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Los hospitales que no amaban a las mujeres (pero adoraban a los pulpitos)

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ADVERTENCIA: para escribir esto se ha usado más bilis que tinta.

Hace algunos años, en un país lejano, surgió la idea de tejer unos pequeños pulpos para acompañar a los bebés prematuros. Dicen que los bebés agarran con sus manitas los pequeños tentáculos de los pulpitos y les recuerda al cordón umbilical, y que esto los tranquiliza ya que lo asocian al útero materno.

Antes de empezar, haré un disclaimer: este artículo no va sobre los pulpitos solidarios. De ellos ya han hablado y mucho. Y tampoco pretende ser un ataque contra el personal sanitario general. Este artículo va sobre los hospitales. Sobre personal anquilosado en los años setenta tomando las decisiones importantes y sobre protocolos de mierda.

Pocas veces tengo ocasión de pararme a tomar un café tranquila por las mañanas y leer el periódico. Pero la casualidad quiso que hace poco, en una de esas ocasiones, el periódico local trajera precisamente ese día, en la página nueve (en media página nueve), la noticia de que el hospital de mi ciudad había recibido “sus primeros pulpitos de ganchillo para neonatos”.

Esa sensación de que se te para el corazón y la sangre se te congela y se te eriza hasta el último vello. Algo así como si vieras salir en la tele hablando sobre derechos humanos al abusón que te pegaba todos los días en el recreo.

CÍNICOS.

Era como cuando presencias una escena horrible y no puedes apartar la vista: yo no podía dejar de leer la noticia, y conforme leía el pulso volvía a acelerarse y algo se me encendió dentro. Algo que me revolvía el aire en el estómago y me lo subía a la garganta convertido en náusea.

¿Sabéis? Yo he parido en ese hospital. Y parir allí a mi hijo mayor fue una de las razones (puede que la principal, de hecho) por las que tomé la decisión de que mi segundo parto fuera en casa.

Yo fui una mujer de veintiséis años, adulta, completamente sana, a la que no dejaron decidir absolutamente nada. Que parió a un bebé de tres kilos, a término, completamente sano, que se llevaron y que tardaron unas interminables cuatro horas y media en devolverme. Y durante esas cuatro horas y media que me dejaron SOLA en dilatación, lo único que obtuve como respuesta cuando preguntaba dónde estaba mi bebé fueron malas caras y un tajante “¡Bueno, mujer! ¡Si le hubiera pasado algo ya te lo habríamos dicho! Estamos muy liados. Ya te lo traeremos”.

Pero no se trata de lo que a mí me pasara, que puede ser un caso aislado.

Durante cinco años he tenido un trabajo que me mantuvo en contacto directo con cientos de familias en etapa de puerperio. La mayoría, de mi ciudad. Muchas, con bebés (desde grandes prematuros hasta bebés a término de cuatro kilos) que estuvieron ingresados en ESA unidad de neonatos concreta. Familias que me han contado cómo sólo les permitían estar en contacto con sus bebés cada tres horas, que me han contado cómo les decían aquello de “sí, sí, si la lactancia materna está muy bien, pero mejor le damos un biberón y así tú descansas”. Que me han contado cómo les han PROHIBIDO ir a amamantar a sus bebés en las horas nocturnas, “porque si no esto es un desfile de familias y no puede ser”, familias que te cuentan que incluso intentaron persuadirlos de ir por allí también durante el día, porque es que “total aquí no hacéis nada”. Madres que me han contado ENTRE LÁGRIMAS que llegaron puntuales a amamantar a su bebé y se encontraron a una enfermera dándole un biberón de fórmula; o que se encontraron un bebé empachado y la enfermera no admitía haberle dado de comer. Madres que me han llamado desesperadas tras el alta porque querían amamantar pero el bebé ya no se les agarraba al pecho, o porque no habían conseguido mantener la producción de leche, o ambas cosas. Familias que han empezado una crianza sintiéndose apocadas, machacadas, incapaces, inútiles.

Y me cago en todo lo cagable cuando veo al puñetero hospital levantar con orgullo a esos pulpitos como si fueran banderas de solidaridad y empatía ondeando al viento sobre su jodida puerta.

Porque si te encuentras como con tres o cuatro decenas de familias que te cuentan estas cosas sobre ESE hospital, pues un caso aislado ya no es: es un protocolo de mierda, y una actitud de mierda, y una empatía de mierda. Y, los pulpitos, un postureo de mierda.

“Hay teorías que aseguran que los niños se agarran (a los tentáculos) y les genera sensación de bienestar y protección porque simulan el vientre materno”. ¿Sabéis qué se parece un montón al vientre materno? EL VIENTRE MATERNO. ¿Sabéis qué les produce a los bebés sensación de bienestar y protección? SUS PADRES. Pero a vosotros eso del Método Canguro os sigue sonando a patrañas de hippies, ¿no?

Que algunas familias pidieron pulpitos y les pareció una buena idea comprar muchos, decían. ¿Las familias? ¿En serio? ¿Y las familias no os piden poder estar con sus bebés? Ya podíais atender igual de bien todas las peticiones. Pero, claro, es que los pulpos “no os molestan”, ¿verdad? Por la noche no tenéis “un desfile de pulpitos” en neonatos.

Y vuelvo a repetir que esto no va contra el personal sanitario en general, que además me consta que en ESE hospital hay personas intentando cambiar las cosas y desde aquí les doy las gracias por existir (que sé que no lo tienen fácil ahí dentro): esto va sobre quien podría cambiar las cosas y no lo hace. Sobre quien toma las decisiones y, a falta de argumentos, usa el miedo como arma de control para defender teorías y protocolos que ya se han demostrado obsoletos y dañinos.

Yo no me atrevería a enarbolar tan feliz esos pulpitos en un hospital que se conoce en todo el país por ser considerado, con mucho, el peor para parir.

No me atrevería a salir en el periódico enseñando un pulpito con una mano mientras con la otra barro mis protocolos debajo de la alfombra, que se me cae la cara de vergüenza si la gente ve toda la porquería que tengo en casa.

Un hospital en el que personal con plaza fija en el SESPA ha renunciado a su puesto para no tener que seguir viendo cómo se vulnera y maltrata de manera sistemática a bebés y familias.

Enseñad los pulpitos, sí, enseñad los pulpitos. Pero no enseñéis vuestros protocolos. Los de verdad. Los que practicáis. Los que escondéis bajo la alfombra. Porque el día que enseñéis eso más os vale rezar para que no os pille cerca una madre con una cerilla y un bidón de gasolina.

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