Relatos

Sobre encierros

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– Aproveché a preguntarle por Amparito, que hace tanto que no la veo. ¡Ay, Amparito! ¿Sabes que tu tío le salvó la vida?
 
– Mamá, no sé quién es Amparito.
 
– Pues tu tío le salvó la vida, porque ella se colgó. Se suicidó. Bueno, no se suicidó porque no se mató, porque apareció tu tío, en gloria esté. Ella se colgó ahí en la cuadra aquella que tenían en lo alto la cuesta, y en esto que pasó tu tío y la vio, ya morada y con la lengua fuera, pero todavía respiraba. Y fue para allá y la levantó por las piernas y empezó a gritar, hasta que llegaron a ayudarlo y entre todos la bajaron. Si no es por ellos, ahí mismo se hubiera matao.

 
***
 
Amparito, allá a mediados del pasado siglo, estaba enamorada de un chico. Era noble, dicen que tenía la cara de un ángel y la paciencia de un santo; de familia humilde, obrero de la construcción y cinco años más joven que ella, que por entonces contaba veintidós soles.
 
Su madre la molía a palos por amar a aquel joven. Pero Amparito se escabullía. Se iba con sus amigas al baile a Barros y allí ella y Justino se veían y bailaban juntos. Ojalá pudiera decir que hasta caer rendidos, porque ella era feliz y se sentía como si en el mundo solo estuvieran ellos dos, solos, danzando sobre las estrellas. Pero no bailaban hasta caer rendidos: solo hasta la hora en que Amparito tenía que volver a casa. Porque ella, mujer, tenía que estar en casa a la hora que le mandaban.
 
Lástima que más veloz que el cuerpo es el viento, que de alguna manera le llevaba a su madre las voces que le decían que su hija había estado con el pequeño de la Remedios en el baile. Y, para cuando Amparito llegaba a su casa, su madre la esperaba ya con una mano abierta y un palo en la otra, para darle una paliza. Y su padre, a quien mayormente le daba igual con quién se veía su hija, porque él vivía para el trabajo, el fútbol y el vino, no intervenía en aquello. Porque la educación de las hijas es cosa de las madres, y lo que hiciera su mujer pues bien estaba, si él no tenía que levantarse del sillón.
 
Y así Amparito vivió su amor entre palizas de su madre. Una tras otra.
 
Porque Justino era un niño. Y era un pobre cualquiera, un triste obrero. Y un desaseao, con aquel jersey de punto, siempre el mismo. Y su hija, la hija de Lourdes la extremeña, no iba a casarse con cualquiera, que bastante tenía ya la Lourdes con que llevaba veinticinco años en el pueblo y todavía se reían de su acento, esas putas del lavadero. No, de eso nada: su hija tenía que casarse con alguien bien. Y tenía que casarse pronto, que tenía ya casi veintitrés y se iba a quedar pa vestir santos.
 
Y Eladio apareció en escena. Eladio, el viajante del café, que recorría todo el municipio de pueblo en pueblo vendiendo cafés a los bares y trabajaba para una empresa importante, una que tenía las oficinas en Oviedo. Eladio iba siempre impecable, con su traje impoluto bien planchado, su camisa blanca como la nieve y una corbata diferente cada día. Eladio ganaba bien. Hasta coche tenía.
 
Amparito, por obra y gracia de su madre, se casó con Eladio el viajante. Y así, Amparito dejó de vivir entre las palizas de su madre y empezó a vivir entre las palizas de su marido. Una tras otra también.
 
Porque Eladio, que ganaba bien, se lo gastaba todo en emborracharse a diario y a su mujer, cada día, la insultaba, la pegaba, la violaba, o las tres cosas a la vez.
 
Y antes de hacer un año de casada, Amparito, llena de cardenales por fuera y por dentro, con el alma descosida y el corazón olvidado en otro hombre, decidió que su vida, la que ella quería tener, ya se la habían quitado, y que esa que le habían dejado ella no la quería. Y mientras Eladio estaba en el bar, bebiendo hasta cegarse como cada martes, Amparito se fue al establo y se colgó de una viga. Pero el destino quiso que un vecino pasara por allí y diera la voz de alarma, puede que solo unos segundos antes de que dejara de respirar para siempre.
 
Qué vergüenza, madre mía, para Eladio y la extremeña, que la niña se había intentado suicidar. Qué dirían en la iglesia. Qué dirían aquellas putas del lavadero. Lourdes le dio un bofetón que Amparito juró que le saltó un diente, aunque decía su madre que ya le faltaba de antes. Su marido le daba con el cinturón cada vez que se acordaba, y eso fue casi a diario.
 
Un mes después, Amparito tuvo una falta. Y su marido, creyendo que se lo decía para que no la pegara más, con más ganas le dio. Y cuando la barriga ya hacía innegable lo evidente, aún le daba de cuando en vez. En el séptimo mes, de una paliza la dejó semi inconsciente y hubo que llamar al médico y el médico le dijo que no la pegara más, que podía hacer daño al bebé. Y cuando el médico se fue, Eladio le dijo a su mujer:
 
– En mi casa mando yo, y te pegaré si me da la gana.
 
Amparito tuvo dos hijos del Eladio.
 
El primero nació mal, con una enfermedad rara, decían los médicos. Que no se sabía lo que era. Nunca habló, nunca pudo andar, ni sonreír, ni comer ni hacer nada por sí solo. Vivió más de 40 años, y murió mientras dormía. Amparito siempre supo, en su corazón, que su marido le había quitado a ese niño la vida antes de que naciera.
 
El segundo fue el orgullo de su padre. Un niño sano, fuerte, listo. ¡Y cómo corría, el bicho! Podría haber sido un gran futbolista. Pero, ¡qué desgraciado, el Eladio! Pobrecillo, que el pequeño le salió maricón.
 
El pequeño de Amparito se fue de casa cuando lo echó su padre. Se fue muy joven y muy lejos. Y Amparito se quedó allí, cuidando de su mayor, recibiendo palizas porque todo era culpa suya; que el mayor estuviera mal, que el pequeño fuera marica.
 
Lourdes la extremeña decía que la iban a matar a disgustos y, de hecho, se murió poco después. Cuentan que Amparito casi no lloró en el entierro. Algunos dicen que estaba en shock. Otros, que qué poca vergüenza, con todo lo que la madre hizo por ella. Si hasta la casó con el Eladio, el viajante del café.
 
***
 
– Pues debe hacer tranquilamente diez años que no sé nada de Amparito. La última vez que la vi fue en un entierro de alguien del pueblo, ya no me acuerdo de quién. Estaba allí el marido, hija, que por Dios… Debe pesar doscientos kilos. Estuvo sentado en un banco todo el rato que ni respirar podía, con la cara toda morada y la nariz reventadita de venas, así como se les pone a los borrachos. Olía a vino que tiraba para atrás.
 
– Oye, mamá, ¿y de Justino qué fue?
 
– Pues al poco de casarse Amparo se puso de maestro y creo que se jubiló hace poco. Pobre Amparito, qué mal le pintó la vida… Bueno, nena, ¿y tú qué tal? ¿Cómo llevas esto de no salir de casa?
 
– Yo bien, mamá. Hay encierros peores.
 
– Ya te digo yo que sí.
 
– Sí. Los hay que duran hasta una vida entera.
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