Relatos

De la bella brevedad

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Soy la mujer sentada bajo el castaño. La que ha venido con un niño y una niña. Hoy es perfecto el día para estar aquí: no hace frío, ni calor. La tierra no está embarrada, pero aún hay algún charco. El día está despejado y el rojo abrazo del parque contrasta con un increíble cielo azul. Saco mi libro del bolso, pero antes de abrirlo, en un ritual al que soy adicta desde niña, cierro los ojos y aspiro profundo. El aire huele a paz. Y a castañas. Quizás huela a paz por oler a castañas, no lo sé.

Estaba así perdida, imaginando el placer de comerme dos euros de castañas calientes mientras disfruto mi libro, percibiendo en los dedos el rugoso tacto del papel de periódico de mi cono imaginario, casi, casi oliendo la tinta misma, cuando mi hija ha venido, disgustada, a sacarme de mi ensoñación:

-Mamá… – me dijo, con tristeza.

-¿Qué pasa, cariño?

-Que yo quería jugar a buscar formas en las nubes pero no hay nubes…

-¿No hay?

He mirado al cielo. Tenía razón: ni una sola nube a la vista. He abrazado a mi hija, le propuse otros juegos hasta que dimos con uno que le apetecía y volvió a irse con su hermano. Y yo me he quedado aquí, embobada,  mirando este prístino y azul cielo, recortado por las hojas sobre mí. No es para nada habitual ver aquí el cielo así, sin nubes. No es habitual en verano, mucho menos en otoño. Pero ahí está: intenso, fuerte, magnánimo. Increíblemente bello. ¿Por qué? ¿Por qué ha de ser tan bello? ¿Por qué es más bello este cielo que mi cielo de siempre, ese lleno de nubes en las que buscar formas? Y creo que, de pronto, lo he entendido: es porque, en cualquier momento (y lo sé), una nube asomará por el horizonte o tras un árbol, y el cielo será el de siempre. Este cielo, este de ahora, no durará. Es breve, y por eso es bello.

Decía Milan Kundera que es insoportable la levedad del ser. No, que va: el ser es leve porque es breve, y porque es breve es bello el ser.

Este día, este paisaje, este ni frío ni calor, este no hay barro pero hay charcos, este olor a calidez y castañas… Todo. Todo es bello porque es breve. Porque en algún momento dejará de ser. Quizás el secreto de la felicidad consista en ir saltando de una brevedad a otra, en lugar de anclarnos en la brevedad que, inexorable, termina. Quizás el secreto de la felicidad sea cobrar consciencia de que, para que algo sea bello, y estalle en su plenitud, por fuerza, en algún momento, ha de terminar.

Nos maravilla un anaranjado atardecer porque dura solo lo que tarda el sol en desaparecer. Lo que nos fascina del arcoíris y lo dota de magia es que aparece en un preciso y breve instante, y después ese arcoíris se va para siempre. Si siempre fuera naranja el cielo, si el arcoíris fuera inamovible, nadie los miraría. Pero son breves, y nos cautivan, y los admiramos, porque se irán.

Nuestra vida: nuestra vida es bella porque no somos eternos. Porque somos un instante, un suspiro en la inmensidad. Venimos, estamos y la vida se nos va, y es bella porque acaba: porque ha de terminar. Me pregunto… ¿Nos damos cuenta de ello? ¿Lo sabemos valorar? ¿Disfrutamos la belleza que le da su brevedad?

De repente tengo un impulso, casi una necesidad: me voy a por mi cono de castañas. Y que duren lo que tengan que durar.

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