Etiquetado como machismo
Relatos

Sobre encierros

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– Aproveché a preguntarle por Amparito, que hace tanto que no la veo. ¡Ay, Amparito! ¿Sabes que tu tío le salvó la vida?
 
– Mamá, no sé quién es Amparito.
 
– Pues tu tío le salvó la vida, porque ella se colgó. Se suicidó. Bueno, no se suicidó porque no se mató, porque apareció tu tío, en gloria esté. Ella se colgó ahí en la cuadra aquella que tenían en lo alto la cuesta, y en esto que pasó tu tío y la vio, ya morada y con la lengua fuera, pero todavía respiraba. Y fue para allá y la levantó por las piernas y empezó a gritar, hasta que llegaron a ayudarlo y entre todos la bajaron. Si no es por ellos, ahí mismo se hubiera matao.

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Carta a Ricardo González, el juez que pidió la absolución de #LaManada

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¿Pero tú que porno ves, Ricardo?

Me considero una persona razonable. En serio.

Puedo entender, aunque no lo comparta, que lo del móvil, visto y juzgado así, aislado, quede en un simple hurto.

Puedo entender, aunque no lo comparta, que se haya desestimado el delito contra la intimidad, por aquello de que existen unas formas legales que, cuando no se cumplen, hacen que por arte de magia los delitos desaparezcan. Puede que haya que cambiar las formas.

Puedo entender incluso, aunque por supuesto no lo comparta, que, con las leyes en la mano, al no ver –ustedes- la necesaria agresividad, desestimen en consecuencia la agresión, quedando esto en un simple abuso. Puede que haya que cambiar las leyes. Puede que con urgencia.

Pero sobre todo entiendo que tengas que ponerte, Ricardo, una toga bien amplia para meter esos enormes huevazos de caballo de Espartero que has de tener para pedir la absolución de estos cinco. Muy bien por decir lo que piensas, mañana te mando flores. El problema no es que lo digas: es que lo pienses. Que veas excitación sexual en una mujer de dieciocho años que está siendo víctima de una violación grupal.

Porque te recuerdo que hasta ahí sí ha llegado la sala: ha habido violación. Y en la víctima tú ves excitación. Y reconoces que no ves consentimiento, pero es que dices no ver tampoco negación, y eso te basta para defender que lo que ha hecho la manada bien hecho está. No lo ves tú, que eres juez, y espera esta idiota sociedad que lo vean ellos cinco, que son gilipollas.

En serio, Ricardo, ¿pero tú qué porno ves?

Y, por favor, ahórrate el discurso cobarde, que lo conocemos. Que dirás que tenéis las manos atadas. Que tenéis que equilibrar la balanza de esa ciega Justicia que, en una mano, sostiene una ley que se sujeta y pierde en lo que, al fin, son solo palabras y, en otra mano, el sentido común de cualquiera que tenga conciencia y dos dedos de frente. Ese que hoy nosotros, el pueblo, hacemos estallar en redes y calles.

Ese sentido común colectivo que a ti tanto parece molestarte, Ricardo. Dices que ha habido un juicio paralelo, un juicio social. ¿Y qué problema tienes, exactamente? ¿Es la Justicia tu propiedad? ¿Tu privilegio? ¿Acaso nos consideras una horda furiosa e ignorante con picas y teas? Casi pareciera que te incordia que la plebe opine, que el vulgo intervenga en los problemas que le afectan, reclamando soluciones a unos poderes que él mismo sustenta.

La Justicia, así, con mayúscula y báscula de precisión, no es tu privilegio: es tu responsabilidad. Y si no entiendes eso, no mereces llamarte juez. Porque es tu poder quien ha de ponerse al servicio de la Justicia, y no al revés.

A ti corresponde el ejercicio del poder judicial, pero el sentido de la justicia nos pertenece a todos y, si lo haces mal, te lo haremos saber.

Y esta vez tus huevos y tú, Ricardo, lo habéis hecho como el culo.

Firmado, una furiosa vulgar.

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Artículos, Relatos

#NOTALLMEN

Embalse

Mi hijo empieza mañana una actividad deportiva con el cole.

Me he dado cuenta en el último momento de que le faltaba material, así que esta mañana, después de dejarlos a él y a su hermana en el colegio, he ido al Decathlon a buscárselo.

Cuando he llegado el parking estaba prácticamente vacío. Solo había un puñado de coches, no más de cinco, creo, desperdigados aquí y allá.

Aparqué en un pasillo frente a la entrada, a unos veinte metros de la puerta. Sin bajarme del coche, miré hacia dentro y se veía oscuro. Pensé que quizás aún no habían abierto, y esperé un poco a ver si veía movimiento.

En esto estaba, esperando, cuando una furgoneta negra llegó y aparcó junto a mí, dos plazas a mi derecha. Conducía un hombre de unos cuarenta, pelo rapado, barba de un par de días, con ropa de faena y una braga que le tapaba hasta la barbilla.

