Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Estoy fascinada. No puedo dejar de mirar al otro lado del cristal. ¡Nieve! Por las aceras, entre los coches, sobre la playa nieve. Ante mis ojos, nieve. Frente al mar abierto, en el aire oscuro, nieve.
Que tendrá la nieve, que el chocolate es más chocolate cuando hay nieve. Que el café es más café, que el calor es más calor. Que la vida se recoge y nos cabe entera bajo una manta.
Nieve. Lamiendo la primavera. Nieve.
Mis hijos terminan la merienda y se levantan para ir a jugar, pero detengo a mi hija. Tiene azúcar en el pelo, y toda la cara llena de chocolate. La cara toda. Incluso sobre una ceja tiene chocolate.
– Ven, que te limpio.
– No, mamá, me limpio yo. – Me dice, mientras se pone de puntillas para alcanzar una servilleta.
Yo la miro. Ella se limpia.
– Pues ven, que te quito el azúcar del pelo.
– Mamá, ¿a que cuando me baño me llega el pelo hasta el culo? – Me dice, mientras le voy quitando el azúcar de cada pelo, como deshebrando azafrán.
Yo asiento. Ella se va.
Qué largo tiene ya el pelo. Hace nada sus rizos se revolvían tras sus orejas desnudas. Esos días, cuando aun de puntillas no alcanzaba al interruptor de la luz. Y ahora tengo ahí a una mujer chiquitita, que se limpia, que se peina, que decide y es feliz. Que va a jugar con su hermano, un hombre pequeñín que se quiere, se conoce, que respeta.
Qué rápido pasa todo.
Qué breve que es el tiempo. Leer artículo completo