Relatos

Olía a sangre y caramelo…

LEO (63)

Hola, amor mío. No tenía pensado sentarme hoy a escribir, porque tengo mucho que hacer y, además, no me gusta escribir “por obligación”. Ya sabes: fechas señaladas, eventos especiales… Esas cosas. Pero es que me apetece mucho contarte algo, así que siéntate a leer. Te voy a contar una historia:

Durante días, la casa olió a sangre.

Huele bien, ¿sabes? Es que estamos acostumbrados a que nos digan que, de alguna manera, la sangre es mala porque donde hay sangre han pasado cosas horribles, pero no es cierto. La sangre es lo que somos. Es, de hecho, lo que nos nutre y mantiene vivos. Y sí… Huele bien. Huele a vida.

Durante días, la casa olió a sangre y calor, como a galletas y a caramelo. Olía a parto. A vida recién estrenada. Después no. Después olía a leche dulce y a sudor. Era una ola de calor. Una de tantas. Ahora, escribiendo, me pregunto si cuando tú tengas edad para leer esto habrá muchas más, y se me encoge un poquito el corazón. Y sí… Olía a leche dulce y a sudor. Aún huele así.

Hace un año, a eso de las once de la noche, le escribía muerta de la risa a la matrona porque “había fregado la bandeja del horno”. ¡Fue una necesidad terrible! De pronto vi que la bandeja del horno tenía grasa, y sentí un impulso irrefrenable de limpiarla. La cosa estaba clara: tu llegada era inminente.

Aun así, ahora lo recuerdo (y entonces también) y pienso «¡Guau! Qué increíble, el cuerpo», porque me fui a la cama y hablé contigo, por dentro, y te dije: «Bebé, tienes que esperar. Por favor, déjame descansar». Y dormí. Dormí mucho. Sentía alguna contracción… O no… Tal vez la soñaba. Pero dormía.

A las siete de la mañana me desperté y sonreí: «Bailemos». Al poco tiempo ya me molestaba tener puestas las bragas. Estas cosas son así: el cuerpo te va diciendo cosas y tú lo escuchas. Es fácil. Puede que fuera entonces cuando me puse las bragas de Homer Simpson comiendo rosquillas, porque son muy cómodas. Pero solo puede, la verdad es que no lo recuerdo. Ni me acordaría, probablemente, de no ser por las fotos.

Nueve de la mañana: contracciones breves, pequeñas, bajitas… Igual que con Aine. Yo deambulando ya por toda la casa. Ya sin noción del tiempo. Era el momento de pedirles a Cris y a Esther que vinieran. También a Ana, la fotógrafa. Y a Abuelita, que tenía claro que no quería ver cómo nacías “porque le daba repelús”, pero yo le había dicho que me gustaría que estuviera en casa, tenerla cerca, y ella (claro) estaría allí.

Las contracciones, cachorro, eran… Maravillosas. Las sentía como olas en la orilla, tan dulces, tan rítmicas, tan única cada una. Sentía cómo nacían en el útero y se convertían en electricidad recorriendo mi cuerpo, llenando mi garganta, los poros de mi piel. Electricidad. Magia. Tan placenteras como en el parto de Aine. Y una, la última antes de que llegaran Cris y Esther, me provocó un orgasmo como nunca había vivido, porque este nacía en el mismo útero y explotaba hacia afuera, y me arrancó dos lágrimas de puro éxtasis.

Papá me miraba y sonreía.

Llegaron Cris, Esther, Abuelita y Ana. Una contracción, y Cris comprobó tu frecuencia cardíaca. Malas noticias: no recuperabas. Tu pulso, tras la contracción, era lento durante demasiado tiempo.

– A veces el cordón está presionado y por eso no recupera. ¿Quieres tumbarte sobre el lado izquierdo? Así el bebé tiene más espacio, a veces se mueven y eso descomprime el cordón.

Si no recuperabas, habría que hacer traslado al hospital.

Me fui al dormitorio y me tumbé, como decía Cris, sobre el lado izquierdo. Vaya si te movías. Ahora lo pienso y me pregunto si, de haber sido otro el entorno, te habrían dado la opción a moverte, a dejarte -dejarnos- hacer. A confiar. A nacer tranquilo. El caso es que sí: te moviste, mucho, y a partir de ahí todo fue bien. Escuchar tu latido cada vez que Cris lo comprobaba era un subidón de alegría y tranquilidad.

