Relatos

El Pacto de los Besos

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Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Las dos mujeres que se acaban de ir son dos buenas amigas, y sus hijos son buenos amigos de los míos. Me encanta cuando esta doctrina nuestra a la que llamamos calendario nos da cuartel para encontrarnos. Para poder compartir un rato de tranquilidad mientras los niños juegan –si es que existe la tranquilidad mientras los niños juegan-.

Lástima que pasen prontas las tardes de noviembre, y que se hayan tenido que ir antes de oscurecer. Nosotros nos quedamos un ratito más. Lo justo para ver el último grito del sol tintar el cielo de otoño.

A una de ellas la veo a diario. Nos hemos despedido con un hasta mañana. A la otra la veo muy de vez en cuando. Nos despedimos con un abrazo largo, de esos de muchos mississippis. Los niños han hecho un combinado perfecto para despedirse: al que no le gustan los besos, se ha despedido con la mano; otros dos se han abrazado; la cuarta le ha dado un beso a su mejor amigo, que se ha dejado besar sin devolverle beso a cambio, y se han abrazado fuerte. Siete personas, más de veinte despedidas, todas diferentes.

Me gusta eso. Me gusta que no exista, para nosotros, un protocolo que seguir, un roce obligatorio tras un formalismo de educación. Me gusta que cada uno haya dado y recibido, ni más ni menos, que lo que sentía que había de recibir y dar. Me gusta que nadie se sienta ofendido “por haber recibido de menos”, que nadie se sienta triste “por haber dado de más”. Supongo que hay tantas formas de entender el contacto como personas con tacto podemos entender.

Y no sé si me equivoco, pero sé que esto me gusta. Que hay algo que me llena profundamente en ver el cariño fluir de manera natural, genuina, sonriente. Algo anda mal si nuestros besos y abrazos no admiten una sonrisa en la postdata.

Me gustáis así, hijos. Me gustáis genuinos. Así que, por si olvidara algún día cuanto escribo, escribo hoy un pacto: el Pacto de los Besos. Repetid conmigo:

Los besos no se compran. Los besos no se venden. Los besos no son monedas.

Los besos son amor: el amor se entrega. Cada beso lleva un trocito mío y, si no lo quiero entregar, nadie mejor que yo para guardarlo.

Puedo dar besos por costumbre, pero jamás, JAMÁS, por obligación.

Los besos sin ganas no son besos: son rutina. Y convertir los besos en rutina embellece la rutina en la misma medida que afea los besos.

La educación y los besos no son cosas que estén unidas. Puedo ser educado con cualquiera: amo a quien me sale. Doy amor a quien yo elijo. Siempre. SIEMPRE. DOY AMOR A QUIEN YO ELIJO (esto es muy, muy importante. No lo olvidéis, por favor).

Tengo derecho a que no me gusten los besos. Tengo derecho a expresar mi cariño de la forma que yo sienta. Tengo derecho a chocar las cinco, a sonreír, a decidir que quiero jugar contigo, sentarme a tu lado, compartir contigo mi último pedazo de chocolate. Y debería tener derecho a que se reconozca el cariño en todas mis formas, aunque no sean las formas que los quieren los demás.

Los besos son importantes. Los abrazos lo son aún más. En los abrazos se encuentran las cosas que tenemos detrás de la piel. No se juega con los abrazos.

En nuestro Pacto de los Besos, sellamos que hacemos lo que sentimos. Que sentimos lo que hacemos. Y que somos quienes somos, y no quienes esperan.

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