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Su error fue no llamarse Rita

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Lo que tienen las abuelas es que todos tenemos una. Y aunque no todas las señoras son abuelas, esta lo era de alguien. Se llamaba Rosa.

Dicen que vivía anónima en su propio barrio, como un fantasma entre sus vecinos. Que en su salón había una chaqueta colgada en una silla. Que sobre una mesa descansaban las revistas y los lápices con los que pasaba todo el día. Dicen.

Dijeron que su muerte reavivaría el debate sobre la pobreza. Algunos quisieron decir que su –innegable- tragedia sería el punto de inflexión para dar un paso más, para seguir avanzando, para recordarnos a todos qué es lo que de verdad importa y que lo que de verdad importa son las personas.

Algunos dijeron cosas que sólo un género tan mezquino como el humano puede sentir. “No murió porque era pobre, murió porque era vieja y torpe”. “¿A quién se le ocurre poner una vela al lado de un colchón?”. A ella se le ocurrió, porque era vieja, torpe y pobre. Porque una vieja torpe con luz, no enciende velas para alumbrarse. Pero ella no tenía luz, tenía velas. Y se le ocurrió encenderla. Puede que quisiera ver dónde tenía sus lápices. Puede que quisiera colgar bien su chaqueta. Puede que le dieran miedo los demonios que habitan en la oscuridad de las paredes de quien tiene más angustia en el corazón que dinero en el bolsillo.

Dijeron que, tras ella, algo podría cambiar. Pero luego hubo una amenaza de tsunami en la otra punta del mundo, y sonaban las sirenas y emitían en directo y el morbo cruzaba los dedos porque podría haber una catástrofe nuclear. Y luego se murió otra señora y fue el acabose: llenó las noticias en directo, los titulares de todos los medios, los memes conspiranoicos, las conversaciones del café, los debates de los cuñados. Todo. Se llamaba Rita. Hoy enseñaban en un programa de televisión cuál había sido su último sms.

Y dos semanas después de que Rosa muriera, literalmente, asfixiada entre las llamas de su propia miseria, nadie habla ya de ella.

Algo podría haber cambiado. Pero seguimos como siempre.

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