‘Mastín y la chica del galgo’, un libro solidario imprescindible
Pues resulta que este verano lo he hecho polvo y, por primera vez desde 2010 (año en que me convertí en madre) he dedicado un verano enterito a leer lo que me ha dado la gana. Bueno, y lo que me ha dado tiempo, pero quiero decir que me he dado el placer de dedicarme tiempo para mí, para leer. La mitad de ese tiempo, lo admito, con un bebé de más de un año bien agarradito al pecho.
El resultado ha sido que me he comido tres novelas enteritas (una de ella ‘Una columna de fuego’, que lleva sus mil paginazas), y tengo otra empezada que, una vez arrancado septiembre, me está costando un poco más, porque me pasa con los libros lo que con los maratones en Netflix: que no puedo ver «un poquito» y, si solo tengo un ratito, pues acabo por no ponerme.
Total, que de las que sí que he leído os quiero hoy hablar de una en particular: Mastín y la chica del galgo, de Melisa Tuya.
Lo que no te digo
Soy la mujer que está tumbada en la hierba. La que ha venido con un niño y una niña.
Sé que estaréis pensando que debo estar mojándome, después de la lluvia de estos días. Y tenéis razón. Es solo que no me importa demasiado: tocar hierba mojada es uno de mis placeres favoritos de la primavera. Bueno, la hierba mojada… Y las mariposas. Me recuerdan a mi abuela. Y ahora, por extensión, también a mi padre.
Justo delante tengo dos, naranjas y brillantes, huyendo juntas y en espiral del vuelo de la falda de mi hija, que intenta verlas más de cerca.
– Mamá, ¿el Gran Gigante Bonachón podía oír a las mariposas también?
– Pues… Creo que sí.
– ¿Y qué se dicen las mariposas?
– Uy, ¡no tengo ni idea! ¿Qué crees tú que se dicen?
– Yo creo que se dicen que se quieren.
– ¿Sí? ¿Y por qué crees eso?
– ¡Pues porque están enamoradas! Y los enamorados se dicen que se quieren.
Y se va contenta, con sus colores, su amor y sus verdades absolutas, persiguiendo mariposas enamoradas. Y yo me quedo pensando… Cariño, ¿qué cosas nos decimos tú y yo? Creo que hace mucho que no te escribo que te quiero.
Antes nos los escribíamos mucho, ¿te acuerdas? Temblaba el teléfono por sorpresa con una música especial y, al encenderlo, se descubría un te quiero nuevo, parecido al anterior, pero que siempre era otro. Y nos dejábamos notas por la casa e incluso, a veces, nos escribíamos cartas. Pero hace tiempo que ya no.
A lo mejor es que ya nos lo hemos aprendido bien. Que nos queremos, digo. Y ya no necesitamos tanto repasarnos la lección, ni nos hace falta escribir cien veces que te querré toda la vida para que no se nos olvide.
No, ya no te lo escribo…
A veces te lo digo, como las mariposas. Aunque, ¿cuándo fue la última vez? Leer artículo completo
Podredumbre en tu bolsa. Así empieza el maltrato
Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. No entiendo por qué, a estas alturas de este cálido otoño, tan próximo a terminar, aún me empeño en traer mi libro al parque. Nunca consigo leer más de un párrafo seguido, y casi siempre tengo que releer al llegar a casa, porque siento que me pierdo detalles. Y no vaya a ser que alguno sea importante… Aunque, pensándolo bien, ¿qué detalle no lo es?
Eso veo ahora: detalles. Los tengo frente a mí, y hace un rato que no puedo evitar sentir ese sabor amargo en la garganta. Ese que te llega desde algún recuerdo igualmente amargo, desde un pasado que, de no ser porque quizá sin él no habrías llegado a donde estás ahora, te gustaría borrar para siempre de tu diario.
No deben tener más de dieciséis años. Y los miro, y me pregunto qué arrastra cada uno de ellos en su bolsa para estar en este lugar exacto. Y no me refiero al parque, no: me refiero a esa discusión que habrá quien apostille como una riña de enamorados, pero en la que yo –es cierto- no puedo dejar de ver mi propia historia. Lo que llevo en mi propia bolsa.
