Hola, papá.
Creía que este año ya no. Que ya no había carta. No me sentía inspirada. No quería contarte nada. Imaginé que había cerrado un ciclo y que no necesitaba seguir despidiéndome de ti de esa extraña manera en la que, cada año, te escribo una carta de despedida, o tal vez solo de buenas noches. Porque hace un mes se cumplieron ya cuatro años. ¿Te lo puedes creer?
Supuse que, quizás, finalmente el dolor había desaparecido, o que me había acostumbrado a convivir con él y con el vacío tras de ti. Que había, al fin, asumido que no estás. Así que no. Nada de carta esta vez.
Pero sucedió que, el otro día, iba a buscar a los niños al colegio, e iba conduciendo, y de pronto me encontré a solas con mis pensamientos y, sin más me vine abajo, y empecé a llorar. Y me di cuenta entonces de que a lo mejor no te escribía, no porque ya no hubiera dolor o porque hubiera al fin aprendido a convivir con él, sino porque he aprendido a fingir que no está, y no quería escribirte una carta para no tener que mirarlo a la cara. Pero ya ves: si no lo dejo salir, él viene por su cuenta a por mí. Así que aquí estoy. Mostrándole mis respetos. Al dolor. A la muerte. A ti. Yo qué sé.
¿Sabes por qué, de pronto, conduciendo el otro día terminé así? Porque me asaltó, de repente, la imagen de una doctora. ¿Sabes cuando se te encadenan los pensamientos contra tu voluntad? Puede que sea la forma que tenemos de sacar a la luz lo importante, quién sabe. El caso es que me llegaron las cartas para la revisión del dentista de Hugo y Aine (que ya tienen once y ocho años; fíjate, Aine lleva ya media vida sin su abuelo), y empecé a darle vueltas a la sanidad pública, a la sanidad privada… Pensé, por enésima vez, lo afortunados que somos por tener un sistema que nos permitió pelear por tu vida hasta el último momento. Recordé a aquella médica de urgencias, en Gijón, que miraba su WhatsApp mientras nos decía, en la alta noche, que te estabas muriendo y que te mandaban a Oviedo. Y me acordé de la médica que nos atendió en Oviedo cuando llegamos al Hospital Central. Se llamaba Mora. Doctora Mora. Como un personaje de Cluedo, ¿verdad que es genial? “Fue la Doctora Mora, en la cocina, con la tubería”.
Tenía el pelo rizadísimo y enmarañado, recogido en una cola baja. Y es cierto que no sabría decir dónde la vimos por primera vez o qué nos dijo exactamente a los cuatro vástagos que allí estábamos por ti, a aquellas horas de la madrugada, pero creo que no se me va a olvidar nunca que nos dio esperanza y nos quitó la culpa. Que nos dijo que te íbamos a pelear con todos los ejércitos de la UCI y que no estaba -que no había estado nunca- en nuestra mano evitar o solucionar todo aquello. Fue la Doctora Mora, en la consulta, con mucho cariño.
Y recuerdo, mucho, mucho y sobre todas las cosas, el abrazo de Mari Ángeles, la médica que se ocupó de ti las dos semanas que siguieron a aquella noche. Fueron muchas conversaciones idas y venidas, a diario, peleando por avanzar un paso y luchando con la desesperación de caer metro a metro; y no recuerdo todas las conversaciones con ella, pero recuerdo como si ahora mismo tuviera su pequeño cuerpo pegado al mío que, un día, me abrazó. Pero no un abrazo de consuelo condescendiente, no: un abrazo que yo sentí muy de verdad. Cuando nos íbamos, me abrazó y me dijo que íbamos a pelear.
De otros profesionales recuerdo otras cosas. Del equipo médico que te acompañó en la UCI recuerdo en general la paciencia. Del cirujano recuerdo que me quise convencer a mí misma de que daba la mano blandita para protegérsela de apretones que pudieran dañarla, no fuera a ser que luego no pudiera operar (porque ya sabes lo que yo pienso, en realidad, de la gente que da la mano blandita). De las auxiliares recuerdo que, el último día, mientras aún respirabas y tu cuerpo todavía tenía pulso, nos dieron nada más vernos todas tus cosas metidas en una bolsa enorme; antes incluso de que habláramos con tu doctora y de que nos dijeran que ya no había nada que hacer, ahí estaba todo: tu radio, tu botellín de agua, tus pañuelos de papel. Fue desolador.
Pero en el coche recordé a la Doctora Mora y a Mari Ángeles, y pensé en escribirles una carta que lleva pendiente cuatro años para darles las gracias, no por su profesionalidad -que seguro que es mucha, aunque apenas lo recuerde- por su humanidad: por aquella salvadora calidez que me sostuvo en algunos de los peores días de mi vida, viéndote marchar. También pensé que qué cosa tan ridícula, porque ¿cómo voy a escribirles cuatro años después? Pero, por otro lado, ¿cómo va a ser peor escribirles tarde que no escribirles nunca? Así que eso será lo que haré: enviaré una carta al hospital, para que sepan que importa. Que fue importante. Y que no lo olvidaré.
Y a ti quiero decirte, papá, que te escriba tarde o no te escriba, te tengo presente siempre. Que es imposible no recordarte cada vez que saco un café de una expendedora, porque desde aquel septiembre solo lo tomo de avellana; y que cada vez que alguien me cuenta que “ha visto un jabalí” yo siempre cuento que una vez vi a un jabato, solo, corriendo por la carretera la misma noche que ingresaron a mi padre. Nunca lo había visto antes, y nunca lo he vuelto a ver. Qué cosas pasan, ¿verdad?
Este año Aine se ha enfadado contigo. Me preguntó por mi infancia, le conté cosas. Como cuando mamá y tú os separasteis y el día que te fuiste de casa, cuando me quedé llorando en la calle, viéndote marchar. Y entonces se enfadó contigo porque te fuiste y me dejaste llorando. Y yo le he pedido que no te recuerde así, que recuerde al abuelo que conoció porque todos erramos alguna vez y nadie debería ser recordado tan malo como lo peor que haya hecho en su vida. Le he pedido que te perdone. Yo lo hice hace mucho tiempo. Mucho, muchos años antes de que te fueras. Aunque nunca llegué a decirte nada y sé que tú siempre quisiste pensar que no había nada que perdonar. Tal vez fuera verdad.
Y doy gracias por ello, por haberte perdonado, porque, de ese modo, pude decirte cada día que te quería y abrazarte antes de despedirme de ti. Aún recuerdo el olor de tus mejillas a medio afeitar. A veces, huelen a café de avellana.
Te quiero, papá.
Hasta mañana.
Imagen destacada: Foto de EYAD Tariq en Pexels