Seguí en la cama, tumbada, con Gata y con papá. Hugo y Aine jugaban a la consola en el salón. Abuelita deambulaba. Pobre. La recuerdo al principio, en la puerta del baño, viéndome tener una contracción. Me preguntó qué tal, le respondí que bien y me dijo: «Pues a mí no me lo parece», y la mandé callar. «Mamá, no empieces, déjame en paz». Algo así. Pero recuerdo que pensé que si nada más empezar mi madre empezaba a decirme que “me veía mal”, aquello tenía muchas papeletas de no acabar bien, así que mejor imponerme y marcar el límite. En ese momento no estaba para pensar en nadie más: solo en ti. Era tu momento. El nuestro. De nadie más, mi cachorro, mi guerrero, mi león valiente.

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Las contracciones en la cama seguían siendo placenteras, tranquilas aunque cada vez más intensas, y notaba perfectamente cómo cada vez la ola nacía desde más abajo. Y, de pronto, sucedió: ¡PAM! Encajaste la cabeza de un golpe, tan fuerte que lo oí, lo juro. Lo oí y salté, sorprendida, preguntando a los demás si ellos también lo habían oído. Pero no, claro, ellos no. Porque, en ese momento, poder oírte era un privilegio solo mío.

Y, a partir de ese momento, las contracciones cambiaron, y ya no hubo placer. Al menos, no del mismo modo. Porque empezó el trabajo.

Hay gente que dice que es imposible disfrutar del trabajo de parto. En realidad, se parece mucho a machacarte en el gimnasio, cuando te llevas al límite y te superas. No es que te duela, en sí, sino que te requiere, te exige, es de una intensidad abrumadora como nada y puedes vivirlo con el derrotismo de “todo lo que te queda” o lamiendo el triunfo de “todo lo que has logrado”.

LEO (63)

La cuestión es que ahí empezó lo duro. Lo que yo llamo “el ascenso”, hacia la cima de esa montaña nevada en la que tú, mi león, me estabas esperando. Fui al baño. Volví, ya sin bragas. De toda la casa, de todos los lugares posibles, el elegido fue el pequeño espacio de apenas treinta centímetros entre la cama y la pared. Cris y Esther, pobrecitas, se cruzaban las miradas, preguntándose cómo se las apañarían para acompañar en ese nido.

Me apoyé en la cómoda para las siguientes contracciones. El cuerpo me pedía verticalidad. Y mis gemidos cambiaron. La respiración se modificó sola, para acompañarte. Solo tú sabes lo que le pedías a mi cuerpo, y él te escuchaba y trabajaba para ti. Hugo y Aine aparecieron por la habitación:

– Mamá, ¿qué te pasa?

Sonreí.

– Que estoy pariendo.

Hugo se fue tranquilo. Aine se quedó un rato más, mirándome.

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Yo no les había enseñado vídeos de parto porque, sabes, cada parto es único, y no quería que se crearan ninguna expectativa concreta: prefería mantenerlos abiertos a todo lo que pudiera pasar. Solo les había puesto sobre aviso de una cosa:

– Chicos, nunca se sabe lo que una hembra de parto va a necesitar, hasta que se pone de parto. Puede que, cuando me ponga de parto, quiera estar sola. Si intentáis acercaros a mí y os pido que me dejéis sola, por favor, no os sintáis tristes, ni penséis que molestáis o que estoy enfadada con vosotros: solo es que necesitaré estar sola.

Pero lo cierto es que no quería estar sola, en este parto. Me apetecía tener gente alrededor, y sentir a mis niños cerca. Y a papá. Y a Abuelita.

Aine se fue también. Yo volví al baño, volví a la habitación. Vi a Cris poner un empapador en el suelo. En ese pequeño lapso de tiempo, mientras yo estaba en el baño (y sin que yo me diera cuenta siquiera), ellas empujaron la cama e hicieron un poquito más espacioso ese nido que mi cuerpo había elegido para parirte. O que tú habías elegido para nacer, quién sabe.