Ya llegaron con aire distante. Parecía que con la determinada intención de hablar. Ella, de brazos cruzados, labios apretados y echada hacia atrás, le esquivaba la mirada. Él, separando sus rodillas y dejando caer entre ellas las manos entrelazadas, se inclinaba hacia adelante, hacia ella, queriendo conquistar –o invadir- su espacio vital. Me llamó la atención su gesto, entre enfadado y suplicante. ¿Cómo, en qué circunstancia, pueden a la vez coexistir el enfado y la súplica?
Él hablaba, ella negaba. El tono de él fue subiendo. Ella movía los ojos en cualquier dirección que estuviera lo bastante alejada de la cara que le gritaba. Él dejó de parecer suplicante, y ya parecía solo enfadado. Ella aguantaba las lágrimas. Hasta que se cansó: se levantó, dispuesta a irse, ofendida, ¿dolida?, convencida. Y la cara de él se transformó. Leer artículo completo
Nos queríamos distinto
Soy la mujer de la toalla de al lado. La que ha venido con un niño y una niña. Disfruto más la playa cuando él viene conmigo. Es más relajado cuando somos dos para cuidar y, además, a los niños les encanta meterse en el mar con su padre. Allá lo veo marchar, con nuestros niños, su bañador rojo bandera, su pecho peludo y su cara de pócker frente a las olas. La arena no es tapiz para mi trío de ases.
Al fin, diez minutos para mí. Para desvanecerme en la brisa y el calor del sol sobre mi piel. Inspiro, espiro, repito y los veo a lo lejos, siluetas salpicadas sobre la espuma. Junto a ellos, una jovencísima pareja salta sus últimas olas cogidas de la mano y salen corriendo del agua, sonrientes y felices. Se tiran en su toalla (con esa despreocupación maravillosa de quien luego no tiene que limpiar la arena del coche), a unos metros de la mía, y se comen enteras, la una a la otra, las dos al mundo. Como si no hubiera nadie más en la playa. Como si nada en el universo importara más que este momento entre ellas dos.
Sacan el móvil para hacerse un selfie. No me puedo creer la cantidad de tiempo que son capaces de estar colocándose todos y cada uno de los pelos de su cabeza antes de hacer la foto. Claro: son jóvenes, perfectas, maravillosas y están enamoradas. Ha de verse en cada pelo cuantísimo se quieren, porque la foto debe ser tan brillante como su amor. Y entonces me miro las piernas y me da un ataque de risa, porque me doy cuenta de que no sé cuánto hace que no me depilo, pero ríete tú del peludo pecho de mi marido. Qué se le va a hacer: si me paro a depilarme, lo mismo se nos hace tarde y nos quedamos sin playa. Y eso sí que no puede ser. Explícale tú a mis hijos que se quedan sin playa porque a su madre le da vergüenza tener pelos como un… Mamífero. Pero no importa. Hace tiempo que depilarme es como cortarme el pelo: cuestión de apetencia, no de necesidad.
Y ellas están ahí, frente a mí, queriéndose tanto en su perfección, iluminando el mundo con su amor. Y yo estoy aquí, tan imperfecta y peluda, agradeciendo diez minutos de soledad al sol. Me cago en la leche, ¿qué nos ha pasado? Leer artículo completo
¡Que te tengo que querer!
Que me dicen que hoy es el día para demostrarte cuánto te quiero. Para decirte mil veces que no sé vivir sin ti y para prometerte que te bajaré la luna, si me la pides.
Pero mira, que digo yo que gilipollas no eres, y que ya te imaginarás que, después de tanto tiempo e hijos varios, si -todavía- estoy aquí es porque te quiero.
Que la luna será muy bonita, pero es muy poco práctica, porque ni pa’ alumbrar sirve si no le está pegando el sol. Y ya me dirás tú pa’ qué queremos una roca de chopomil toneladas en el salón, si estamos que nos tiramos de los pelos porque no nos cabe ni otro trenecito de juguete.
