Etiquetado como autoestima
Relatos

Dos mujeres

pexels-edu-carvalho-2051001 2
Ayer, en la playa, dos mujeres llamaron mi atención. Tenían en común que (estoy bastante segura) ambas tenían ya cumplidos los setenta.
 
No iban juntas. De hecho, creo que ni siquiera llegaron a estar cerca.
 

Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Artículos, Relatos

Personas de colores

personas de colores

A mi hija le digo siempre que en el mundo hay dos tipos de personas:

Hay personas brillantes que están hechas de colores, y que lo llenan todo de luz y magia. Como ella.

Y hay personas grises y oscuras. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Artículos, Relatos

Ser madre es una mierda

WhatsApp Image 2020-07-18 at 16.19.39 2
Y, ahora que tengo vuestra atención, voy a desarrollar esta idea.
No me refiero a los niños, no. Tener hijos, compartir tu vida con unas pequeñas (grandes) personitas que te llenan de orgullo y alegría, es maravilloso.
Tampoco me refiero al ejercer como madre. Ya sabéis: hacer desayunos, ir a tal o cual sitio, ver pelis, jugar… Eso está bien.
Me refiero a ti. A la persona en que te conviertes cuando te conviertes en madre. Ser esa persona: eso es una mierda.
Porque resulta que lo que pasa cuando te conviertes en madre, y esto no te lo cuenta nadie, es que haces tuyas las necesidades de toda tu familia.
Y no es un «Claro, es que hay que dar de comer al bebé y blablá». Nonono. Es algo más intenso. Es como un parásito echando raíces en tu pecho y diciéndote que tú no puedes comer si existe la más mínima posibilidad de que alguien de tu familia quiera comerse ese trozo de pan que te quieres llevar a la boca.
Y eso es una mierda.
Tienes un bebé, que es cien por cien dependiente de ti, y crees que será diferente cuando crezca y «ya no te necesite tanto». Joder, qué gran mentira. Crecerá y tendrá muchas más necesidades. Y tú seguirás anteponiendo todas las suyas a todas las tuyas.
Las suyas: las de todos. Las de todos los hijos que tengas y las de todos los miembros de tu familia que vivan bajo tu mismo techo (y, a veces, las de los que están bajo otro techo también). Porque no te conviertes en madre de tus hijos: te conviertes en madre del mundo, en madre de todos. Y si existe una forma de evitar que esto suceda yo no la conozco.
Así que un día te levantas, y vas a lavarte los dientes con tu cepillo de dientes eléctrico, y descubres que no tiene batería porque tú lo enchufaste anoche pero alguien llegó detrás y lo desenchufó para poner a cargar el suyo.
Y empiezas a pensar.
En los últimos cepillos de dientes de los niños, que tuviste que ir a tres sitios diferentes para encontrar los que ellos querían. Pero aquí a nadie le preocupa si tú puedes lavarte los dientes o no.
En sus visitas a la dentista para hacerse empastes en sus dientes de leche mientras tú llevas año y medio sobreviviendo a tu muela rota con paracetamoles.
En las dos rosquillas que habías guardado en el armario para desayunar hoy y ya no están porque alguien se las llevó ayer al parque para dárselas de comer a las palomas.
En que abrazas la no-depilación, no como gesto de protesta antipatriarcal, sino como opción de no-queda-otra porque el tiempo que tardas en depilarte es el mismo que tardas en leerle a tu hijo dos capítulos de Harry Potter, y él tiene muchas ganas de que le leas.
En el libro que dejaste en el estante de la librería, porque alguien te pidió el último de su saga juvenil favorita y solo podías llevarte uno. Y el tuyo se quedó allí, y el otro lleva tres meses en casa sin que nadie le preste atención.
En las cinco películas que querías ver y que han entrado y salido de la cartelera del cine mientras tú veías otras que ganaban en la votación familiar.
En toda la ropa interior que no renuevas desde hace mil años, porque por alguna razón comprar bragas para ti nunca está en tu lista de prioridades.
En la cantidad de arrugas, canas y huellas del tiempo en general que se van apoderando de ti mientras tú cuidas de otros.
Y de pronto te preguntas:
«¿Y quién me cuida a mí?»
Y explotas de puro vacío. Porque sientes que siempre estás para dar, pero nunca recibes. Y te has quedado sin nada.
Y colapsas. Y te enfadas. Y te echas a llorar.
Y eso, ESO, es una mierda.
Estar ahí, en ese papel: ESO es una mierda.
Y luego pasas el día, triste, con dolor de cabeza, sintiendo que nadie te entiende y ahogada de soledad. Y lloras a ratos cuando nadie te ve. Y al final te duermes y llega el día siguiente, igual que el anterior y que el otro de más allá.
Y respiras profundo.
Y te sientes muy ridícula.
Porque mira el pollo que has montado…
Por un cepillo de dientes.
Transparencia 200x200
Foto: Ana Hevia @anahevia_
¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Artículos