Mi primer impulso, lo primero que hizo mi cuerpo de manera automática, fue estirar el brazo y presionar el botón de bloqueo de puertas. Y lo siguiente que hice, de forma instintiva, fue volver a mirar hacia la puerta de entrada a ver si veía gente. Cuando me quise dar cuenta estaba comprobando si había cámaras de seguridad. Y, de repente, me encontré pensando: «Si grito aquí, no me oirá nadie».

El pobre currito se bajó de la furgo y entró al local, a lo suyo, ajeno por completo a mi existencia y mi paranoia. Yo me di cuenta de que tenía los pies sobre los pedales y la mano derecha en la palanca de cambios.

En mi comunidad autónoma han desaparecido tres mujeres, de más o menos mi edad, en dos semanas: entre el 13 de febrero y el viernes pasado. Hoy leí en el periódico que el día 16 una mujer denunció que estaba parada en un semáforo de mi ciudad, por la noche, y un hombre intentó subirse a su coche. A las tres de la tarde la Guardia Civil comunicaba que había aparecido, en un embalse, el cuerpo sin vida de una de las desaparecidas.

Pero luego tienes que oír, una y otra vez, la gilipollez de que no todos son así, me cago en mi puta calavera, mientras yo vivo aterrada porque un pirado de mierda puede meterse en mi coche y dejar a mis hijos sin su madre.

«No todos somos así».

¡YA LO SABEMOS, JODER!

No necesitamos que vengáis, una y otra vez, a explicarnos que «Not all men».

Pero a ver si se os mete en la cabeza, de una puta vez, que el problema no es que «todos los hombres seáis unos violadores»… El problema es que TODAS LAS MUJERES tenemos que vivir con miedo.

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El cuñado de mi coño. Capítulo I: ventajas de ser mujer en el mundo laboral

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Esta historia no tiene nada de extraordinario. Si acaso, lo que tiene de extraordinario es que podría ser la de cualquiera. La de cualquiera de nosotras, vaya.

Durante varios años trabajé en hostelería. Creo que se me daba bien, la verdad. La agilidad mental sumada a la atención a los detalles hacía que la cosa fluyera de manera natural y divertida. Además, la sonrisa y el desparpajo eran inherentes a mis yoes pre-veinte y veintipocos.

El primer trabajo «formal» que tuve como camarera lo tuve a los diecinueve. Entré en sustitución de un camarero que se iba. Él cobraba, por el mismo trabajo que yo desempeñé después, unos trescientos euros más que yo. A mí el jefe me preguntó si aceptaría un contrato de aprendiz, y cobré 800€ durante el año que estuve trabajando allí. Pero es que aquel chico, solo un par de años mayor que yo, tenía más experiencia. Aunque yo llevara detrás de una barra y sirviendo comidas desde los trece para sufragarme la E.S.O. y el Bachillerato.

Acepté aquel trabajo, porque necesitaba mucho trabajar y la cosa no estaba fácil. Solo me salían cosas para ir a poner copas los fines de semana. De entre todos los lugares donde fui a buscar trabajo me acuerdo mucho de uno en particular: una cafetería de renombre en la que la propietaria (una mujer mayor) me dijo: «En el anuncio pusimos camarero». No contesté, no entendía. «Quiero un hombre. Las mujeres sois muy problemáticas. No digo que tú lo seas, a ver, que no tengo nada en contra tuya, pero que si reglas, que si embarazos… Lo siento, solo contrato hombres». Recuerdo que aluciné, pero pensé que… Bueno, a ver, era su negocio. Por supuesto que tenía derecho a contratar a quien quisiera, ¿no? Solo faltaba.

En realidad, acepté el trabajo de 800€ porque quise, porque en otro trabajo de camarera al que opté pagaban considerablemente más y me dijeron que el puesto era mío, si lo quería. El mínimo eran 1200 euros, siempre que mi talla de sujetador fuera una noventa y cinco o más. De ahí para arriba, según lo que tú «trabajases». Si estás dispuesta a enseñar las tetas en el almacén, 1500. Si dejas que se masturben mirándote, 1800. Si la chupas, 2500 mínimo.

– Ah, pues muy bien. No es lo que busco, pero gracias, ¿eh?

– Piénsatelo bien, que nuestras chicas viven muy bien y tú con esas tetas puedes ganar lo que te dé la gana. Leer artículo completo

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Candelas y Manolos: lo mejor y lo peor de nosotros mismos

luces y sombras

Esta semana pasada ha sido una de esas que tiene “demasiadas” cosas, que despierta demasiadas emociones encontradas. De estas que te recuerdan que quiere el karma que para que pueda existir un equilibrio ha de existir forzosamente una dualidad.

Resumiendo mucho, hay dos tipos de personas en el mundo:

Por un lado están las Candelas.

Como ya adelanta su nombre, las Candelas son esas pequeñas luces que iluminan nuestro mundo, que te contagian de brillo y calor. Esas que son capaces de coger algo pequeño y bonito, ponerle buena voluntad y cariño y convertirlo en algo absolutamente extraordinario. Que aún confían en que el mundo es bueno, a pesar de todo; en que las personas somos buenas, a pesar de todo; en que podemos –y queremos- hacerlo mejor.