Papá hizo lentejas. Dice Abuelita que estaban muy ricas.

cesar pelando patatas parto

Volví a apoyarme en la cómoda. Bailaba, como las elefantas. Me partía. Sentía que me partía en dos. Y entonces temblé: «No puedo…». Y ese instante, el de “no puedo”, fue fantástico. Porque entonces fui consciente de dónde estábamos ya. Recuerdo que alcé la mirada, sonreí feliz y pensé: «Sí, claro que puedo. Podemos, bebé. Ya estás aquí». Era la recta final. Tenía la cima justo ahí, y la iba a pelear.

Otra vez al baño. Al salir sudaba. Me quité la goma de la muñeca y recuerdo claramente que, mientras me recogía el pelo, pensé: «Venga. Vamos allá». Tenía la completa convicción de que la próxima vez que saliera de la habitación, sería contigo en brazos.

Qué ascenso, cachorro. Qué trabajo tan increíble.

El cuerpo me pedía un movimiento constante. Quería estar vertical, pero las piernas se me agotaban. Me apoyé en la cama a cuatro patas, pero necesitaba erguirme. Ahí llegó Esther con su torre de cojines de todas partes. Poníamos, quitábamos, poníamos otra vez. En cada contracción el cuerpo me pedía una altura, una posición diferente a la anterior. Y entre contracciones descansaba y respiraba. Qué calor…

– Cari, abanícame. Más cerca. Más fuerte no, más cerca. Que más fuerte no, que más cerca.

Al final desistí, porque papá no sabe abanicar, por lo que se ve. O tal vez no hablaba castellano en ese momento, no lo sé, pero el pobre lo intentaba, y yo volví a lo mío.

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Otra contracción. Eran cortas y potentes, muy espaciadas. Me agarraba a las manos de Esther, que de rodillas me hacía de soporte desde el otro lado de la torre de cojines. Y gritábamos juntas. Pero no de dolor. De esfuerzo. De ese terreno que le estábamos ganando a la montaña. El mismo grito que una luchadora gemiría al levantar cien kilos sobre su cabeza. Ese grito.

Se rompió la bolsa. Agua, sangre, meconio: todo contra la pared.

Otra contracción. Joder, tardan mucho. Son muy cortas. Estás ahí. Vamos, bebé. Vamos, bebé.

Fue más difícil de lo que creía. El cuerpo es sabio, ¿sabes? Durante gran parte del embarazo, al final, tenía la sensación de que pasaba algo. Tu posición. No sé, había algo que sabía que no estaba en su lugar. Y a día de hoy no sé qué era, pero tuvimos que movernos tanto, tanto para que te pudieras abrir camino, mi guerrero, que si de algo estoy segura es de que, de haber estado en un hospital, tú no habrías podido nacer. Te habrían sacado, como a Hugo. Se habrían adueñado de nosotros. De hecho, creo que tuve contigo el parto que habría tenido con Hugo, de haber podido. De habernos dejado en paz. De haber, yo, sabido más.

Pero esta vez sí sabía. Sabíamos los dos. Tenía mis cojines, mi cama, mis mujeres apoyando, mis manos sosteniendo y mi cuerpo gobernando su propio parto, sabiendo qué tenía que hacer en cada momento.

Coronaste.

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Oh, joder, el aro de fuego. Aine nació tan deprisa que no lo había sentido. Pero ahí está. Ahí estás. Vamos, bebé.

Ahí está la cabeza.

Te voy a contar una cosa curiosa sobre Abuelita: ha tenido cinco hijos, cuatro de ellos en casa, y estuvo presente en algunos partos antes que el mío, pero nunca había visto nacer a un bebé. Mi error fue dar por sentado que ella sabía que, cuando un bebé nace, hasta que nace el cuerpo es habitual que la carita se ponga azul. Mi error fue no decírselo. Ella no lo sabía. Y fue terrible porque, aunque ella no tenía intención de verlo, Aine la arrastró hasta allí para que lo viera. Y te vio. Y creyó que nacías sin vida, mi amor. Se fue de la habitación en silencio pero entonces, en mitad del pasillo, recordó lo que yo le había dicho cuando hablé con ella, preparando el parto:

– Mamá, tú solo se invisible. Las mujeres que vendrán son profesionales. Saben lo que hacen, y yo confío en ellas.