Tú también vas a tener… CUERPO DE SEÑORA

Cuerpo de señora

A mí me parece que todos tenemos una idea clara de lo que es un cuerpo de señora. De señora normal, vaya, como puede ser tu madre, o la mía, o la abuela de cualquiera. Pues ese cuerpo, oiga, no aparece de repente.

Una no se acuesta un día siendo un pibón y se despierta a la mañana siguiente con el ombligo entre las tetas y la bolsa del Carrefour en la cabeza, por si llueve. Conseguir un cuerpo de señora es un proceso lento y paulatino, que empieza, probablemente, el mismísimo día que te encuentras la primera cana.

Tú no te acuestas un día con una melena negra como el ojal de un orco y amaneces con un mocho de fregar en la cabeza. Te aparecerán, una a una, como las antenas de Casimiro. Y aunque tú intentes seguir pareciendo afable y lozana, empezarás a dar repelús. Como Casimiro.

casimiro

Y la papada… ¡Ja! A ver si te crees que un día te vas a la cama con el perfil de una figurita de cristal soplado y te levantas convertida en pelícano. No, maja, no. Tú un día vas a mirarte las ojeras al espejo, como todas las mañanas, y te ves ahí una marca justo detrás de la barbilla que antes no estaba. Y piensas “Bah! Habré engordado un poco. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Paredes y peldaños

paredes y peldaños

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Diría que es una lata que el frío y esta lluvia incesante nos inviten a buscar un escondite en el que resguardarnos, pero después de la sequía de este otoño sería de idiotas maldecir esta bendita lluvia. Que llueva, por favor. Que no deje de llover.

Además, estos sitios kid friendly modernos son una chulada. Parece que están hechos a propósito para postear fotos en Instagram, con tantos pasteles de colores y tantos colores pastel. Pero lo importante es que ellos también tienen un espacio pensado para ellos: con libros, con juguetes y sin absurdas normas de comportamiento adulto. Yo me conformo con estar aquí, con mis hijos jugando a mi izquierda, un enero lluvioso tras el cristal a mi derecha, una enorme taza de buen café entre las manos y el bullicio de una docena de chácharas flotando en el aire. ¡Qué digo me conformo! Por dios, qué felicidad.

Un estruendo, de repente, ha sonado por encima de la gente. Dos chicas han llegado y se han sentado justo detrás de mí, tirando sus mochilas al suelo y sus libros en plancha sobre la mesa. Parecen, no sé, enfadadas. Especialmente una de ellas que al sentarse, derrotada, ha estrellado su silla contra la mía.

-Paso –ha escupido, con más bilis que voz-. Ya está, ¿pa’ qué? ¿Pa’ volver a esforzarme lo que me esforcé y que se ría otra vez de mí, delante de todos? Paso –ha vuelto a escupir-. ¿No dice que no valgo? Pues se acabó. Lo dejo.

