Relatos

Y qué pasa si te rindes

derecho a rendirse

Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Hoy, camino hacia aquí, yo he abordado el último tramo con tranquilidad, pero los niños lo han galopado e, inevitablemente, se ha dado una circunstancia que siempre me apena un poco: han echado una carrera. E, ineludiblemente también, se ha dado el resultado de siempre, que también me apena un poco: la pequeña ha perdido. No es que no se le dé bien correr: sencillamente, tiene las piernecitas más cortas, y avanza menos veloz que su hermano. Pero veloz, como solo puede serlo una niña que corre hacia el parque.

Nos acomodamos. Yo en mi banco, con mi libro sobre las rodillas, esperando intuir el mejor momento para abrirlo; mis hijos a saltos entre los columpios y la hierba frente a mí. Ya empieza a apreciarse el tapiz del otoño sobre el suelo, antes verde. Se han traído la competición hasta aquí, y otro niño se les une. A ver quién trepa más alto esa pared. A ver quién se lanza más rápido por el tobogán. A ver quién da antes una vuelta completa. Mi niña pierde, vez tras vez. Pero ella sigue riendo, sigue jugando, sigue intentándolo y sigue disfrutando. Y yo me admiro en su capacidad para disfrutar, para persistir, para superarse.

Sí, la admiro en todas esas cualidades, hasta que la admiración se me torna tristeza, cuando veo en su cara que ya no disfruta, y a pesar de ello sigue. Que corre a tropezones. Que clama que la esperen. Que se le caen los ojos y la sonrisa. Que se cansa de ir por detrás. Me debato conmigo misma: nunca sé cuándo es el momento exacto para intervenir ni si, en realidad, es buena idea hacerlo. Estas cosas que tenemos las madres, de que a veces lo pensamos todo demasiado, en vez de arrancarnos a actuar. Y en ese breve parpadeo en que yo intento decidir, ella lo hace por mí. Se deja caer al suelo, sobre unas dramáticas rodillas, y dice rayando el llanto: “Me rindo”.

Entonces el niño que se unió a mis hijos se acerca para decirle que no, que no puede rendirse. De inmediato he pensado “¿Cómo no va a poder? ¡Claro que puede rendirse!”. Y, como si me leyera la mente –de hecho, puede que lo haga-, mi hijo mayor se ha acercado también y ha sentenciado, convencido: “Pues claro que tiene derecho a rendirse”. Ha cogido a su hermana de la mano, y le ha propuesto jugar a otra cosa.

Y yo me he quedado aquí, perturbada, porque me ha salido del alma concederle a mi hija un derecho que yo a mí misma, que los adultos en general nos solemos negar: el derecho a rendirnos. ¿Por qué lo hacemos? ¿Y qué pasa si te rindes? Nos podemos rendir. Por supuesto que sí.

Nos han vendido tanto y de tantas maneras la idea de que hay que luchar, ser fuerte y no rendirse, que parece que hemos olvidado que podemos hacerlo. Que rendirse es una opción. Y está bien no rendirse, como mi hija, mientras uno disfruta peleando, pero… ¿Y cuando ya no disfrutamos? ¿Y cuando forzarnos a seguir nos hace infelices?

Cuántas relaciones, dañinas y dolorosas, mantenemos en el tiempo, muy a costa nuestra, porque “no nos podemos rendir”. En cuántos trabajos, que resultaron no ser lo que esperábamos, continuamos a pesar de la desmotivación porque “no me puedo rendir”. Cuántos proyectos nos empeñamos en mantener a flote aunque nos estén ahogando, porque “no nos podemos rendir”. Porque “rendirse es de débiles”. Porque “rendirse, jamás”.

Sí, tenemos derecho a parar y a elegir otro camino. Tenemos derecho a renunciar, a cambiar de opinión, a decidir diferente. Tenemos derecho a dejar de pelear, a buscar paz. Tenemos derecho a jugar a otra cosa. Tenemos derecho a buscar nuestra felicidad donde creamos que puede estar.

Claro que sí, joder. Tenemos derecho a la elección. Tenemos derecho a la rendición.

Transparencia 200x200

Foto destacada: Abraham Riego Instagram

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+

Comentarios