Lavar el coche es una de esas cosas que siempre tengo que hacer (en el sentido de que siempre lo tengo pendiente), porque no es que no tenga tiempo, es que el tiempo se lo voy dedicando a otras cosas que ocupan un lugar más alto en mi lista de prioridades, como jugar con mis hijos o ver aparearse a un par de caracoles. Por eso mi coche, en su estado normal, es una cajita rodante de desorden, perfecta representación en miniatura del enorme caos que en general rige mi vida.
Pero hoy, con esto de que esta semana vamos a salirnos un poco de la rutina, pues me he animado a llevarlo al autolavado. Y, bueno, ya sabéis cómo es esto: después tenía que aspirar por dentro, llevar un paquete a Correos, pasar por el súper e ir corriendo a buscar a los niños al colegio (que, por cierto, el animal más rápido del mundo no es el guepardo: es la madre que llega tarde a buscar a sus hijos al cole). Total, que meto la ficha y, aún no ha arrancado la máquina, yo ya estoy impaciente porque acabe. Y entonces se me cruza un cable en la cabeza, y casi oigo mi propia voz interior, hablándome a mí como le hablaría a mi hijo: “La máquina va a tardar lo mismo te pongas como te pongas. Puedes elegir entre estar enfadada o disfrutar de lo que tienes alrededor mientras tanto”. Revelaciones de gasolinera. Decidí no enfadarme. La máquina iba a tardar lo mismo. Leer artículo completo