Relatos

Vivir en el NO

zapatos

Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña. Hoy necesitaba mucho este rato de desconexión, de aparcar mi mundo de adulta ahí fuera y meterme aquí, donde entera yo me repliego en un café. Donde, si respiras hondo y te concentras en oler las voces, puedes llegar a olvidar todo lo demás.

Así que eso hago: voy ralentizando, con plena consciencia, mi respiración. Más despacio, más profundo. Aspiro el café. Más despacio, más profundo. Escucho las voces. Más despacio, más profundo. Pierdo la vista. Más despacio, más profundo. He llegado. Me quedo aquí, en este remanso de paz, en el que solo respiro, escucho y veo.

Huele bien. A café recién molido, a crema caliente, a lluvia en los paraguas… Y a niños. Huelen a tierra, azúcar y pinturas de colores. Si la alegría tuviera un olor, sería el de los niños. Se escuchan risas. Se escucha algún desencuentro y juraría que un abrazo. Uno de esos largos, que dejan babas. Creo que he escuchado las babas, también. Y de pronto escucho un grito, fuerte, furioso:

– ¡No uses los dedos, marrana!

Entonces dejo de ver, enfoco la vista y sin querer (pero sin poder evitarlo), empiezo a mirar: una niña rebañaba su taza con los dedos, con su consiguiente desparrame de disfrute achocolatado por toda la cara, mientras la persona junto a ella le gritaba que cogiera una cuchara y dejara de ensuciarse. Y, ya de paso, la mandó sentarse derecha en la silla.

Estaba yo pensando en la, sin duda, enorme utilidad de sentarse bien y coger una cuchara para rebañar el chocolate cuando, quizá mi instinto, quizá mi gen inactivo de vecina del quinto, ha escuchado otro “¡No!”, en otra parte:

– ¡No te subas ahí, que te vas a caer! – le dijo alguien a un niño que trepaba a lo alto de una silla de treinta centímetros.

– ¡No toques eso, que no sabes dónde ha estado! – avisó una voz a una niña que tocaba un indigno zapato.

– ¡No te quites el jersey, que vas a coger frío! – advirtieron a un niño que, muy abrigado, sudaba y jadeaba al correr.

Y, antes de darme cuenta, llegaba a mis oídos una retahíla de noes, cada uno de un lugar. No cojas eso. No comas aquello. No grites. No saltes. No corras. No hagas. No pienses. Inhala. Exhala. ¡Sit!

Vuelvo a posar la vista sobre la niña del chocolate, que con su precioso vestido de punto carmesí sigue apurando su taza, pero ya no es como antes. Ahora se sienta recta, usa la cuchara y se come el chocolate como una persona adulta. Pero ella no es una adulta… Ella tendrá siete años, y podría prometer que la mitad del gozo de comerse el chocolate, estaba en comerlo con los dedos.

Me he recordado a mí misma de pequeña, cuando me regañaban por lo que hacía mal en la mesa. “No te apoyes en la silla.” “No pongas los codos en la mesa”. “No hagas sopas”. “No rebañes el plato”. Y adiós al placer de comer lentejas.

¿De verdad es tan grave tener una mano en la silla mientras comes? ¿De verdad es muy peligroso caer de una silla de treinta centímetros de alto? ¿De verdad es muy tóxico el polvo de la suela de un zapato? ¿De verdad es mortal quitarse el jersey cuando tienes calor?

Me pregunto cuántas cosas de mi vida, de la vida de todos, provienen de ahí: de la prohibición, de la rigidez, de todos los noes que  nos han dicho alguna vez. Me pregunto si aprendemos a orientarnos por el mundo en función de lo que NO podemos hacer. ¿Seríamos muy distintos si se nos educara en todo lo que SÍ podemos hacer y, además, nos dejaran hacerlo? Si se nos educara desde lo positivo, desde la construcción, en lugar de hacerlo desde la negación. Si se nos permitiera terminar de ser niños, antes de convertirnos en adultos.

Y, sobre todo, ¿serían muy distintos nuestros niños? Si dejáramos de darles órdenes y comenzáramos a pedirles las cosas por favor. Si les explicáramos más. Si dejáramos de dramatizar cada pequeña cosa que nuestra encorsetada mente adulta no alcanza a entender que es fuente de felicidad para ellos.

¿Y si dejáramos de educar para ser adultos correctos y empezáramos a educar para ser personas felices? Por qué no aprenderemos a relajarnos, y a tomarnos la vida tan en serio como los niños.

Y en estas preguntas estoy, cuando mis hijos aparecen con sus propias preguntas:

– Mamá, ¿podemos tomar otro batido?

Por supuesto que no pueden. A estas horas, más azúcar, ¿estamos locos o qué?

– Es un poco tarde y luego con el azúcar no descansáis bien… ¿Qué os parece si os tomáis un colacao clarito entre los dos?

– ¡Bien, bien!

No es la negociación de mis sueños pero, desde luego, parece la de los suyos. Y si, como dice mi hija, nuestra vida es solo un sueño… ¿Quién soy yo para despertarlos?

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