Soy la mujer de la mesa junto a la ventana. La que ha venido con un niño y una niña.
Mi hija hoy, al fin, ha recordado traer tizas de colores para pintar en ese trozo de pizarra que decora la esquina de la zona kid friendly.
Mi hijo ha venido a sentarse a mi lado, un poco ofendido por una disputa con otro niño. Es curioso cómo a veces nos obligamos a describir de nuevo nuestro mundo para responder a sus preguntas…
Él no suele interesarse por juegos violentos. No le gusta jugar a la guerra, y el único niño que hay hoy en la zona parecía empeñado en jugar a la guerra con él, hasta que mi hijo se ha rendido –literalmente- y ha decidido venir a merendar a mi lado. “Jugar a la guerra”, qué expresión tan dolientemente propia de quienes no son conscientes de a qué están jugando.
-Además quería que yo fuera el malo, mamá, y yo no quiero ser el malo.
-Lo entiendo – le dije, intentando que el orgullo tras mi sonrisa no fuera demasiado evidente, hasta que me espetó:
-Mamá, en una guerra, ¿cómo se sabe quiénes son los buenos y quiénes son los malos?
Y se me ha caído la sonrisa. He pensado un momento, que aunque sospecho no fue largo sin duda habría deseado que fuera más corto, y al final respondí:
-¿Te cuento un secreto, Hugo? En las guerras no hay buenos y malos: todos creen que son los buenos. Lo que pasa es que la historia siempre la cuentan los que ganan. Y siempre dicen que los malos eran los otros.
Ha perdido los ojos a través del cristal, con esa mirada que he aprendido a reconocer y que delata que está buscando una metáfora en la que explicar lo que yo acabo de contarle. Así que he decidido acompañarle en el viaje:
-¿Recuerdas la peli que vimos el otro día? ¿La de Perseo?
-Sí.
-Y recuerdas a Medusa, ¿verdad? Leer artículo completo