He tardado un rato en darme cuenta de que estaba hablando de un profesor. Uno que, por lo visto, se había reído de su trabajo ante toda la clase, cuando ella realmente había invertido mucho tiempo y esfuerzo en él. Me pregunto cuántos profesores serán realmente conscientes de lo importantísima que es su labor, y de cuánto pueden llegar a cambiar la vida de alguien.

No he podido evitar recordar. Yo tuve un profesor, uno de esos que rebosan vocación docente por cada poro de su piel. Se llamaba Javier. Javier López. Una vez me escribió una vez una nota a pie de un escrito mío, que con tinta roja decía: “Escribes bien. No lo abandones”. Y mucho de quien soy hoy se lo debo, aunque parezca mentira, a aquella roja anotación.

Y no he podido evitar seguir echando la vista atrás. He recordado a Garnacho, que me dijo que le había presentado el examen de historia mejor escrito que había leído, aunque tuviera que suspenderme. A la hermana Mercedes, que en séptimo me echó de clase de religión por contarle a mi compañero de pupitre la teoría del Big Bang. A Roberto, que fue el primero que nunca me puso un sobresaliente. A María Rosa, que me acusó de haber copiado porque era “imposible que una niña de diez años hubiera escrito aquel poema”. También a Marisa, en párvulos, que me dio un abrazo fuerte porque le gustó cómo había pintado de amarillo un cenicero de papel maché… Qué curiosas son las cosas que nos marcan…

Y luego, por alguna razón, la memoria me ha llevado fuera del colegio en un giro amargo, y he recordado al novio de una que, borracho durante una cena, me llamó a mis dieciséis años parásito inútil por pensar que podría vivir del arte. Al novio de otra, cuando vinieron a ver mi primer apartamento, vio un cuadro a medio pintar en un caballete, y se rio de mí. “¿Ahora te da por pintar?” Acababa de estrenar aquel caballete y de volver a coger los pinceles, después de tres años. Nunca terminé aquel cuadro. Tardé años en volver a coger un pincel. Al novio de otra, que decía ser un gran escritor (aunque solo escribía para sí mismo porque nadie quería leerlo), que decía que aquello que yo hacía no era literatura. Que era pienso para el vulgo.

Y habría dejado de escribir, como dejé de pintar, si no hubiera sido porque Javier, mi profesor, me dijo que no lo abandonara. “Pues escribiré para mí, pero escribiré –pensaba-. Aunque nunca nadie llegue a leerme”. Y, al final, no sé si encontré el camino o si el camino lo hice al andar, pero aquí estoy: caminando.

He tardado años en comprender que cuando alguien te dice que “no puedes”, solo está proyectando en ti sus propios fracasos. Es su manera de decir “si yo no puedo, tú tampoco”. ¿Por qué no hacemos esto? ¿Por qué dejamos que nos llenen de sombras personas que, al cabo, no son nadie en nuestra vida?

Ojalá pudiera contárselo a la chica que tengo detrás de mí. Ojalá pudiera contárselo a su profesor. Y ojalá, ojalá, pudiera darle las gracias a Javier. Porque cuando no te falta gente que te diga que no puedes, que te haga sentir pequeña, que levante ante ti una pared que te separe de quien quieres ser, la diferencia la puede marcar alguien que te tire una caja a los pies, una de esas de fruta, de madera raída, que te haga de peldaño para coger impulso y saltar.

Transparencia 200x200

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Podredumbre en tu bolsa. Así empieza el maltrato

hojaroja

Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. No entiendo por qué, a estas alturas de este cálido otoño, tan próximo a terminar, aún me empeño en traer mi libro al parque. Nunca consigo leer más de un párrafo seguido, y casi siempre tengo que releer al llegar a casa, porque siento que me pierdo detalles. Y no vaya a ser que alguno sea importante… Aunque, pensándolo bien, ¿qué detalle no lo es?

Eso veo ahora: detalles. Los tengo frente a mí, y hace un rato que no puedo evitar sentir ese sabor amargo en la garganta. Ese que te llega desde algún recuerdo igualmente amargo, desde un pasado que, de no ser porque quizá sin él no habrías llegado a donde estás ahora, te gustaría borrar para siempre de tu diario.

