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El cuñado de mi coño. Capítulo I: ventajas de ser mujer en el mundo laboral

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Esta historia no tiene nada de extraordinario. Si acaso, lo que tiene de extraordinario es que podría ser la de cualquiera. La de cualquiera de nosotras, vaya.

Durante varios años trabajé en hostelería. Creo que se me daba bien, la verdad. La agilidad mental sumada a la atención a los detalles hacía que la cosa fluyera de manera natural y divertida. Además, la sonrisa y el desparpajo eran inherentes a mis yoes pre-veinte y veintipocos.

El primer trabajo «formal» que tuve como camarera lo tuve a los diecinueve. Entré en sustitución de un camarero que se iba. Él cobraba, por el mismo trabajo que yo desempeñé después, unos trescientos euros más que yo. A mí el jefe me preguntó si aceptaría un contrato de aprendiz, y cobré 800€ durante el año que estuve trabajando allí. Pero es que aquel chico, solo un par de años mayor que yo, tenía más experiencia. Aunque yo llevara detrás de una barra y sirviendo comidas desde los trece para sufragarme la E.S.O. y el Bachillerato.

Acepté aquel trabajo, porque necesitaba mucho trabajar y la cosa no estaba fácil. Solo me salían cosas para ir a poner copas los fines de semana. De entre todos los lugares donde fui a buscar trabajo me acuerdo mucho de uno en particular: una cafetería de renombre en la que la propietaria (una mujer mayor) me dijo: «En el anuncio pusimos camarero». No contesté, no entendía. «Quiero un hombre. Las mujeres sois muy problemáticas. No digo que tú lo seas, a ver, que no tengo nada en contra tuya, pero que si reglas, que si embarazos… Lo siento, solo contrato hombres». Recuerdo que aluciné, pero pensé que… Bueno, a ver, era su negocio. Por supuesto que tenía derecho a contratar a quien quisiera, ¿no? Solo faltaba.

En realidad, acepté el trabajo de 800€ porque quise, porque en otro trabajo de camarera al que opté pagaban considerablemente más y me dijeron que el puesto era mío, si lo quería. El mínimo eran 1200 euros, siempre que mi talla de sujetador fuera una noventa y cinco o más. De ahí para arriba, según lo que tú «trabajases». Si estás dispuesta a enseñar las tetas en el almacén, 1500. Si dejas que se masturben mirándote, 1800. Si la chupas, 2500 mínimo.

– Ah, pues muy bien. No es lo que busco, pero gracias, ¿eh?

– Piénsatelo bien, que nuestras chicas viven muy bien y tú con esas tetas puedes ganar lo que te dé la gana.

Después fui comercial, varios años más. En mi oficina inmobiliaria éramos dos comerciales, mujeres, y una jefa, también mujer. Entonces un señor decidió que vendíamos poco y que para solucionar aquello teníamos que sacar a la jefa y poner un jefe. Tuvimos varios, un desastre tras otro. Recuerdo con orgullo (y nostalgia) que empezamos a funcionar cuando nos pusieron al mando a otra jefa, una persona competente más allá de su género, y nos dejaron en paz.

Cuando echaron a esta jefa, nos fuimos mi compañera y yo. Y decidí cambiar de palo. Bueno, no sé si llegué a decidirlo, pero tenía que coger lo que saliera, que tenía que pagar un alquiler y un montón de facturas como para andarme con remilgos. Iba decidida a las entrevistas. Con unos números de ventas que tumbaban de espaldas y un par de teléfonos en los que darían buenas referencias sobre mí.

En una entrevista me preguntaron si tenía planes de tener familia. «No a corto-medio plazo», recuerdo que dije. «Pero sí que quieres tener familia», presupuso el tipo aquel, con sus rodillas apuntando a las 9:15. «Sí, claro, algún día sí». Y, sin mover la chepa del respaldo de la silla, anotó algo con desdén en mi curriculum. En lo que pensé que era una inteligente audacia le pregunté, sonriendo, «¿Tú tienes hijos?», y me respondió «Sí, pero a mí no me afectan para trabajar». Me hizo un par de preguntas más de cortesía (entre ellas a qué llamaba yo «corto-medio plazo»), y fin de la entrevista.

Luego estaba el punto opuesto, en otra empresa del mismo sector, en la que hicieron una entrevista colectiva (una de estas con dinámicas de grupo y esas cosas) y yo era la única mujer presente. El entrevistador me dijo, delante de todos, que yo jugaba con ventaja, porque que fuera una mujer «me abriría puertas» y «los clientes -hombres- me recibirían encantados». No sé si fue una putada, un alivio o qué cuando después, en privado, el mismo entrevistador me dijo: «Es que, ¿sabes qué pasa? Que te van a recibir, pero es que no te van a tomar en serio… Esto tiene que hacerlo un paisano». Fin de la cita.

