Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. No entiendo por qué, a estas alturas de este cálido otoño, tan próximo a terminar, aún me empeño en traer mi libro al parque. Nunca consigo leer más de un párrafo seguido, y casi siempre tengo que releer al llegar a casa, porque siento que me pierdo detalles. Y no vaya a ser que alguno sea importante… Aunque, pensándolo bien, ¿qué detalle no lo es?
Eso veo ahora: detalles. Los tengo frente a mí, y hace un rato que no puedo evitar sentir ese sabor amargo en la garganta. Ese que te llega desde algún recuerdo igualmente amargo, desde un pasado que, de no ser porque quizá sin él no habrías llegado a donde estás ahora, te gustaría borrar para siempre de tu diario.
No deben tener más de dieciséis años. Y los miro, y me pregunto qué arrastra cada uno de ellos en su bolsa para estar en este lugar exacto. Y no me refiero al parque, no: me refiero a esa discusión que habrá quien apostille como una riña de enamorados, pero en la que yo –es cierto- no puedo dejar de ver mi propia historia. Lo que llevo en mi propia bolsa.
Ya llegaron con aire distante. Parecía que con la determinada intención de hablar. Ella, de brazos cruzados, labios apretados y echada hacia atrás, le esquivaba la mirada. Él, separando sus rodillas y dejando caer entre ellas las manos entrelazadas, se inclinaba hacia adelante, hacia ella, queriendo conquistar –o invadir- su espacio vital. Me llamó la atención su gesto, entre enfadado y suplicante. ¿Cómo, en qué circunstancia, pueden a la vez coexistir el enfado y la súplica?
Él hablaba, ella negaba. El tono de él fue subiendo. Ella movía los ojos en cualquier dirección que estuviera lo bastante alejada de la cara que le gritaba. Él dejó de parecer suplicante, y ya parecía solo enfadado. Ella aguantaba las lágrimas. Hasta que se cansó: se levantó, dispuesta a irse, ofendida, ¿dolida?, convencida. Y la cara de él se transformó.De pronto ya no era un lobo al ataque, era un cordero implorando por su vida delante de su pastor. La agarró del brazo, ella se resistió, y él tironeó hasta que consiguió que ella lo mirara a los ojos. Así consiguió que viera sus lágrimas, del mismo color que sus ruegos.
Y ella quería irse, y él no la dejaba. Y ella quería soltarse, y él no la dejaba. Y él lloró, y ella, poco a poco, cayó. Porque una gota que cae constante acaba por horadar la roca. Lo mismo sucede con los corazones: se ablandan con el quejido, se rompen con el goteo. Juraría que he visto el momento exacto en que ha explotado ese “te necesito” que la pone a ella en la posición de única responsable de la desgracia que podría consumirlo a él. Y eso no es justo: porque ella, claro, seguro que le quiere. Aunque no le necesite. Y ella que le quiere, claro, no quiere que él sea un desgraciado. Aunque tenga, para ello, que vivir ella en desgracia. Aunque eso, claro, todavía no lo sabe.
Yo lo sé: sé que quizás esté viendo esta estampa distorsionada, porque puede que mi cristal esté empañado. Porque de esta mierda llevo en mi bolsa para ensuciar los cristales de mil parques. Pero a la misma persona que hace un momento veía huir de unos gritos, la veo ahora arrodillarse ante unas lágrimas. Y ese sabor amargo que traigo pudriéndose en mi bolsa me sube a la garganta para decirme que grite. “¡Corre! ¡Corre y no pares! ¡Corre y que no te alcance!”.
Sí, quizá me equivoque mucho. Probablemente solo veo fantasmas. Pero, de alguna manera, el que hace un momento gritaba era él, y la que se está disculpando por casi haberse ido es ella. Y la pastora que hace un momento perdonó la vida del cordero, ahora se arrodilla ante el lobo. Y, así, el lobo se hace más fuerte.
Ojalá, chica, ojalá lo peor que te pase sea que, en unos años, puedas decir que esto es solo podredumbre amarga dentro de tu bolsa, y nada más. Ojalá eso sea lo peor que él llegue a significar en tu vida. Porque no existe lobo más peligroso… Que el que sabe a su merced la vida del pastor.
N. de la A: que me perdonen los lobos.