Personas de colores
A mi hija le digo siempre que en el mundo hay dos tipos de personas:
Hay personas brillantes que están hechas de colores, y que lo llenan todo de luz y magia. Como ella.
Y hay personas grises y oscuras. Leer artículo completo
Ser madre es una mierda

Tú también vas a tener… CUERPO DE SEÑORA
A mí me parece que todos tenemos una idea clara de lo que es un cuerpo de señora. De señora normal, vaya, como puede ser tu madre, o la mía, o la abuela de cualquiera. Pues ese cuerpo, oiga, no aparece de repente.
Una no se acuesta un día siendo un pibón y se despierta a la mañana siguiente con el ombligo entre las tetas y la bolsa del Carrefour en la cabeza, por si llueve. Conseguir un cuerpo de señora es un proceso lento y paulatino, que empieza, probablemente, el mismísimo día que te encuentras la primera cana.
Tú no te acuestas un día con una melena negra como el ojal de un orco y amaneces con un mocho de fregar en la cabeza. Te aparecerán, una a una, como las antenas de Casimiro. Y aunque tú intentes seguir pareciendo afable y lozana, empezarás a dar repelús. Como Casimiro.
Y la papada… ¡Ja! A ver si te crees que un día te vas a la cama con el perfil de una figurita de cristal soplado y te levantas convertida en pelícano. No, maja, no. Tú un día vas a mirarte las ojeras al espejo, como todas las mañanas, y te ves ahí una marca justo detrás de la barbilla que antes no estaba. Y piensas “Bah! Habré engordado un poco. Leer artículo completo
Paredes y peldaños
Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Diría que es una lata que el frío y esta lluvia incesante nos inviten a buscar un escondite en el que resguardarnos, pero después de la sequía de este otoño sería de idiotas maldecir esta bendita lluvia. Que llueva, por favor. Que no deje de llover.
Además, estos sitios kid friendly modernos son una chulada. Parece que están hechos a propósito para postear fotos en Instagram, con tantos pasteles de colores y tantos colores pastel. Pero lo importante es que ellos también tienen un espacio pensado para ellos: con libros, con juguetes y sin absurdas normas de comportamiento adulto. Yo me conformo con estar aquí, con mis hijos jugando a mi izquierda, un enero lluvioso tras el cristal a mi derecha, una enorme taza de buen café entre las manos y el bullicio de una docena de chácharas flotando en el aire. ¡Qué digo me conformo! Por dios, qué felicidad.
Un estruendo, de repente, ha sonado por encima de la gente. Dos chicas han llegado y se han sentado justo detrás de mí, tirando sus mochilas al suelo y sus libros en plancha sobre la mesa. Parecen, no sé, enfadadas. Especialmente una de ellas que al sentarse, derrotada, ha estrellado su silla contra la mía.
-Paso –ha escupido, con más bilis que voz-. Ya está, ¿pa’ qué? ¿Pa’ volver a esforzarme lo que me esforcé y que se ría otra vez de mí, delante de todos? Paso –ha vuelto a escupir-. ¿No dice que no valgo? Pues se acabó. Lo dejo.
He tardado un rato en darme cuenta de que estaba hablando de un profesor. Uno que, por lo visto, se había reído de su trabajo ante toda la clase, cuando ella realmente había invertido mucho tiempo y esfuerzo en él. Me pregunto cuántos profesores serán realmente conscientes de lo importantísima que es su labor, y de cuánto pueden llegar a cambiar la vida de alguien.
No he podido evitar recordar. Yo tuve un profesor, uno de esos que rebosan vocación docente por cada poro de su piel. Se llamaba Javier. Javier López. Una vez me escribió una vez una nota a pie de un escrito mío, que con tinta roja decía: “Escribes bien. No lo abandones”. Y mucho de quien soy hoy se lo debo, aunque parezca mentira, a aquella roja anotación.
Y no he podido evitar seguir echando la vista atrás. He recordado a Garnacho, que me dijo que le había presentado el examen de historia mejor escrito que había leído, aunque tuviera que suspenderme. A la hermana Mercedes, que en séptimo me echó de clase de religión por contarle a mi compañero de pupitre la teoría del Big Bang. A Roberto, que fue el primero que nunca me puso un sobresaliente. A María Rosa, que me acusó de haber copiado porque era “imposible que una niña de diez años hubiera escrito aquel poema”. También a Marisa, en párvulos, que me dio un abrazo fuerte porque le gustó cómo había pintado de amarillo un cenicero de papel maché… Qué curiosas son las cosas que nos marcan…
Y luego, por alguna razón, la memoria me ha llevado fuera del colegio en un giro amargo, y he recordado al novio de una que, borracho durante una cena, me llamó a mis dieciséis años parásito inútil por pensar que podría vivir del arte. Al novio de otra, cuando vinieron a ver mi primer apartamento, vio un cuadro a medio pintar en un caballete, y se rio de mí. “¿Ahora te da por pintar?” Acababa de estrenar aquel caballete y de volver a coger los pinceles, después de tres años. Nunca terminé aquel cuadro. Tardé años en volver a coger un pincel. Al novio de otra, que decía ser un gran escritor (aunque solo escribía para sí mismo porque nadie quería leerlo), que decía que aquello que yo hacía no era literatura. Que era pienso para el vulgo.
Y habría dejado de escribir, como dejé de pintar, si no hubiera sido porque Javier, mi profesor, me dijo que no lo abandonara. “Pues escribiré para mí, pero escribiré –pensaba-. Aunque nunca nadie llegue a leerme”. Y, al final, no sé si encontré el camino o si el camino lo hice al andar, pero aquí estoy: caminando.