Las Candelas son esas personas que no sólo iluminan sino que nos recuerdan que tenemos nuestra propia luz, y nos salvan así de la oscuridad: de la del mundo y de la nuestra, que, como sabéis, es la más peligrosa porque puede llegar a devorarnos desde dentro. Leer artículo completo

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Una -puta- milla con mis tetas. (O por qué tú, hombre, no puedes hablar de feminismo)

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No había papel higiénico. Ni papel, ni váter, ni bragas. Mi madre me contó alguna vez que las mujeres, cuando subían de Miñagón a Boal a vender al mercao, iban en falda y si les apretaba la gana se apartaban un poco del camino, abrían las piernas y así meaban: de pie, piernas abiertas, discreta y naturalmente. Y esta estampa de mujeres meando de pie tranquilamente bajo la falda, pertenece a alguna Asturias de sólo un puñadín de décadas atrás.

Y yo, que nací en los modernísimos y gloriosos ochenta en una familia de hosteleros, fui niña y adolescente en un lugar en el que a Cristina la del café le arrancaron -le arrancaron- los ojos “porque era una calientapollas”; en el que a una niña de doce años -doce años- en s casa la llamaban Bárbara y en la calle la dos cincuenta, porque un gilipollas dijo un día que se la había chupado por doscientas cincuenta pesetas; en el que se oía que si las mujeres querían igualdad “primero tenían que aprender a mear de pie”. Y detrás había risas. Y miraba a las mujeres y las veía sonreír la gracia con ese cinismo de “te mandaría a la mierda, pero no quiero ser antipática”, de “mejor me callo que si no voy a parecer una histérica”. Porque podemos ser muchas cosas, pero antipáticas no. Histéricas, tampoco.

Y, así, va una construyéndose como mujer, mirando alrededor y sintiendo que algunas cosas no están bien, pero aprendes a envolver la rabia en sonrisas, a no meterte en calles oscuras y a no acercarte demasiado a los chicos porque, desde luego, si empiezas algo después no tienes derecho a cambiar de opinión. ¿Para qué vas a darte besos al parque, si no quieres que te violen?

Aprendes a pasar por la vida con esa careta que -te venden- es garantía de que todo irá bien. Sé educada. No te quejes. Sonríe. Porque, si te quitas la máscara, cualquier cosa mala que te pase será culpa tuya. Por mostrarte. Por dejarte ver. Por ser mujer. Leer artículo completo

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El perfil de un monstruo

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Cada investigador de la historia –de ficción al menos-, desde Sherlock Holmes al más moderno CSI. Todos sin excepción, alguna vez, han estudiado o intentado dar con el perfil del asesino. Porque si puedes reconocer un perfil en el asesino, puedes encontrarlo. Y no sólo al que buscas, sino que, con suerte, podrás reconocer a los que vendrán después.

Yo hoy he visto el perfil de un asesino confeso. Porque por muy celosos que sean los periódicos en guardar su nombre completo, en la televisión lo han puesto para que todos pudiéramos tomárnoslo con el café. Rubén Maño Simón, el joven que dice haber matado a la chica de Chella. De ser cierto, el monstruo que sorbió la vida de una joven de quince años, después de atravesar su cuerpo contra su voluntad. Y ese monstruo, como casi todo el mundo, tiene un perfil. En Facebook.

Halloween. Brujas, fantasmas, murciélagos, calaveras y calabazas. Nada da tanto miedo como mirar a través de la ventana y ver a retales la vida de alguien que acaba de violar y matar.

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Él no era un maltratador

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Yo tenía diecinueve años cuando me busqué mi primer piso. A mi novio, con quien llevaba saliendo un año, no le gustó la idea de que yo me fuera a vivir sola. No le preocupaba que me sintiera desprotegida, o que me pudiera pasar algo, o que tomara aquella decisión empujada por unas circunstancias que escapaban a mi control: le enfadaba que yo tuviera un picadero y vía libre para meter a cualquiera en mi casa. En menos de una semana se había hecho, sin mi permiso, una copia de las llaves de mi apartamento. En menos de un mes, sin preguntarme, se había instalado a vivir conmigo. Lo recibí con los brazos abiertos y un gigantesco saco de comprensión. En su casa la situación era insostenible. Él no era un maltratador.

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Puta

ceda el paso

 

 

Hoy no voy a reflexionar.

Yo iba con mis dos hijos en coche. Un chico, uno cualquiera…

Un chico que podría ser tu hermano, que podría ser tu amigo, que podría ser tu hijo, o que incluso podrías ser tú, se saltó un ceda el paso.

Creo que ni siquiera miró para salir: simplemente tiró para adelante como si estuviera solo en la carretera. Como si estuviera solo en el mundo. Como un asno apaleado, más asno que apaleado.

Le pité para que frenara.

Volanteé para no estrellarme.

Y ese chico se cruzó delante cortándome el paso, se asomó a la ventanilla abierta de su furgoneta de reparto y me gritó «PUTA».

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