No deben tener más de dieciséis años. Y los miro, y me pregunto qué arrastra cada uno de ellos en su bolsa para estar en este lugar exacto. Y no me refiero al parque, no: me refiero a esa discusión que habrá quien apostille como una riña de enamorados, pero en la que yo –es cierto- no puedo dejar de ver mi propia historia. Lo que llevo en mi propia bolsa.

Ya llegaron con aire distante. Parecía que con la determinada intención de hablar. Ella, de brazos cruzados, labios apretados y echada hacia atrás, le esquivaba la mirada. Él, separando sus rodillas y dejando caer entre ellas las manos entrelazadas, se inclinaba hacia adelante, hacia ella, queriendo conquistar –o invadir- su espacio vital. Me llamó la atención su gesto, entre enfadado y suplicante. ¿Cómo, en qué circunstancia, pueden a la vez coexistir el enfado y la súplica?

Él hablaba, ella negaba. El tono de él fue subiendo. Ella movía los ojos en cualquier dirección que estuviera lo bastante alejada de la cara que le gritaba. Él dejó de parecer suplicante, y ya parecía solo enfadado. Ella aguantaba las lágrimas. Hasta que se cansó: se levantó, dispuesta a irse, ofendida, ¿dolida?, convencida. Y la cara de él se transformó. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Y qué pasa si te rindes

derecho a rendirse

Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Hoy, camino hacia aquí, yo he abordado el último tramo con tranquilidad, pero los niños lo han galopado e, inevitablemente, se ha dado una circunstancia que siempre me apena un poco: han echado una carrera. E, ineludiblemente también, se ha dado el resultado de siempre, que también me apena un poco: la pequeña ha perdido. No es que no se le dé bien correr: sencillamente, tiene las piernecitas más cortas, y avanza menos veloz que su hermano. Pero veloz, como solo puede serlo una niña que corre hacia el parque.

Nos acomodamos. Yo en mi banco, con mi libro sobre las rodillas, esperando intuir el mejor momento para abrirlo; mis hijos a saltos entre los columpios y la hierba frente a mí. Ya empieza a apreciarse el tapiz del otoño sobre el suelo, antes verde. Se han traído la competición hasta aquí, y otro niño se les une. A ver quién trepa más alto esa pared. A ver quién se lanza más rápido por el tobogán. A ver quién da antes una vuelta completa. Mi niña pierde, vez tras vez. Pero ella sigue riendo, sigue jugando, sigue intentándolo y sigue disfrutando. Y yo me admiro en su capacidad para disfrutar, para persistir, para superarse. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Artículos

Señores de H&M, les propongo una idea absurda:

zapatos-dorados

Señores de H&M, les propongo una idea absurda:

Imagínense su tienda dentro de, qué sé yo, veinte años. Imaginen a un cliente entrando por la puerta, mirando alrededor y sintiéndose libre de comprar cualquier cosa que le apetezca, que le guste, que le haga sentir bien, cómodo, especial. Identificado. Qué tontería, ¿verdad? Eso ya lo puede hacer ahora, cualquiera. Entrar y comprar lo que se le antoje.

De acuerdo, retrocedamos.

Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Artículos

Lo voy a decir así: os podéis ir a la mierda

Os podeis ir a la mierda2

Sabéis que yo soy muy de escribir despacito y emotivo. De querer tirarme a por el lado tierno de las cosas y buscar, a veces, la lágrima. De mayor quiero ser sabia. Y quería escribir así sobre ese sentimiento que, creo, a todos nos toca procesar alguna vez: esa sensación de decepción con el género humano.

Ya sabéis: todos –creo- tenemos algunas personas a nuestro alrededor que no nos aportan, realmente, nada positivo. Que son como ese lado oscuro de la fuerza que siempre anda dando por el saco, pero sin espadas molonas. Así que me planteé hacer un escrito pausado, meditado, invitando a la reflexión… Pero luego he pensado “¡BAH! A la mierda. Vamos a echar bilis.”

Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+