En mi siguiente empresa, en la que estuve un montón de tiempo, éramos todo chicas. Bueno, ya me entendéis: éramos chicas las que vendíamos. Los jefes eran hombres, aunque sería casualidad. Pero al menos te sentías comprendida cuando un mes te daba un síndrome pre-menstrual que hacía que estuvieras doblada en la silla. Porque, a ver, ir vas, por supuesto. Cualquiera llama al jefe para decirle que no vas porque te sangran las entrañas… Entonces te tomabas un ibuprofeno, y te ibas a trabajar igual. Y si se te caía alguna lagrimita del dolor, pues qué menos que intentar que no te viera nadie, que es una cosa incómoda de ver, mujer, entiéndelo.

Fui muy feliz en esa empresa, la verdad. Incluso cuando «nos enteramos» de que el único comercial de la empresa ganaba de fijo más de 300 euros más que nosotras. Yo lo achaqué a que era muy bueno. Vaya, como muchas de nosotras… Pero en fin, yo qué sé. Algún motivo habría.

Entonces me quedé embarazada de mi hijo mayor. Nuestro plan era que mi marido se quedaría en casa para criarlo y yo seguiría trabajando, porque casualmente él se acababa de quedar en el paro. Pero entonces, y esto sí fue casualidad, la empresa en la que yo trabajaba tuvo que cerrar, y me quedé en el paro yo también, unos días antes de nacer mi hijo.

Ahí se desató el caos. No solo tenía por delante la maternidad, sino el replanteamiento de mi vida laboral. Pasados unos meses, como tantas otras mujeres en este país planeta, decidí que intentaría trabajar desde casa para poder estar con mi bebé. Y abrí una tienda online de crianza consciente, Háblame Bajito, en la que vendía juguetes ecológicos, portabebés ergonómicos, pañales de tela… Para mí fue un orgullo. Yo creé el nombre, pensé el logo… Abrí la primera web vendiendo los móviles viejos que tenía en casa.

Y justo cuando iba a abrir, un antiguo cliente me ofreció en su nueva empresa un trabajo de esos que son «la hostia»: jefa de un equipo comercial, con un fijo de escándalo, comisiones altísimas, coche, móvil, gastos… Incluso acciones de la empresa. Y decliné la oferta. Porque el trabajo me exigía estar fuera de casa durante días, y yo no podía separarme de mi bebé. Me daban taquicardias solo de pensarlo. El hombre que me hacía aquella oferta me presionó duramente:

– Ya no eres una cría, tienes veintisiete años, tienes que empezar a pensar qué vas a hacer con tu vida. Yo te estoy ofreciendo una oportunidad. No puedes negarte.

Lo recuerdo, palabra por palabra, porque yo flipaba. Y entonces me dijo una frase lapidaria:

– No vas a poder estar toda la vida jugando a las casitas, Jessica.

Yo nunca he entendido, aquel personaje, en qué mundo vive para darse la licencia de hablarle así a alguien a quien apenas conoce. Pero tuve claras dos cosas, entonces: la primera, que no quería ese tipo de gente cerca. La segunda, que daba igual lo que hiciera en adelante: no iba a ser fácil.

Daba igual que yo me estuviera deslomando para crear algo desde cero, algo que funcionara, sin dejar de ser madre a la vez. Para el mundo laboral que yo conocía, para el mundo real, yo solo estaba «jugando a las casitas».

Pero, en realidad, no habría importado que hiciera otra cosa. ¿Declinar un trabajo así para vender pañales desde casa? Tía loca. ¿Aceptar un trabajo así y abandonar a tu bebé? Mala madre. No había opción buena.

Y eso que, por entonces, ni siquiera podía vislumbrar que a mi chico, cuando rechazó algún trabajo para irse lejos de casa por estar junto a sus hijos nadie se lo recriminaría. Por lo menos, no del mismo modo que a mí. Ante eso ha habido dos actitudes básicas: el tacharlo de vago (porque el hombre de la casa hace lo que tenga que hacer para poner el pan en la mesa), o ensalzarlo como héroe, por querer estar con su familia. Pero eso él. Yo estoy jugando a las casitas, aprovechando mi condición de mujer.

El otro día mi coño oyó a su cuñado quejarse, porque optaba a un puesto de trabajo y al final se lo dieron a una mujer. «Seguro que tienen ayudas por contratar a una tía. Es que al final, tanta igualdad tanta igualdad, somos nosotros los que estamos perdiendo nuestros derechos».

O sea… Ya os vale, feministas. Hay que ver cómo os pasáis. Ya está bien de tanto ruido y tanta tontería, que la igualdad ya se alcanzó hace mucho. Podéis votar y conducir, yo no sé qué más queréis.

Pobrecito el cuñado de mi coño, que se ha quedao sin trabajo por vuestra culpa. Locas, que estáis todas locas.

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