Y Abuelita, entonces, pensó: «Si la matrona está tranquila, será que todo va bien». Y volvió a la habitación. Justo a tiempo para verte nacer. Y, desde entonces, le dice a todo el mundo que es una de las experiencias más bonitas que ha vivido en su vida.

– ¡Vi nacer al nieto! ¡A mi edad, el primero que veo nacer! ¡Y es mi nieto!

Un minuto y medio. Entre la contracción con la que nació tu cabeza y la contracción con la que nació tu cuerpo, pasó un largo, eterno, minuto y medio. Y yo era tan consciente de todo… «Son cortas, tardan mucho, estoy agotada, tengo que oxigenar el útero». Respiraba fuerte. Respiraba tan fuerte que gemía al exhalar, dejando salir todo, para llenarme fuerte de aire limpio. Ese tipo de gemido que si alguien escuchara desde fuera podría pensar que se trataba de una mujer haciendo el amor. Así suena una mujer pariendo, y que no te vendan lo contrario: pero es que esos gemidos molestan, en según qué ambientes, y a las mujeres nos hacen callar.

Por fin, llegó la última. Y, tal como llegó, se fue. Habías apenas sacado los hombros cuando se terminó. Y pensé: «Dalo todo, ahora o nunca». Y grité, mi león valiente, grité echando toda mi fuerza en aquel instante glorioso en que alcancé la cima donde me esperabas. Y tú naciste, y yo gemí y bailé. Y Cris pidió una toalla, y alguien le dio la manta blanca que había sobre la cama, sin saber que era la manta en la que Gata duerme.

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– ¿Dónde estás, bebé? -mi voz temblaba, emocionada.

Cris te pasó hacia adelante entre mis piernas, y al fin te abracé, Leonardo. Mi león valiente con alma de poeta. Mi regalo.

Eran las tres y cuatro minutos de la tarde del día doce de julio. Y lo había vuelto a hacer: la vida me había regalado otro parto increíble. Tan distinto, y tan increíble.

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Lo demás, fue calma. Cortamos el cordón cuando ya no latía, alrededor de media hora después. Hugo quería hacerlo, pero cambió de opinión y lo hizo papá. Te agarraste al pecho izquierdo. Ainé me abanicaba. Abuelita me daba besos. Nada de puntos, por favor, que nadie me toque.

aine abanico

No sé cuánto tiempo estuvimos allí, tú y yo, en la cama. Hubo un momento, no recuerdo qué iba a hacer yo, que papá te cogió en brazos y te llevó al salón. Ahí te hicieron tu primera foto con papá, Hugo y Aine. Es preciosa. Mi familia preciosa.

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Enseguida te trajo de vuelta, conmigo. Cuando alumbré la placenta, Cris imprimió dos huellas. Yo le había preparado el papel. Una de ellas, cuelga hoy en el salón, junto a la de Aine. Nuestros árboles. Qué bonitos son.

Puede que estuviéramos una hora. Puede que dos. No lo sé, la verdad. La ausencia total de tiempo en ese momento es una de mis cosas favoritas, creo. Es como estar en un limbo al margen de la realidad que conocemos. Es una sensación maravillosa.

Cuando me apeteció, me levanté. Ana, que había sido invisible, ya se había ido. Esther se fue poco después. Cris y Aine me hicieron un batido de plátano fresquito, que me apetecía más que nada. Y al poco Cris también se fue.

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Y Abuelita me ayudó a mudar las camas. Porque es así: tú terminas de parir y la vida sigue igual. Igual que siempre, pero con un bebé en tus brazos. Con una normalidad tan apabullante que no te explicas cómo podía existir todo lo demás antes de ese momento, si no estaba tu bebé. Y de pronto parpadeas y ha pasado un año, y yo aún no sé si te tengo o si te sueño, mi regalo. Mi sensible guerrero. Mi león valiente.

Pero es así, sí. Abuelita se fue, y la vida siguió… Y la casa olió, durante días, a sangre y caramelo. Y lo aspiré profundo porque es el olor de la vida y, cariño, créeme, no existe un olor mejor.

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Fotos (menos la última): Ana Hevia. Pie de foto@anahevia_

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