Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. La mujer que me acompaña es mi madre. A la playa nunca consigo arrastrarla, pero a ella, descendiente de un largo linaje de mujeres cafeteras, le cuesta decir que no a un café.
Vengo a este lugar a menudo, y siempre, siempre, sin faltar ni una sola vez, me ponen el mismo detalle con el café: un chupito de zumo de naranja y un trocito de bizcocho. El zumo me produce acidez (cosas del embarazo) y el bizcocho no me gusta, así que, cada vez que me voy, recogen el platito tal como me lo han dejado en la mesa. A veces un poco accidentado, porque algún tropezón ocasional derrama el zumo… Pero, aun así, cada vez que vengo ahí está: el platito.
Por eso el comentario de mi madre me ha resultado tan… Revelador. “Hija, esto hay que comerlo, que si no otro día no te ponen nada”.
Aprendí hace ya tiempo que no siempre que disiento con mi madre merece la pena discutir: a veces es mejor simplemente darle la razón y hacerle caso. Así ella es feliz y yo no pierdo nada. Así que, antes de contestarle, las ideas empiezan a volar en mi cabeza.
No es cierto que no me lo vayan a poner otro día, eso lo sé. Y lo sé porque siempre lo dejo intacto y, aun así, me lo siguen poniendo, una y otra vez, como en un eterno Día de la Marmota. Pero, aun suponiendo que fuera cierto, que nunca más ni en un millón de años me volvieran a poner el platito, con su zumito hasta el borde y con su pequeño trozo de bizcocho, ¿cuál sería exactamente el problema? ¿Y qué si eso deja de suceder? ¡Si no me gusta! ¡Si no lo como! ¿Cuál sería la tragedia? ¿Tal vez que pueda darse el caso de que un día, de repente, empiece a gustarme el bizcocho y no tenga ocasión de comerlo? ¿Tal vez que, llegado ese día, lo pida y no me lo quieran dar? ¿Que no exista un lugar en toda la ciudad dispuesto a regalarme un trocito de bizcocho con el café? ¿Que me desmaye de inanición por no poder comerme tan magnífico bizcochito? ¿Qué debería preocuparme, exactamente? ¿A qué debería tener miedo?
Y ahí llegué: al resorte que se disparó con el miedo. Fue como levitar sobre la mesa, sobre el lugar, sobre la ciudad, sobre los años de vida de mi madre y comprender de pronto, de manera colectiva, de manera cultural, hasta qué punto actuamos, en cada pequeña cosa, condicionados por el miedo. A lo que pasará, o a lo que no pasará, si hacemos tal o cual cosa: si somos incorrectos, si no somos educados, si llevamos la contraria, si no seguimos la corriente, si protestamos, si nos levantamos, si peleamos, si cambiamos. Qué poco suele interesarle a los que mandan que las cosas cambien, ¿verdad?
Dicen que el dinero mueve el mundo. No, que va: el mundo lo mueve el miedo. Una persona que no tuviera miedo sería completamente libre. ¿Te imaginas? Pero vivimos en la educación desde el miedo, desde el más temprano “si no te portas bien Papá Noel no te traerá regalos” hasta el más fulminante “si matas a otra persona irás a la cárcel”. Deberíamos portarnos bien porque ser buenas personas nos hace una sociedad más feliz, en conjunto, no porque si no nos quedaremos sin regalos. Y no deberíamos matar a los demás porque valoramos y respetamos la vida, no porque temamos a la cárcel. Pero se educa desde el miedo, y así vivimos: desde el miedo. Y con el miedo hacemos todo tal como nos dicen que lo debemos hacer.
Si no sacas buenas notas, no serás nada en la vida. Si no tienes un título, no te contratarán. Si te enfrentas al jefe, te despedirán. Si me respondes, te pego. Si te vistes así, te van a violar. Si no cambias, nadie te querrá. Si pares en casa, morirás desangrada. Si votas a otro, te robarán más. Por dios, ¿qué clase de sociedad enferma da por cierto que “es mejor malo conocido que bueno por conocer”? ¿PERO QUÉ COÑO ME ESTÁS CONTANDO? ¿PERO CÓMO VA A SER MEJOR?
Nos listan qué pasos tenemos que seguir para tener éxito en la vida, y demasiadas veces ni siquiera nos paramos a cuestionarnos si nuestra idea del “éxito” –la nuestra, la genuinamente nuestra- es la misma que tienen ellos. Tal vez el auténtico éxito incluya menos dinero para gastar en tonterías y más tiempo para pasear descalzo por el bosque. No podemos hablar de éxito si no somos libres. Y no puede llamarse libre nadie que viva desde el miedo.
-Hija, ¿te comes el bizcocho o no?
Ahí tengo a mi madre, a punto de cumplir setenta años, temerosa de que nunca más me pongan el platito. ¿Qué le digo? A estas alturas, y después de tanta divagación mental, solo cabe una respuesta:
-Venga, mamá. Tú el bizcocho y yo el zumito…