Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Y hoy este cielo, este tan gris sobre mi cabeza, este cielo de un otoño que en unos días morirá, se vive hoy más gris que nunca. Hay días que parece que la tierra se viste a tono con tu sentir. Y así nos sentimos hoy: grises.
Mi hija lo echa de menos. Se acuerda a diario de su abuelo. Se apena y, a veces, llora. Porque todos lloramos, a veces. “Yo no quería que se muriera abuelito”, me dice con tristeza. “Yo no quería que se le rompiera el corazón”, me dice entre lágrimas.
Y hoy me lo ha dicho aquí, en este parque, y el cielo, y el mundo, y la vida… Todo se ha quedado gris. Acabábamos de llegar, yo iba (una vez más) a abrir mi libro, pero apenas lo había posado sobre mis rodillas ella ha venido, de repente, sollozando. Su hermano la acompañaba. No sé qué le habrá podido pasar, aquí, en el parque, para acordarse de pronto de su abuelo. Pero ha venido a mí en busca de consuelo y, dejando el libro a un lado, con mi hijo mayor sentado a mi derecha, la he sentado en mi regazo y la he abrazado.
-Yo no quería que se muriera abuelito… – me dice con un hilo de voz.
-Ya lo sé, cariño. Yo tampoco quería.
-¿Y por qué se tuvo que morir?
-Pues… Porque todos los seres vivos se mueren, mi amor. Morir es parte de la vida.
-¿Nosotras nos vamos a morir? – me ha preguntado, clavándome una mirada casi, casi suplicante.
Le he sostenido la mirada, en silencio, conteniendo mis propias lágrimas y sin saber qué responderle. No puedo decirle que no. No quiero decirle que sí. Esto se hace más complicado por momentos. Y entonces ella ha continuado preguntando:
-¿Y por qué hay que morirse?
Suspirando, he mirado a mi alrededor. El suelo es naranja y crujiente, bajo nuestras botas. Todo el parque es un tapiz de hojas caídas. Las ramas esperan, desnudas, la llegada del invierno. Y mirando hacia arriba me detengo en las ramas de un castaño que ya no lo parece, porque este castaño que en octubre se llenaba de baile en sus hojas, las ha perdido todas ya. Y he sabido exactamente qué responder:
-Aine, ¿por qué crees que las hojas se caen de los árboles?
-No lo sé…
-Las hojas se caen de los árboles, cariño, porque si estas hojas no se cayeran ahora, al llegar la primavera no podrían salir hojas nuevas.
-Pero las ramas son muy grandes – ha intervenido, sagaz como siempre, mi hijo -. Podrían hacerles sitio.
-Pero entonces – les expliqué – serían demasiadas hojas. Tal vez el árbol no podría alimentarlas a todas. Y entonces, tal vez, moriría todo: las hojas y el árbol. Pasa lo mismo con todos los seres vivos: también con las personas. Si las personas no murieran nunca, otras no podrían nacer, porque no cabríamos en el mundo. Para que unas personas puedan nacer, otras tienen que morir.
He hecho una pausa, sin estar muy segura de que lo que iba a decir a continuación fuera lo correcto, pero antes de decidir si lo era o no, sin querer, he seguido hablando:
-A lo mejor… A lo mejor abuelito murió para que nuestro bebé pueda nacer.
Y mis dos hijos, los dos regalos más increíbles que la vida me ha dado, me han mirado como si les acabara de revelar una verdad universal e incuestionable. Y yo he tragado saliva intentando no delatar el miedo, la tristeza y la duda que me corren por dentro, porque si es la respuesta que ellos necesitaban, será la respuesta que les dé.
Mi hija me ha abrazado. “Bebé…” ha dicho, mientras me acariciaba la barriga. Mi hijo me miraba con esa cara suya que pone cuando le encuentra el sentido a las cosas. Poco a poco, yo misma he empezado a creerme mi propia respuesta.
-Mamá –me ha dicho mi pequeña-, cuando el bebé nazca, si es un chico, lo podemos llamar Abuelito.
Me ha besado la barriga y ambos se han ido a jugar. Me quedo aquí, observándolos, sin poder ya contener las lágrimas y envidiando esa capacidad suya para saltar de la más auténtica tristeza a la más absoluta felicidad.
Cojo de nuevo mi libro y lo abro. Aún conservo dentro la hoja que guardé al principio del otoño, aquella primera hoja que este castaño perdió unos días después de que yo perdiera a mi padre. Ahora lo entiendo… El árbol no ha perdido sus hojas: las ha dejado ir.
De nuevo con un suspiro, abro mi mano y dejo que el viento se lleve la hoja que guardaba. Siempre será un poco mía. Y, como el árbol, no me aferro, ni la pierdo. Simplemente, la dejo ir.
Porque sin vida que se va, no hay vida venidera.
Porque nunca, sin otoño, hubo una primavera.