Relatos

Hola, papá

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Hola, Papá.

Te guardo en las cosas pequeñas, ¿sabes?

Yo no sé cómo se siente cuando se tiene mucho, pero creo que no podría haber mansión en el mundo que guarde a alguien como lo guardan las cosas pequeñas. Sí: creo que es ahí donde estamos y donde nos quedamos. En las cosas pequeñitas. En las de a poquitos todos los días.

Tengo dos botes de ColaCao en el despensero que te llevan a ti, porque en su día los guardaste, los lavaste, los secaste bien, bien, bien por dentro, los rellenaste de nuevo con algo distinto y por fuera, con un rotulador permanente azul, escribiste:

«SAL FINA»

«SAL GORDA»

Y más que imaginarte te veo escribiéndolo mientras lo sostienes en el aire, con las gafas puestas sobre la punta de la nariz, la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y aproximando unos trazos imaginarios antes de posar el rotulador sobre el plástico y darle a las letras su forma definitiva. Así es como seguro lo hiciste. Cuidadoso y metódico como tú eras.

Y veo las letras escasas de curvas, con líneas rectas y decididas que mueren en un punto que delata que ahí, justo ahí, se detuvo tu mano al acabar cada letra y antes de pasar a la siguiente.

Y tengo también una lista de la compra. Esa que tenías colgada de manera permanente  en la nevera con las “cosas de tener siempre”. Está escrita en el reverso de una notificación del banco. Porque tú eras de esa gente que le quería dar una segunda vida a todo. Y aquí la tengo guardadita, en un cuaderno en el que apunto cosillas de vez en cuando y que en su portada, convenientemente, dice que La vida es un viaje, no una carrera.

Una lista de la compra bonita, donde la pretensión brilla por su ausencia; donde solo hay mayúsculas y cada cosa tiene una línea propia que empieza con un asterisco y termina con un punto y una raya. Incluso hay espacios (también con sus asteriscos) separando cinco bloques que, sin estar segura, apostaría a que determinan los giros de pasillo en el súper.

Te has librado de una buena, ¿sabes, papi? No sé cómo habrías llevado todo lo que ha pasado este año. De verdad que no lo sé. Te imagino tanto siendo pulcro y cuidadoso con tu mascarilla como renegando de todo cabreado con un mundo que, a ratos, no te trató demasiado bien. No tengo ni idea de cómo habría sido. Pero sí me siento afortunada de que, de tener que irte, fuera en un momento en el que nos pudiéramos despedir de ti.

He pensado mucho, durante estos tres años, en esa triste dualidad cuando llega el final de la vida. Meditando si habría sido mejor que la muerte te sobreviniera de repente, aunque no pudiéramos decirnos adiós. A veces me tortura pensar que tal vez no la viste venir y que de verdad te fuiste creyendo que volverías a despertar; otras me tortura imaginar que pudiste verla acercarse. Creía que no podía haber nada peor que eso: ver pasar uno tras otro día en el hospital sabiendo que es el final. Y he descubierto que sí que hay algo peor: verte obligado a pasar esos días solo. A llevar la carga de ese miedo sin un ser querido que te sostenga la mano, que te bese la frente y que te mienta diciendo que todo va a salir bien.

Si te hubiera tocado este año, papá… No puedo, de verdad que no puedo imaginarme el dolor. Ni el tuyo, ni el nuestro.

Así que me quedo con lo bueno, papá. Me quedo, siempre, con tu imagen sonriendo y lanzándome besos, diciéndome adiós con la mano. Y, porque soy escritora, te guardo en las letras. Me quedo con tu lista de la compra. Y con tus botes de ColaCao.

Te quiero, papá.

Hasta mañana.

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