En la entrada de mi casa hay cuatro fotos desde hace trece años, del que diría, sin duda, que fue el viaje de mi vida: mi cara junto a ‘La habitación de Arlés’ de Van Gogh, en Amsterdam; la Rue du Market, en Bruselas; mi bici en el callejón del Hostel de Passage, en Brujas; y una quimera de Notre Dame.
¿Sabíais que lo que normalmente llamamos gárgolas en realidad no lo son? Las gárgolas (de las que Notre Dame está llena) son unas esculturas que cumplen además una función de desagüe. Por eso tienen la boca abierta y miran hacia abajo. Estas de las fotos (fotos que yo hice en aquel viaje), de las que también está llena Notre Dame y que son puramente ornamentales, se llaman quimeras.
No es que sea yo muy estudiada: te lo explicaba el folleto que te daban al entrar en la catedral.


Pasa un poco lo mismo que con la novela de Victor Hugo, que muchos piensan que es ‘El jorobado de Notre Dame’ y en realidad se titula ‘Nuestra Señora de París’ (‘Notre Dame de Paris’).
Creo que era lunes cuando llegué a París. Me dirigí, junto a dos chicas argentinas que había conocido en el tren, al Boullevard de la Chapelle. Camino de un hostel encontramos un hotel barato y decidimos quedarnos allí (la habitación triple nos costaría lo mismo por cabeza que el hostel, y no tendríamos que compartir baño con cuarenta personas).
Estaba emocionada por conocer París. Pero, sobre todo, estaba emocionada por conocer Notre Dame.
Mi error, el primer día, fue ir andando. Cuando llegué a La Citè, la catedral estaba ya cerrada. Eran las siete de la tarde, y solo pude verla por fuera. Hice fotos de TODAS Y CADA UNA de las gárgolas que se veían desde abajo. Las quimeras tendrían que esperar al día siguiente.
Cuando entré por primera vez en el templo, no pude evitar una lágrima de emoción. Si de algo no soy sospechosa es de ser religiosa, pero Notre Dame es mucho más. Oímos hablar de el arte y la historia sin pararnos demasiado a pensar en lo que significa. Tocar la piedra de Notre Dame es transportarse casi mil años en el tiempo. ¡Cuántos franceses murieron de hambre y enfermedad a pocos metros de esa piedra, mientras el oro se empleaba en alcanzar a Dios! Y cuan poco hemos cambiado desde entonces, aunque los ídolos sean otros…
Estuve en París cuatro días, antes de irme a Bruselas, y volví cada día a Notre Dame. La Torre Eiffel, Monmartre, el Moulin Rouge, el Louvre… Todo lo vi una vez. Notre Dame, fueron cuatro.
Y, cuando el viaje tocó fin y volvía a España, paré otra vez, solo para volver a subir a su torre y comprarme esas quimeras de plata hechas pendiente de las que me había enamorado. Treinta y dos euros, me costaron. Yendo de mochilera, con mi presupuesto de máximo diez euros al día para comer, treinta y dos euros eran mucho dinero. Pero hice míos esos pendientes, y perdí uno la misma semana que llegué a casa, en una noche de amor loca. Aún conservo el otro como uno de mis mayores tesoros.
Si os estáis preguntando a dónde quiero llegar con todo esto, pues la verdad es que no quiero llegar a ninguna parte. Es solo que estoy muy triste.
Anteayer, viendo en directo cómo el fuego destrozaba la bóveda del crucero y cómo el humo hacía desaparecer gárgolas y quimeras, recordé el día que llegué a París. Eran las siete cuando me encontré la catedral cerrada, y pensé «bueno, mañana vendré a verla por dentro». ¿Y si anteayer a alguno de los miles de turistas que estaban en París le pasó lo mismo? ¿Y si alguno llegó justo cuando cerraron y pensó que podría ir a verla, tranquilamente, al día siguiente?
Siempre pensamos que habrá un mañana, pero… Nunca se sabe. Nada es eterno. Y el último día, como dijo aquél, no es un día señalado. Es un lunes cualquiera, a las siete de la tarde.
Feliz semana, gente. Disfrutad.