He tardado años en comprender que cuando alguien te dice que “no puedes”, solo está proyectando en ti sus propios fracasos. Es su manera de decir “si yo no puedo, tú tampoco”. ¿Por qué no hacemos esto? ¿Por qué dejamos que nos llenen de sombras personas que, al cabo, no son nadie en nuestra vida?
Ojalá pudiera contárselo a la chica que tengo detrás de mí. Ojalá pudiera contárselo a su profesor. Y ojalá, ojalá, pudiera darle las gracias a Javier. Porque cuando no te falta gente que te diga que no puedes, que te haga sentir pequeña, que levante ante ti una pared que te separe de quien quieres ser, la diferencia la puede marcar alguien que te tire una caja a los pies, una de esas de fruta, de madera raída, que te haga de peldaño para coger impulso y saltar.
Podredumbre en tu bolsa. Así empieza el maltrato
Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. No entiendo por qué, a estas alturas de este cálido otoño, tan próximo a terminar, aún me empeño en traer mi libro al parque. Nunca consigo leer más de un párrafo seguido, y casi siempre tengo que releer al llegar a casa, porque siento que me pierdo detalles. Y no vaya a ser que alguno sea importante… Aunque, pensándolo bien, ¿qué detalle no lo es?
Eso veo ahora: detalles. Los tengo frente a mí, y hace un rato que no puedo evitar sentir ese sabor amargo en la garganta. Ese que te llega desde algún recuerdo igualmente amargo, desde un pasado que, de no ser porque quizá sin él no habrías llegado a donde estás ahora, te gustaría borrar para siempre de tu diario.
No deben tener más de dieciséis años. Y los miro, y me pregunto qué arrastra cada uno de ellos en su bolsa para estar en este lugar exacto. Y no me refiero al parque, no: me refiero a esa discusión que habrá quien apostille como una riña de enamorados, pero en la que yo –es cierto- no puedo dejar de ver mi propia historia. Lo que llevo en mi propia bolsa.
Ya llegaron con aire distante. Parecía que con la determinada intención de hablar. Ella, de brazos cruzados, labios apretados y echada hacia atrás, le esquivaba la mirada. Él, separando sus rodillas y dejando caer entre ellas las manos entrelazadas, se inclinaba hacia adelante, hacia ella, queriendo conquistar –o invadir- su espacio vital. Me llamó la atención su gesto, entre enfadado y suplicante. ¿Cómo, en qué circunstancia, pueden a la vez coexistir el enfado y la súplica?
Él hablaba, ella negaba. El tono de él fue subiendo. Ella movía los ojos en cualquier dirección que estuviera lo bastante alejada de la cara que le gritaba. Él dejó de parecer suplicante, y ya parecía solo enfadado. Ella aguantaba las lágrimas. Hasta que se cansó: se levantó, dispuesta a irse, ofendida, ¿dolida?, convencida. Y la cara de él se transformó. Leer artículo completo
Y qué pasa si te rindes
Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Hoy, camino hacia aquí, yo he abordado el último tramo con tranquilidad, pero los niños lo han galopado e, inevitablemente, se ha dado una circunstancia que siempre me apena un poco: han echado una carrera. E, ineludiblemente también, se ha dado el resultado de siempre, que también me apena un poco: la pequeña ha perdido. No es que no se le dé bien correr: sencillamente, tiene las piernecitas más cortas, y avanza menos veloz que su hermano. Pero veloz, como solo puede serlo una niña que corre hacia el parque.
Nos acomodamos. Yo en mi banco, con mi libro sobre las rodillas, esperando intuir el mejor momento para abrirlo; mis hijos a saltos entre los columpios y la hierba frente a mí. Ya empieza a apreciarse el tapiz del otoño sobre el suelo, antes verde. Se han traído la competición hasta aquí, y otro niño se les une. A ver quién trepa más alto esa pared. A ver quién se lanza más rápido por el tobogán. A ver quién da antes una vuelta completa. Mi niña pierde, vez tras vez. Pero ella sigue riendo, sigue jugando, sigue intentándolo y sigue disfrutando. Y yo me admiro en su capacidad para disfrutar, para persistir, para superarse. Leer artículo completo
Imperfección a flor de café
Si, como dice el cuento, se pudiera amar a un objeto, yo amaría a mi taza. Leer artículo completo
Señores de H&M, les propongo una idea absurda:
Señores de H&M, les propongo una idea absurda:
Imagínense su tienda dentro de, qué sé yo, veinte años. Imaginen a un cliente entrando por la puerta, mirando alrededor y sintiéndose libre de comprar cualquier cosa que le apetezca, que le guste, que le haga sentir bien, cómodo, especial. Identificado. Qué tontería, ¿verdad? Eso ya lo puede hacer ahora, cualquiera. Entrar y comprar lo que se le antoje.
De acuerdo, retrocedamos.
Lo voy a decir así: os podéis ir a la mierda
Sabéis que yo soy muy de escribir despacito y emotivo. De querer tirarme a por el lado tierno de las cosas y buscar, a veces, la lágrima. De mayor quiero ser sabia. Y quería escribir así sobre ese sentimiento que, creo, a todos nos toca procesar alguna vez: esa sensación de decepción con el género humano.
Ya sabéis: todos –creo- tenemos algunas personas a nuestro alrededor que no nos aportan, realmente, nada positivo. Que son como ese lado oscuro de la fuerza que siempre anda dando por el saco, pero sin espadas molonas. Así que me planteé hacer un escrito pausado, meditado, invitando a la reflexión… Pero luego he pensado “¡BAH! A la mierda. Vamos a echar bilis.”