. En menos de una semana se había hecho, sin mi permiso, una copia de las llaves de mi apartamento. En menos de un mes, sin preguntarme, se había instalado a vivir conmigo. Lo recibí con los brazos abiertos y un gigantesco saco de comprensión. En su casa la situación era insostenible. Él no era un maltratador.
Puta
Hoy no voy a reflexionar.
Yo iba con mis dos hijos en coche. Un chico, uno cualquiera…
Un chico que podría ser tu hermano, que podría ser tu amigo, que podría ser tu hijo, o que incluso podrías ser tú, se saltó un ceda el paso.
Creo que ni siquiera miró para salir: simplemente tiró para adelante como si estuviera solo en la carretera. Como si estuviera solo en el mundo. Como un asno apaleado, más asno que apaleado.
Le pité para que frenara.
Volanteé para no estrellarme.
Y ese chico se cruzó delante cortándome el paso, se asomó a la ventanilla abierta de su furgoneta de reparto y me gritó «PUTA».