El otro día oí la noticia de una niña que había fallecido, supuestamente, por una caída por las escaleras, aunque los servicios sanitarios sospechaban de malos tratos.
Ayer por la tarde leí en los medios que su tío la había matado. No intencionadamente. “Se le había ido la mano” al castigar a la niña, porque no se estaba portando bien.
Decía John Lennon que vivimos en un mundo donde nos escondemos para hacer el amor, mientras la violencia se practica a plena luz del día.
Podéis decir que fue su tío. Podéis ponerle un nombre al culpable, que es lo que mejor se nos da: buscar culpables. Así nuestras conciencias se limpian. Pero la realidad es que a Naiara la matamos todos.
Yo, alguna vez, les grito a mis hijos, por supuesto que sí. Pero no les grito porque crea que está bien gritarles o porque crea que gritar es una opción para educar. Ni siquiera porque piense que es aceptable. Les grito porque soy imperfecta. Porque me equivoco (porque TODOS nos equivocamos). Porque a veces la situación me supera y pierdo el control. Porque a veces me alejo de la madre que quiero ser, pero sé que ESA no es la madre que quiero ser.
Pero intento que ellos siempre tengan claro todo eso. Que, si grito, el error es mío, no suyo. Ellos nunca, jamás, tienen la culpa de que yo grite. La culpa es mía y de nadie más, porque en mi imperfección exploto y lo hago así: en forma de grito. Y, cuantas veces haga falta, les pido perdón. Y ellos cada vez, en su infinita bondad y amor, me perdonan. Y no les puedo prometer que no lo volveré a hacer, porque seguiré siendo imperfecta, pero les prometo intentar hacerlo mejor. Y lo hago. Y si hago todo eso es porque confío en que, algún día, ellos lo hagan mejor que yo.
Cuando cometemos un error, tenemos dos opciones: podemos mirarnos el ombligo para reconocer ese error y buscar la forma de no perpetuarlo, o podemos buscar excusas que nos justifiquen. Y, joder, qué fácil es encontrar excusas.
Dicen en las noticias que la cadena de castigos empezó porque ella no quería estudiar. Yo estoy segura de que esos castigos no nacieron de la preocupación de él por el futuro académico o laboral de la niña. Lo sabéis igual de bien que yo: nacieron de la necesidad de imponer una autoridad superior, del “esta cría no me vacila”, de una explosión de ira contenida amparada en la idea colectiva de que manifestar violencia contra un niño está bien “si es por motivos educativos”.
Naiara no murió por un castigo desmedido: Naiara murió por nuestra incapacidad, como sociedad, de mirarnos el ombligo y reconocer que lo estamos haciendo como el culo. Porque nos echamos las manos a la cabeza si vemos a un niño de cuatro años pedir teta pero nos parece lo más normal del mundo que un padre o una madre le dé una bofetada a su hijo de dos para corregirlo. Porque si haces un conteo en una tarde de parque las nalgadas ganan a los te quiero en un repugnante cinco a cero.
Lo estamos haciendo mal. ¡Lo estamos haciendo rematadamente mal, joder! Cada vez que abusamos de nuestra posición de poder para darle una bofetada a un niño y, en lugar de reconocer que hemos perdido el control, decimos eso de que “toda la vida ha sido así” o que “a mí me educaron así y salí estupendo”. ¡Y una mierda! No has salido estupendo: has salido igual, que es diferente. Que es, quizá, peor: porque podrías haber mejorado, pero no te ha dado la gana. O no has tenido herramientas, qué sé yo. Pero, como sea, es peor.
“Toda la vida” se trepanaron cráneos. “Toda la vida” se quemaron brujas. “Toda la vida” los maridos educaron a sus mujeres a bofetadas. “Toda la vida” no es un argumento, es una excusa. Y ni siquiera es una buena excusa. Pero es suficiente para no tener que decir que somos nosotros los que nos estamos equivocando. Ya ni hablar de decir que fueron nuestros padres quienes lo hicieron mal… ¿Cómo reprocharle a un padre o a un hermano que nos diera un bofetón, si lo hizo por nuestro bien?
Podéis seguir buscando excusas. Podéis seguir diciendo que a Naiara la mató su tío. Pero a Naiara LA MATAMOS TODOS. Porque, como sociedad, seguimos tolerando y perpetuando la idea de que la violencia es válida como método educativo. De que “no pasa nada” por abofetearle la cara a un niño, así se le rompa el alma. De que “una hostia a tiempo” resuelve muchos problemas.
A Naiara se los ha resuelto todos.
Y ya sé vuestros argumentos. Me conozco todas las excusas. “No es lo mismo una bofetada que la paliza que le dio este tío a su sobrina”. Claro. Mucha violencia está mal. Poca es tolerable, ¿verdad? ¿Y quién decide cuánta violencia es mucha o poca? Seguro que, antes de que “se le fuera la mano”, a este tipo le parecía que su nivel de violencia era el adecuado a las circunstancias. De hecho, también les parecía el nivel adecuado a la abuela y al padrastro. ¿No veis el problema, coño?
Seguimos buscando excusas. Seguimos perpetuando la violencia. Seguimos sin ver que el problema no es el “cuánto”, si no el “qué”. Y, mientras sigamos haciéndolo, seguiremos siendo cómplices. Porque, no sólo toleramos, sino que validamos que pegar a un niño es aceptable. Está bien. No pasa nada. Toda la vida ha sido así.
No es fácil reconocer que lo hacemos mal. Quizá porque sólo en una sociedad tan ridícula como la nuestra reconocer un error es síntoma de debilidad. Hay que ser fuerte para reconocer que uno se equivoca. Pero tenemos que hacerlo, joder. Porque, mientras no lo hagamos, cada niño –CADA NIÑO- que vuelva a caer víctima de un maltrato no morirá a manos de su asesino: morirá a manos de esta enferma sociedad.
Podéis ponerle nombre a su asesino. Porque si no es vuestro nombre, no es vuestra culpa, ¿verdad? Y así seguimos sin tener que mirarnos el ombligo. No hay nada que cambiar…
Podéis ponerle nombre a su asesino. Pero a Naiara la matamos todos.
Leí una vez una fábula en la que un abuelo le pedía a su nieto que rompiera un plato y luego le decía que le pidiera perdón. “¿Se ha arreglado el plato?”, preguntaba el abuelo. “No, sigue roto”, respondía el niño. Y el abuelo culminaba: “¿Entendiste?”.
Este artículo es mi manera de pedirle perdón a Naiara. Por haber formado parte, alguna vez, de ese sistema enfermo. Por no haber hecho más para no llegar hasta aquí. Pero, como en la fábula, ya no sirve de nada pedir perdón… No cuando Naiara ya está rota para siempre.
Foto destacada: ABC