Si, como dice el cuento, se pudiera amar a un objeto, yo amaría a mi taza.
Aún recuerdo la primera vez que la vi. Yo pretendía pasar desapercibida por aquella tienda de recuerdos del museo Chillida, y allí estaba ella, en un estante, rodeada de iguales y, a la vez, sola. Fue amor a primera vista. Necesitaba aquella taza. Sólo podía imaginarme en mis desvelos tomando el café que en ella reposara. Ninguna otra serviría. Ninguna otra podría quitarme el sueño. Era limpia, virgen, sencilla y, a la vez, ¡tan hermosa…! Tan capaz de evocarme sensaciones inimaginables… Como si en ella misma y en sus líneas se unieran al fin el tiempo y el espacio que su autor pretendía fundir. No pude sino llevarla conmigo. No me perdonaría dejarla allí.
Tan superficialmente me la envolvieron que al llegar a casa ya tenía una muesca en el borde. No importaba: tenía muchos más sitios por donde beber. Y me encantó aquella imperfección en su impecablemente redondeada boca. Me enamoró aún más de ella, porque era el recuerdo del día que entró en mi vida, y la convertía en algo único.
He pasado con ella noches interminables de estudio, tardes golosas, mañanas muy tempranas y tardías madrugadas de inspiración. Por su blancura, antaño sin mácula, corren ahora delgadas líneas negras, sello de los golpes que ha recibido. Prueba también de que yo siempre he querido curarla, porque aún no puedo imaginarme bebiendo de otra. Aunque volviera a aquella tienda, aunque alguien quisiera regalarme una idéntica, pero nueva, no querría. No podría. Sé que no es perfecta, y no la querría igual si lo fuera. No sería lo mismo. Donde otros ven errores, yo veo en todo su esplendor su particular belleza. Porque sus defectos, lo que la hace imperfecta, es lo que la hace distinta, y tan maravillosamente mía.
¿Me preguntas de quién se enamoraría un témpano? ¿A qué clase de hombre podría yo querer? Amaré al hombre que me quiera como yo la quiero a ella.
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Original en las Cartas que nunca te di. 15/02/2006