Y que, vamos, desde luego que sé vivir sin ti (ni que fuera yo una inútil). Quizás hasta mejor que contigo. Pero mira, que no me da la gana. Que a final de año hago cuentas y me sales a compensar. Leer artículo completo
Te quiero, te quiero, te quiero
A veces te miro cuando no me ves y me pregunto qué es. Qué tienes para tenerme, después de tantos años, tan colgada de ti. No sé si es tu espalda, tu pelo, tus ojos increíbles. No sé si son tus brazos o lo mucho que me gusta esconderme en ellos. No sé si son tus manos o cómo me acaricias. No sé si es tu voz o las cosas que me dices cuando no me dices nada. No sé qué es, pero me vuelves loca. Y no me canso de mirarte, y mirarte, y mirarte.
A veces te agarro la cara y te beso como si mi único propósito en la vida fuera comerte la boca. Y a veces te beso, como sin querer, en el cuello mientras cocinas, y el calor de tu piel me rebosa en los labios y pareciera que te estoy besando el alma. Y tú no te enteras de que te beso el alma, porque estás pelando cebollas. Que así te comieras tres kilos, jamás me cansaría de besarte, y besarte, y besarte. Leer artículo completo
Él no era un maltratador
Yo tenía diecinueve años cuando me busqué mi primer piso. A mi novio, con quien llevaba saliendo un año, no le gustó la idea de que yo me fuera a vivir sola. No le preocupaba que me sintiera desprotegida, o que me pudiera pasar algo, o que tomara aquella decisión empujada por unas circunstancias que escapaban a mi control: le enfadaba que yo tuviera un picadero y vía libre para meter a cualquiera en mi casa. En menos de una semana se había hecho, sin mi permiso, una copia de las llaves de mi apartamento. En menos de un mes, sin preguntarme, se había instalado a vivir conmigo. Lo recibí con los brazos abiertos y un gigantesco saco de comprensión. En su casa la situación era insostenible. Él no era un maltratador.
#yosoyunamwlf
He leído por ahí un artículo sobre lo feos y deprimentes que son los pechos caídos. Ay, que asquete, sí. Tetas que cumplen años y cambian a la vez que sus dueñas. Habrase visto. Malditas insolentes…
El artículo planteaba dos problemas: la edad y la maternidad, los dos aliados de los pechos caídos. Son inevitables (al menos cumplir años, y no es que sea inevitable, sino que parece mejor que la alternativa). Pero seguro que se puede hacer algo para borrar el rastro de ambas, edad y maternidad. Porque ya sabéis que, gracias a American Pie, la mujer moderna tiene un gran objetivo: ser una MILF. Una “Mom I’d Like to Fuck” (aunque poco tiene que ver lo que ahora se llama MILF con lo que representaba la madre de Steve Stifler). En español, una MQMF, una “Madre Que Me Follaría”), atractiva y apetecible incluso para los más jóvenes. Y digo yo…
Pero vamos a ver, chiquitín, ¿quién te ha dicho a ti que a mí me interesa que me quieras to fuck? ¿Quién carajo eres tú y por qué crees que necesito tu aprobación, pequeño machistillo? ¿Sabes qué? Yo no soy una MILF, yo soy una MWLF. Y te voy a explicar la diferencia:
Pareces gilipollas: las tonterías que hacemos cuando empezamos a salir con alguien.
Cuenta la leyenda que, cuando llevas mucho tiempo saliendo con alguien, en la intimidad de la pareja existen las guerras de pedos, e incluso os podéis hasta reír de ello. Pero desde la primera cita hasta los eructos con dedicatoria hay un camino a recorrer, y en los inicios nadie se libra de hacer auténticas TONTERÍAS para no espantar al folloligue.
Yo la otra noche acababa de dormir a mi peque y estaba respirando despacito para no despertarlo, y me vino como un flashback un repaso mental de todo lo que hacía cuando empecé a salir con mi chico. Y sí: parecía gilipollas. Lo hablé con el equipo de Loversizers y sí: TODOS parecemos gilipollas. Seguro que tú también. Y si no a ver cuántas de estas no has hecho: