Etiquetado como vida
Artículos, Relatos

Lo que aprendí en un año de ‘Motivos para ser feliz’

un año de motivos 2

Me consta que la mayoría de los que andáis por aquí me leéis desde hace tiempo, así que probablemente esto ya lo sabéis:

Hace poco más de un año, mientras mi padre estaba en el hospital, en sus últimos días, empecé a publicar #motivosparaserfeliz. No pretendía hacer una terapia, no buscaba evadirme, no tenía una intención ni un programa a largo plazo. Sencillamente una mañana, llevando a los niños al colegio antes de ir al hospital, en medio de toda la pena que me consumía aquellos días, sucedió algo. Algo sencillo, cotidiano y embriagador, que me hizo sonreír. Y pensé que solo aquello, por sí mismo, era para mí suficiente para ser feliz.

Quise fijarme en esas pequeñas cosas que me hacían sonreír a diario, en medio de la tristeza y la angustia crecientes, que se iban mezclando con la esperanza de que todo acabaría bien. Aunque algunos motivos, no podía evitarlo, se teñían de pena. Como el del café de máquina del hospital, que estaba más rico que el de la cafetería. 

Puede que, en el fondo de mi ser, supiera que el final de aquel camino estaba cerca.

El día que escribí que amanecía otra vez, fue el último día que pisamos aquel hospital, por entonces.

El primer amanecer sin mi padre, al día siguiente, él fue mi motivo para ser feliz. Simplemente, porque tuve la suerte de que fuera mi padre.

Los días siguientes me descubría siendo feliz con pequeñas cosas, que bailaban entre la intensa tristeza del momento que vivía…

Y el más absoluto de los absurdos.

Y, antes de que pudiera darme cuenta, la vida me llevó.

Para cuando quise pararme a pensar en qué estaba haciendo al escribir mis motivos para ser feliz, ya estaba enganchada. Seguía sin pretender ser una terapia, sin tener ningún propósito definido, pero no podía dejar de dedicarme ese ratito, cada día, para pensar en todas las cosas que me hacen feliz.

Quería hacer un post especial, algo así como un top ten, pero no he sido capaz. Porque un año después, repaso todos esos motivos y me doy cuenta de dos cosas: que he aprendido mucho, y que soy una persona MUY afortunada. Tampoco quiero daros la paliza con esto, es más bien como subrayar las mejores páginas de mi diario. Algo que hago porque me produce placer personal, porque sé que me gustará releerlo en el futuro tanto como me ha gustado revivirlo ahora.

Esto es lo que he aprendido: Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Hola, Papá

24131815_795581517317439_3603611769164372486_o

A que no adivinas lo que tengo en brazos. Tengo un bebé, papá. Has tenido otro nieto. Otra medalla al pecho. Tu octava medalla.

No, papá, no: no hemos ido a buscarlo. Ya, papá, ya: ya sé que está la cosa fatal. Sí, papá, sí: apetece comerlo.

Tiene la tez morena, los ojos redondos y oscuros… Y es un alma de verano, igual que tú. Se parece un poco a ti, ¿sabes? A veces, cuando se pone serio. Y cuando se ríe y se le ponen los ojos pequeños y se le llena la cara de arruguitas. A veces me pregunto si tendrá tu genio. A veces me pregunto si tú, de bebé, serías como él.

Llevo tiempo pensando en escribirte esta carta. Hace un año, ¿sabes? Hace un año que me lo dijeron y, no te lo vas a creer, no me acuerdo quién ni cómo. No recuerdo si fue primero Lizher o fue Juanjo, si fue por whatsapp o me llamaron. Pero sí que recuerdo cuánto me enfadé contigo. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Artículos, Relatos

Una historia de casualidades

DSC_0069

Hace muchos años, a finales de una primavera calurosa, en la cuadra de una casa cualquiera, en un pueblo asturiano cualquiera, una pastora mestiza, quizás un poco mastina, parió un buen puñado de cachorros de padre desconocido, aunque a juzgar por las orejas de los cachorros, debía ser algún cazador. En aquel pueblo mucha gente cazaba. El dueño de aquella cuadra, donde aquella mestiza había parido, no era cazador: era ganadero, y aquél montón de perritos aullantes eran un incordio.

Pasado un mes, y ante los probablemente atónitos ojos de la pobre mestiza recién parida, aquel hombre había conseguido deshacerse de casi todos los cachorros. Quedaba una, canija y feucha si se la comparaba con sus hermanos, que nadie había querido. No tenía pinta de ir a ser muy grande, era nerviosa, incontrolable y asustadiza. No tenía pinta de servir para nada. Y en la práctica vida de aquel paraíso rural de un monte cualquiera de Asturias, si un animal no sirve para nada, molesta. No hay más. «La gallina que no pone, para caldo antes de que sea vieja».

Un domingo (bueno, en realidad no lo sé, pero yo me lo imagino en domingo), cuando empezaba ya a notarse cómo el verano doblaba la esquina, y el sol de mediodía calentaba los caminos, un ciclista pasó levantando polvo junto a la cuadra, con la mala suerte de que una cachorra, canija y feucha, le salió al paso y el ciclista, girando el manillar para no atropellarla, cayó al suelo. La cachorra huyó llorando, lo que alertó al ganadero, que apareció, palo en mano, a darle un buen par de palos a la cachorra, «por escandalosa». El ciclista, alucinado con la escena, preguntó si le pasaba algo a aquella perra.

– ¡Que no vale pa’ na! Pero no te preocupes que luego pa’ cuando des la vuelta ya no está aquí, porque na’más termine de comer la quito de en medio.

¿Hablaba en serio? ¿Acababa aquel hombre de decirle que iba a matar a la cachorra?

La situación terminó con que, después de hablar un rato, el ciclista se llevó a aquella perra, de un mes, canija y feucha, metida en su chaqueta. No sé si la pobre mestiza tuvo ocasión de despedirse de su último bebé. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

La moneda de las decisiones

moneda al aire

Soy la mujer tumbada sobre la hierba. La que ha venido con un niño y una niña. Cómo se notan los días de sol, aquí. Cómo se aprecia que cada vez la hierba se llena más con los colores de las flores y la gente, que corre a disfrutar de Lorenzo antes de que se vuelva a esconder.

Nunca dejará de fascinarme, creo, la facilidad que se tiene en la infancia para hacer amigos. Y seguramente nunca deje de entristecerme, tampoco, cómo perdemos esa capacidad según crecemos. Qué pena lo que la vergüenza consigue hacer de nosotros, los adultos.

Mi hija, que se ha traído su unicornia de peluche, ha divisado a un pequeño grupo que juega con unas muñecas junto a un árbol, me ha lanzado despreocupada su mochila y un mágico arcoíris de purpurina se la ha llevado volando hacia allá. No me extrañaría que en ese árbol crecieran gominolas.

Mi hijo, más observador y tranquilo, y más silencioso hoy que de costumbre, otea el panorama junto a su parasaurolophus: un grupo grande ha organizado un partido de fútbol, algunos niños se persiguen disparando al aire, otros juegan al escondite. Finalmente, posa su mochila en la hierba y se sienta a mi lado

– ¿No juegas? – le pregunto.

– No sé a qué jugar.

– ¿A ti a qué te apetece jugar?

– A excavar –me contesta, encogiéndose de hombros.

– Pues excava.

– Pero es que también me apetece jugar al escondite –añade, preocupado, mientras acomoda entre nosotros a Garritas, su dinosaurio.

– Te entiendo – le digo -. A veces es difícil decidirse. También puedes no jugar a nada –añado, sonriendo-. No es obligatorio.

– ¡No! – dice, alterado – ¡Yo quiero jugar, es que no sé a qué!

Le miro un poco entristecida. Supongo que tomar decisiones puede ser difícil a cualquier edad. Pero, como siempre que tengo una elección difícil ante mí, pienso en mi moneda de las decisiones.

– Cuando yo no sé qué hacer tengo un truco. ¿Quieres que te lo enseñe? Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Lo que no te digo

Todo lo que no te digo

Soy la mujer que está tumbada en la hierba. La que ha venido con un niño y una niña.

Sé que estaréis pensando que debo estar mojándome, después de la lluvia de estos días. Y tenéis razón. Es solo que no me importa demasiado: tocar hierba mojada es uno de mis placeres favoritos de la primavera. Bueno, la hierba mojada… Y las mariposas. Me recuerdan a mi abuela. Y ahora, por extensión, también a mi padre.

Justo delante tengo dos, naranjas y brillantes, huyendo juntas y en espiral del vuelo de la falda de mi hija, que intenta verlas más de cerca.

– Mamá, ¿el Gran Gigante Bonachón podía oír a las mariposas también?

– Pues… Creo que sí.

– ¿Y qué se dicen las mariposas?

– Uy, ¡no tengo ni idea! ¿Qué crees tú que se dicen?

– Yo creo que se dicen que se quieren.

– ¿Sí? ¿Y por qué crees eso?

– ¡Pues porque están enamoradas! Y los enamorados se dicen que se quieren.

Y se va contenta, con sus colores, su amor y sus verdades absolutas, persiguiendo mariposas enamoradas. Y yo me quedo pensando… Cariño, ¿qué cosas nos decimos tú y yo? Creo que hace mucho que no te escribo que te quiero.

Antes nos los escribíamos mucho, ¿te acuerdas? Temblaba el teléfono por sorpresa con una música especial y, al encenderlo, se descubría un te quiero nuevo, parecido al anterior, pero que siempre era otro. Y nos dejábamos notas por la casa e incluso, a veces, nos escribíamos cartas. Pero hace tiempo que ya no.

A lo mejor es que ya nos lo hemos aprendido bien. Que nos queremos, digo. Y ya no necesitamos tanto repasarnos la lección, ni nos hace falta escribir cien veces que te querré toda la vida para que no se nos olvide.

No, ya no te lo escribo…

A veces te lo digo, como las mariposas. Aunque, ¿cuándo fue la última vez? Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Al final del calendario

Al final del calendario 700x400

Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. La tan esperada lluvia ha dado hoy un poquito de tregua, y hemos aprovechado para venir un rato a jugar. A llenarnos los pulmones de este aire maravilloso que huele a recogimiento y madera mojada. No puede haber nada mejor. Salvo, tal vez, esto mismo pero con chocolate.

Cabeza la mía: hoy he olvidado mi libro en casa. A este paso no lo terminaré nunca, y tengo otros tres esperando para ser leídos detrás. Me falta tiempo. Siempre. Para todo. A veces me angustia pensar que, así viviera cien años, no podría leer tanto como quisiera… Busco desesperada en mi maleta, pero no, no está. Agenda, bloc de notas, portátil… El libro no, pero sigo buscando, por aquello de que la esperanza es lo último que se pierde. Estas cosas me hacen enfadar. Para un ratito que tengo, y me dejo el libro en casa… Y, entonces, un acalorado debate me saca de golpe del interior de mi bolsa. Mis hijos no se ponen de acuerdo para jugar. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

De la bella brevedad

de la bella brevedad 700x400

Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Hoy es perfecto el día para estar aquí: no hace frío, ni calor. La tierra no está embarrada, pero aún hay algún charco. El día está despejado y el rojo abrazo del parque contrasta con un increíble cielo azul. Saco mi libro del bolso, pero antes de abrirlo, en un ritual al que soy adicta desde niña, cierro los ojos y aspiro profundo. El aire huele a paz. Y a castañas. Quizás huela a paz por oler a castañas, no lo sé.

Estaba así perdida, imaginando el placer de comerme dos euros de castañas calientes mientras disfruto mi libro, percibiendo en los dedos el rugoso tacto del papel de periódico de mi cono imaginario, casi, casi oliendo la tinta misma, cuando mi hija ha venido, disgustada, a sacarme de mi ensoñación:

-Mamá… – me dijo, con tristeza.

-¿Qué pasa, cariño?

-Que yo quería jugar a buscar formas en las nubes pero no hay nubes…

-¿No hay?

Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Relatos

Cuando perdemos

Cuando perdemos

Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Confieso que no suele gustarme venir al parque, pero el otoño es diferente. Me encanta envolverme en sus contrastes tranquilos. En el rojo y el gris. En el naranja y azul. En el olor a hojas secas y tierra mojada. Me transporta a algún lugar y, aunque no tengo claro a dónde, sé que es un lugar donde me siento en paz. Qué puedo decir. Nací en noviembre. Soy una hija del otoño.

Mis hijos juegan cerca, y yo me disponía a abrir un libro cuando una caricia me ha llamado por mi nombre: una hoja, en su caída libre, ha tropezado con mi pelo, para seguir luego su viaje hasta la lejana hierba, junto a mis pies. Con una sonrisa tranquila la he recogido del suelo, como quien recoge una postal del aparador en el día de su cumpleaños: un regalo previsible, pero recibido con alegría. La he sostenido por el tallo, he saboreado sus colores despacio y, al abrir mi libro para guardarla, me he percatado de que no había más hojas alrededor. He mirado hacia arriba, hacia las ramas del castaño, y las he visto plenas, aún. Llenas de vida y baile al son del viento. Yo he perdido mis ojos en sus hojas, en las naranjas y rojas, y lentamente he respirado su música. Ahí: justo ahí está mi paz.

Pero entonces un llanto, un lamento húmedo y roto, me ha bajado de las ramas. Una niña, frente a mí, llora con el alma. Llora como si no tuviera otro propósito en la vida que el de llorar. Llora y llora mucho. Llora mucho y muy sentido. Llora porque ha perdido algo. Y debía ser muy importante para ella, a juzgar por cómo llora. Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+
Artículos, Relatos

La vida frágil

la vida frágil

Los sostuve en brazos, y recordé el miedo.

Puede que porque nunca había cogido en brazos unos bebés que me importaran tanto como mis propios hijos. Comprobé el tono de su piel, los deditos de sus pies, su respiración.

“¿Respiran?”

Recordé el miedo, porque nosotros somos fuertes, pero la vida es frágil.

Recordé el miedo, cuando mis hijos eran así y yo tenía la sensación de que  sus vidas podían romperse entre mis dedos si yo no lo hacía bien. Si no era suficiente para ellos. Recordé la noche en vela cuando mi hijo mayor vomitó por primera vez, porque creía que se ahogaría mientras yo dormía, así que pasé la noche despierta, mirándolo. Recordé las lágrimas cuando dudé de si mi pecho sería bastante para él, cuando el miedo me decía que lo mataría de hambre si me equivocaba. El miedo a que los mocos lo ahogaran, a que sus primeras comidas lo atragantaran. A que él enfermara y yo no supiera verlo a tiempo. Miedo, miedo, miedo.

Pero, en algún momento, no sé cómo, los miedos se diluyeron en la rutina. En la prisa. En el sobrevivir trastabillando un día con otro. Se diluyeron en el “lávate los dientes”, en el “coge la mochila”, en el “anda más deprisa que llegamos tarde”. Se diluyeron en los buenos modales a la mesa, en la hora de irse a dormir, en el “bájate de ahí que te vas a hacer daño”. Se diluyeron en la vida de otra madre. Otra diferente a la que yo quería ser.

Y olvidé todo lo que soñé que haría cuando ya no tuviera miedo… Leer artículo completo

¡Gracias por compartir!
FacebookTwitterGoogle+