Soy la mujer tumbada sobre la hierba. La que ha venido con un niño y una niña. Cómo se notan los días de sol, aquí. Cómo se aprecia que cada vez la hierba se llena más con los colores de las flores y la gente, que corre a disfrutar de Lorenzo antes de que se vuelva a esconder.
Nunca dejará de fascinarme, creo, la facilidad que se tiene en la infancia para hacer amigos. Y seguramente nunca deje de entristecerme, tampoco, cómo perdemos esa capacidad según crecemos. Qué pena lo que la vergüenza consigue hacer de nosotros, los adultos.
Mi hija, que se ha traído su unicornia de peluche, ha divisado a un pequeño grupo que juega con unas muñecas junto a un árbol, me ha lanzado despreocupada su mochila y un mágico arcoíris de purpurina se la ha llevado volando hacia allá. No me extrañaría que en ese árbol crecieran gominolas.
Mi hijo, más observador y tranquilo, y más silencioso hoy que de costumbre, otea el panorama junto a su parasaurolophus: un grupo grande ha organizado un partido de fútbol, algunos niños se persiguen disparando al aire, otros juegan al escondite. Finalmente, posa su mochila en la hierba y se sienta a mi lado
– ¿No juegas? – le pregunto.
– No sé a qué jugar.
– ¿A ti a qué te apetece jugar?
– A excavar –me contesta, encogiéndose de hombros.
– Pues excava.
– Pero es que también me apetece jugar al escondite –añade, preocupado, mientras acomoda entre nosotros a Garritas, su dinosaurio.
– Te entiendo – le digo -. A veces es difícil decidirse. También puedes no jugar a nada –añado, sonriendo-. No es obligatorio.
– ¡No! – dice, alterado – ¡Yo quiero jugar, es que no sé a qué!
Le miro un poco entristecida. Supongo que tomar decisiones puede ser difícil a cualquier edad. Pero, como siempre que tengo una elección difícil ante mí, pienso en mi moneda de las decisiones.
– Cuando yo no sé qué hacer tengo un truco. ¿Quieres que te lo enseñe? Leer artículo completo