Ayer, en la playa, dos mujeres llamaron mi atención. Tenían en común que (estoy bastante segura) ambas tenían ya cumplidos los setenta.
No iban juntas. De hecho, creo que ni siquiera llegaron a estar cerca.
A la primera la vi en la orilla. Tenía una piel tan morena y arrugada que tal parecía una pieza de cuero secando al sol. O lo habría parecido, de no ser porque entraba y salía del agua dando saltos (o lo que, imagino, una puede llamar «salto» cuando se alcanza cierta edad). Llevaba la pieza de abajo de un bikini rosa y verde, y sus enormes pechos al viento se bamboleaban en un baile violento con cada salto: el tipo de baile descarado que hace que la gente de alrededor se esfuerce por no mirar.
Diría que la mujer era una descarada, pero en realidad no parecía estar ejecutando de manera consciente un ejercicio de incorrección: sonreía con sus enormes encías y algunos dientes que, tal vez, una vez fueron blancos. Su expresión de indiferencia, rayana en lo insultante, se adornaba con una maraña de cabello gris recogido en un moño mal hecho que parecía estar hecho más de alambres que de pelos.
A la otra la vi en la arena, y era la viva definición de «deliciosa». Su piel, blanca y asombrosamente lisa, rezumaba delicadeza y elegancia. Convenientemente protegida bajo un sombrero de ala ancha, descansada en una silla, recogía su cuerpo en un impresionante bañador negro. Era imposible saber si su cabello era teñido de un rubio tan deslumbrante que parecía blanco, o si de manera natural sus canas eran doradas. Y sus gafas de sol, de un juvenil estilo de aviador, daban el toque de orgullosa edad con una cadena de oro y azabache.
En la primera, inconscientemente, imaginé a un adolescente avergonzado ante sus amigos al encontrarse a su abuela saltando en tetas en la playa. De la segunda imaginé esa tranquila seguridad de ir siempre con alguien que sabes que no va a eructar en medio de la ópera.
Y, coño, lo vi clarísimo:
Yo voy a ser como la primera xD

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