Se viene desahogo tocho.
Y desahogo aquí porque o desahogo en alguna parte o empezaré a gritarle a la gente a la cara por la calle. Que, por otra parte, igual es lo que tenía que haber hecho hoy. Pero el cabrón fue rápido y yo tuve que elegir entre mandarlo a él a la mierda o atender a mi bebé. Os cuento:
Ayer leía a Madre Reciente que escribió, tan acertadamente como siempre hace ella, sobre la gente que juzga cuando las cosas no son evidentes. Y cómo esa gente interviene causando más mal que bien. A veces con toda la intención de hacer daño. A veces con ¿intención de hacer bien? Supongo que en general no se paran mucho a pensar qué coño están haciendo.
Pues, oye, como si hubiera sido providencial, yo hoy he hecho pleno.
Muchos aquí sabéis que tengo una pierna ortopédica, aunque no es algo evidente porque siempre la he llevado y no se nota si estoy vestida, y por la calle tengo la manía de no ir en pelotas. Además, hace unos años me rompí precisamente esa rodilla en un accidente de coche y, llamadme vieja, cuando el tiempo cambia de repente (como esta mañana) la rodilla no me deja vivir. Al verme andar la cojera no es evidente, casi podría parecer que se me ha metido una piedra en el zapato. Pero cada puto paso es un suplicio interno que intento llevar con dignidad.
Esta mañana fui al centro con mi hijo pequeño a recoger un libro que había encargado en La luna lee. Las cuatro plazas de discapacitados que había cerca de la librería estaban ocupadas. En dos de esos cuatro coches no vi tarjeta azul. Al final conseguí aparcar en otra plaza, un poco más lejos. El centro está imposible por las mañanas. Cuando me bajé del coche y eché a andar, pues lo de siempre: la gente te mira raro. Te mira mal. Porque, a ver, ¿dónde está tu silla de ruedas? O aunque sea unas muletas o algo. No te veo yo tan mal. Seguro que esa tarjeta es falsa. O de otro. Ok, no pasa nada, estoy acostumbrada a esa mierda. Bueno, mentira, no lo estoy. Es solo que he aprendido a ignorarlo un poco. Sigamos:
Leo (mi hijo pequeño), que va a cumplir tres años, tiene un carácter peculiar. Un carácter, de hecho, que hace que últimamente me plantee hacer alguna consulta, pero eso es otro tema. Baste decir que es un carácter MUY especial.
Y a mí se me pasó un detalle: no camina en calles que no conoce. Si conoce el sitio anda sin problema, pero si no está familiarizado con la calle no; hay que llevarlo en brazos. Así que yo aparqué, lo bajé del coche, se negó a andar, lo cogí en brazos, anduve unos pocos pasos… Y lo tuve que posar en el suelo porque la rodilla me mataba y yo solo quería llorar de dolor y no era capaz de llevarlo. Y en cuanto lo posé en el suelo, comenzó el acabose:
Empezó a llorar… No diría que entra en un bucle. Es más bien como si entrara en una burbuja de cristal donde nada entra ni sale. No conseguía que me mirara, ni que me escuchara, ni por supuesto me dejaba tocarlo, darle la mano o intentar abrazarlo. Me arrodillé, le hablé bajito y a su altura, me quité la mascarilla para intentar que me viera la cara al completo y me mirara. Imaginaos la gente pasando, mirándome, el niño a todo llorar y yo sin la mascarilla. No eran miradas amables.
Leo no respondía. Cero. Solo lloraba con los ojos cerrados. Cuando entra en ese estado es muy difícil sacarlo de ahí. De hecho, no lo sacas: solo puedes estar ahí, con él, y esperar a que se calme. Así que eso hice. Me dolían las piernas de estar arrodillada, pero si intentaba ponerme de pie él lloraba más, así que vuelta al suelo y a aguantar.
No sé cuánto llevábamos allí. Varios minutos. Tal vez diez, aunque probablemente fueran menos y el dolor me los hizo largos. Cuando por fin se estaba calmando, me puse de pie. Aunque seguía llorando, lo vi receptivo (¡¡¡Por fin!!! ¡Salía de la burbuja!) y caminé cuatro pasos, ofreciéndole mi mano para seguirme. Y justo, JUSTO AHÍ, en esos cuatro pasos de distancia, apareció él: el señor mayor que gasta el mismo sentido del humor que gastaba mi padre a hacer LA PUTA GRACIA, y de la que pasaba andando se inclinó hacia Leo, le señaló con el dedo y le dijo con voz fuerte:
-COMO NO DEJES DE LLORAR TE VOY A LLEVAR YO CONMIGO.
No sé si necesitáis que os describa el resto de la situación. Yo lo vi a cámara lenta. Leo gritó asustadísimo, empezó a llorar más fuerte que antes, se volvió a meter en la burbuja y el señor siguió andando como si nada. El peque se tiró así el resto de la mañana. Tardamos veinte minutos en recorrer los cien metros que nos separaban de la librería. Otros veinte la vuelta. Estuvo toda la mañana recluido en sí mismo, llorando a ratos (ya no «por el señor», sino porque había entrado a fondo en ese estado y ya todo le hacía llorar). Yo me tiré la mañana entera llorando a ratos también de pura impotencia, con un montón de trabajo acumulándose porque solo podía atenderlo a él. Intentando cuidar tranquila mientras me reconcomía la frustración y el cabreo.
Pero, ¡eh! El señor gastó su broma y se quedó a gusto, que es lo importante. Que no pasa nada, joder, que solo era una gracia. Que es que hay que ver cómo te pones.
¿Sabéis cuál es el límite de la broma? El daño. Si no sabes si lo que vas a hacer o decir hará daño, te tienes que callar. Esto es fácil verlo con una mierda en la puerta: si a ti te parece muy gracioso cagarte en las puertas, puedes hacerlo en la tuya o, si me apuras, en la de algún amiguete tuyo a quien sabes que también le hará mucha gracia. Pero si lo haces en la de enfrente te expones a que a tu vecino no le guste y proteste, o te grite, o te insulte, o te salte los dientes, según lo poco que le guste. Así que, por si acaso, mejor no lo hagas.
Joder ya.
Lo vi a cámara lenta, sí. Y elegí atender al bebé y no gritarle a ese señor tan simpático que seguro que pensó QUE ME IBA A ARREGLAR MI PUTO PROBLEMA CON UNA FRASE PORQUE TODOS LLEVAMOS UN VICENTE DENTRO. Y como no le grité a la cara, pues le grito por aquí. Pero, por favor, que nadie se acerque a mí durante las dos próximas semanas, o tendré que ir a cagarme en su puerta.
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